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Márgara Averbach: “El arte es un arma más para pelear por un mundo que no se destruya a sí mismo”

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Por Andrea Viveca Sanz

Las letras ruedan verdades, crecen, se expanden y se convierten en palabras que Márgara Averbach es capaz de atrapar con sus manos para sembrarlas en historias o, tal vez, son las propias historias las que se siembran sobre ellas. Es en esa alquimia donde las fronteras se desdibujan, las imágenes se funden con las ideas y la magia es posible.

Habitada por los fragmentos que la vida le regala en detalles, la escritora se atreve a unir aquello que antes estuvo dividido para resignificarlo.

En diálogo con ContArte Cultura, la autora abre las ventanas de su vida y comparte sus vivencias en el camino de los libros.

—¿En qué momento sentiste que las letras serían parte de tu camino?
—Desde siempre. Creo que desde que mi vieja empezó a leerme en voz alta para calmar mis dolores de oído (terribles en la infancia y con un padre médico que no quería darme muchos calmantes). Ella me leía y para mí eso era un consuelo enorme, la salvación. Tengo un cuento al respecto: “Ujujá y los cuentos”, se llama. Desde ese momento, las historias fueron lo más importante para mí. En una familia de científicos, yo no quise nada con eso, es más, odié desde el principio todas las materias de ese lado, matemáticas, física, todo eso… Aprendí a leer como se hacía en mis tiempos: en primer grado (inferior, se llamaba). Y ese mismo año, con faltas de ortografía y demás, escribí un cuento para regalárselo a mi viejo, que cumplía años en septiembre. Un cuento horrible…, claro, imaginate… Creo que todavía lo tengo en alguna parte. Desde entonces, siempre, siempre escribí. Yo intercambiaba deberes con compañeros en la primaria. Hacía las composiciones de varios si alguien me hacía las cuentas… No tuve problemas de “vocación”, sabía que quería estudiar Letras desde sexto grado, o antes. Pero tardé años en publicar. Fue terriblemente difícil para mí. No sabía cómo hacerlo y hasta renuncié en un momento, no a escribir, pero sí a publicar. Después, escribí para chicos y a los treinta y pico gané el concurso de cuentos para chicos de las Madres de Plaza de Mayo… y ahí empecé. Seguí escribiendo para adultos también, pero me sigue costando publicar. Todo lo que publiqué para adultos fue porque gané algún concurso.

—¿Qué cosas de la vida cotidiana pueden convertirse en fermentos capaces de levar las palabras, con las que luego amasás cada una de tus historias?
—Todo. Yo creo que todo importa y todo es útil. Hay una obra de teatro de George Bernard Shaw en la que se burla de Shakespeare (no lo quería nada) y lo pinta con una libreta en la mano copiando las frases que dicen otros: “ser o no ser”, por ejemplo. Para mí, es una visión bastante exacta de lo que hace un escritor o una escritora de mi estilo. Estar siempre atentos, anotarlo todo, sacar ideas de todo, robar constantemente. Igualmente, creo que hay dos tipos de escritores en ese sentido: los que sacan temas e historias de los libros que leen (digamos, en otro nivel, Borges y los posmodernos) y los que, como yo, sacamos temas, ideas, historias de la vida, de los diarios, de lo que cuentan otros. Yo de los libros saco mucho, pero a nivel de recursos, de técnicas literarias. No me gusta la literatura que está basada en otro libro, que es el final de otro libro como el cuento “El final” de Borges que “termina” Martín Fierro. No me gusta eso como lectora. Me molesta en muchos sentidos y los autores que yo daba (y sigo tratando de dar cuando puedo) como profesora eran los que hacían lo que yo hago. También es una cuestión ideológica. No me gustan los libros que exigen lecturas previas para poder entenderse. Pero dentro de la vida, saco las cosas de muchos lados. Según qué cuento o qué novela, sé de dónde saqué cada cosa. Un ejemplo cualquiera: yo leí una noticia sobre la forma en que en Francia habían salvado a una especie de sapo en extinción haciendo un túnel para que cruzaran por debajo de una ruta (donde los aplastaban los autos) y pudieran pasar de una a otra laguna cuando iban a reproducirse (se reproducen siempre en una laguna distinta de la que conocen desde que son renacuajos. Con esa noticia, pero ambientada en Argentina, escribí un cuento que se llama “El camino es por abajo”. Y la historia tiene una vuelta de tuerca porque años después, mi hijo ya adulto, me mandó una foto de Australia con el título “El camino es por arriba” y el comentario “Mirá, mamá, como en tu cuento”. En la foto, se había construido un puente para que pasaran por ahí los cangrejos esquivando por arriba una ruta llena de autos. “Los que volvieron” viene de una noticia sobre desaparecidos en Melincué, no la cuento pero es muy conocida.

—¿Podrías contarnos cómo es tu espacio creativo?
—Creo que no, porque no tengo uno solo. Lo que tengo es uno preferido. La explicación está en que yo escribo la primera versión a mano, en cuadernos. Después la paso a la computadora, pero no puedo escribir de entrada en la compu, no me sale nada con el teclado. Necesito dibujar las letras, hacerlas a mano, en birome, si no, no me sale. Así que cuando me pongo a escribir (empecé lo que estoy haciendo ahora hace dos días, el 1 de enero, voy por la página 5, como mucho), escribo en todas partes: en el tren, en el colectivo, en la mesa de la computadora en mi balcón vidriado donde en general traduzco (uso solamente compu de escritorio, no tengo laptop, no las tolero, necesito el teclado ergonómico y grande para estar cómoda y tipear como tipeo durante horas cuando traduzco, porque traduzco novelas, libros enteros), en un café, en un escritorio antes cuando tenía que esperar que los alumnos hicieran un parcial en la Facultad o en Lenguas, etc. El mejor lugar, mi preferido, es en verano, la época del año que más amo, en malla, bajo los árboles, en una reposera, en la quinta que tenían mis viejos en Ezeiza, mirando el verde. Pero puedo escribir en cualquier parte. El cuaderno va conmigo a todos lados.

—¿Cuáles son los ingredientes que no pueden faltar en la cocina de un cuento?
—No sé, no lo pienso así, en esos términos. Pero digamos, con ese lenguaje, yo no los siento como “ingredientes” ni como “cocina”, por ahí porque no cocino nunca, cocina mi marido. La cosa es que yo escribo historias (no todos los escritores hacen eso). Para mí, tiene que haber una historia. Y lo segundo es que tiene que haber un lenguaje con densidad literaria. Para mí, hacer literatura es hacer literatura, es decir que no es contar solamente. Hay literatura y sobre todo literatura infantil que es historia y nada más, sin ningún trabajo linguístico. Para mí eso no es literatura. Así que tiene que haber historia y lenguaje literario. Cada cuento, cuando lo empiezo, gira alrededor de una idea en particular y la historia se me ocurre mientras lo escribo a mano, no antes (como hacía Liliana Bodoc). Yo no planifico ni los cuentos ni las novelas. Me va saliendo (si escribo a mano) una historia que habla del tema que yo tenía en mente. Y si me sale bien (tiré bastantes cosas porque no me gustó cómo quedaron), tiene que ser al final una buena historia en un lenguaje trabajado que grite el tema que yo quería describir.

—¿Cuáles son las fuentes de las que te nutrís para alimentar tus creaciones literarias?
—Creo que esto ya lo contesté. Yo tengo fuentes literarias para los recursos y fuentes de la “realidad” para los argumentos. Las de la literatura son de literatura de adultos (que estudié siempre como docente y que leo como lectora; casi no leo literatura infantil) y generalmente, son fuentes de literatura de los EEUU, que es la que me gusta. Y dentro de esa literatura, las de minorías, sobre todo la de los negros descendientes de esclavos y las de los descendientes de los habitantes originarios (lakotas, navajos, chippewas, inuits, y demás). Las historias las saco de la “realidad”, digamos diarios, experiencias que yo pasé, cosas que me cuentan otros, noticias en la radio, todo eso.

—En muchos de tus libros la naturaleza es la gran protagonista, ¿qué vivencias personales te llevaron a escribir sobre esa temática?
—Yo tengo dos temáticas principales (creo): una política (el poder, y la historia, la dictadura, que viví en carne propia; el 2001, etc) y una que tiene que ver con la relación seres humanos-naturaleza. Ese segundo tema me lleva muchas veces (no siempre, no fue así en “El agua quieta” ni en “El bosque del primer piso”) a escribir fantasía, escribir sobre un mundo que yo invento con mapa y leyes propias, un mundo donde hay magia. Creo que fue porque entre los dos y los cinco años, viví con mis abuelos en el campo profundo (sin luz eléctrica ni agua corriente, digo, campo campo) del norte de Santa Fe, cerca de Tostado. Amé ese lugar que para mis abuelos era bastante terrible porque era una tierra mala que costaba mucho trabajar. Pero a mí y a mi hermano nos mantenían a un costado y para mí fue el paraíso más absoluto. Aprendí a andar a caballo a los cuatro años. Después, a la edad de la escuela, vine a vivir a Banfield (seis cuadras de donde vivo ahora) con mis viejos (que antes me visitaban muy seguido en la casa de mis abuelos, cuando trabajaban los dos por eso me dejaban ahí y yo lo agradezco) pero volvía todos los veranos a Santa Fe, hasta que cuando tenía diez u once años, mi abuelo se enfermó y no volvimos más y el campo se vendió o se perdió, no sé muy bien. Yo amé todo ahí: los caballos, los perros, los sembradíos, hasta las serpientes que veíamos. Y ahora vivo en una casa y no en un departamento, porque no puedo vivir sin animales. He tenido muchos más que ahora, que tengo dos, una gata y un perro, y un hijo que estudia zoología. Para mí, la cuestión de nuestra convivencia con la Naturaleza es central para todos. Debería serlo porque nos estamos suicidando como especie. Y después, cuando estudié literatura amerindia estadounidense, vi que la visión del mundo de los amerindios (todos, también los de Sudamérica) tenía la solución de esa convivencia: no pensar que el ser humano vale más que todo lo que lo rodea, no pensar que es el único hecho a imagen y semejanza de Dios, sino que somos del mismo valor que cualquier animal, que cualquier árbol, planta, piedra, que el agua, que el planeta, que es el único dios en el que yo puedo creer. Valemos todos lo mismo y por eso no tenemos derecho a destruir la naturaleza. No estamos por encima de ella. Es ese tipo de visión del mundo el que trato de reflejar en mis libros de fantasía.

—¿Sentís que el género fantástico te permite sumergirte en mundos en los que te gustaría vivir?
—No. No es eso. Yo siempre fui lectora de fantasía (fantasía, NO ciencia ficción, que me interesa menos, aunque escribí “La charla” dentro de ese otro género) pero no me animaba a escribirla. Era un poco como con el policial, pero sé que no puedo escribir policiales. Soy una amante del ese género, pero mi manera de escribir, sin planificar, sentándome y dejando que todo salga de la birome, es imposible para el policial, donde hay que tener la cosa planificada desde el comienzo. Con la fantasía, en cambio, fue un grave error no escribirla desde el principio. Yo no lo havcía porque de alguna forma había dejado que los escritores estadounidenses de fantasía (Ursula K. LeGuin, Barbara Hambly, Lois McMasters Bujold, no sé, los que más me interesan son mujeres; nunca me gustó Tolkien) me convencieran de que no se podía escribir fantasía en castellano, una actitud muy, muy de aceptar el colonialismo cultural. Y después, pasaron dos cosas. Primero, leí a Bodoc, mi mejor amiga hasta el último febrero (la sigo llorando). Y ella era argentina. Segundo, hice una visita a una reservación guaraní en Brasil, en la ciudad de Vitoria y vi ahí lo que significaba tener una visión del mundo igualitaria entre seres humanos y naturaleza. Lo vi en lugar de leerlo (ya lo conocía bien, había ido a hablar de literatura amerindia estadounidense a Vitoria, como académica). No es lo mismo ver que leer (yo siempre digo que los libros son maravillosos pero la vida es el centro de todo). Y lo terminé de descubrir cuando fuimos a ver al cacique en un gran galpón sin ventanas y tomamos mate con él, que era todo un políglota; hablaba en castellano argentino conmigo, en guaraní con los suyos y en portugués con mis amigos de Vitoria, los que me habían llevado; estábamos sentados ahí y entraban y salían enormes tucanes por las ventanas, pájaros del bosque; tanto que una de las que nos acompañaba se puso molesta -la verdad, daba miedo- y preguntó “¿Por qué no cierran las ventanas con mosquitero?”, y entonces el cacique dijo en muy, muy pocas palabras la base de la visión amerindia del mundo: “Si cerramos las paredes, ¿cómo entran los pájaros?” preguntó, porque ahí se quiere, se desea que no haya paredes entre humanidad y naturaleza, se desea una relación con el resto del mundo no humano, el contacto directo. Cuando lo vi, repito, supe que tenía que escribir sobre esa forma de entender el mundo. Pero no podía, no puedo ahora ni voy a poder nunca, hacerlo con una literatura “realista” sobre los guaraníes o los lakotas. Eso sería apropiación, yo soy blanca y la historia y la forma de ver de esos pueblos solamente pueden contarlas ellos mismos. Yo soy europea de origen, no puedo hacerlo. Así que me di cuenta de que tenía que inventar un mundo mío con reglas que yo inventara, que copiaran un poco esa forma de ver las cosas. Y así empecé a escribir la “Historia de los Cuatro Rumbos”, mi saga. Eso me dejó hacer la fantasía, contar una forma de vida que sí existe en este mundo, pero transportada a otro por respeto. Igualmente, para mí toda fantasía habla de la Tierra como es ahora. No conocemos otra cosa en realidad.

—¿Es posible exorcizar las oscuridades de la historia, ya sea colectiva o individual, a través de la ficción?
—Yo no quiero exorcizar nada. Yo quiero describir esas oscuridades y hablar de la lucha contra ellas. Para mí (como para los escritores amerindios que estudio), el arte es una herramienta de lucha, un arma más para pelear por un mundo que no se destruya a sí mismo y que no destruya a otros, a los diferentes que tal vez podrían salvarnos a todos. Eso quiero hacer. Y por eso, no creo en una literatura con finales absolutamente oscuros, desoladores, terribles. Porque si la literatura es política (y lo es para mí, siempre), tiene que dejar abierto un camino, una esperanza. Si no, no sirve. Porque si decimos que no hay esperanza, entonces no vale la pena hacer nada. Por eso, estoy en las antípodas de la literatura de mi amigo Esteban Valentino. Mis libros siempre terminan con alguna luz. Nunca en completa oscuridad. Yo respeto a quienes creen que contar una historia absolutamente trágica es una forma de pelear políticamente, pero creo, con Howard Zinn, el historiador, que esa no es la mejor manera. En cuanto a lo colectivo o individual, mi literatura trata de ser colectiva porque esa es la salida. Trato de hacer personajes enteros, comprensibles, queribles u odiables pero humanos, pero intento que ninguno sea el protagonista, excepto en los cuentos muy cortos, donde eso es difícil. Lo mío se da en grupos, es coral casi siempre.

—¿Crees en la magia de las palabras que habitan en los libros?
—Sí, creo… Hay una batalla cultural que dar y yo trato de darla. Hay una autora amerindia estadounidense que yo amo, que amo profundamente. Se llama Leslie Marmon Silko y dijo en una entrevista que ella escribía porque era su mejor manera de hacer política. La literatura era una forma de defender su cultura (la cultura de los laguna pueblo) y el derecho de los laguna pueblo a la tierra que siempre fue de ellos, dijo, y explicó que ella no era buena para ser líder de un movimiento o terminar dirigiendo su comunidad. Solamente podía hacer política en la escritura. Yo hago eso también. Soy extremadamente política (es algo que me enseñaron mis viejos) pero no soy buena ni para militar ni para dirigir nada. Mi lugar para hacer política es la clase o la escritura. No me sale en ningún otro lado. Por supuesto, para que eso funcione, las palabras tienen que tener magia, tienen que ser literatura, no panfleto. Los autores que yo más amo leer (hablo de autores de adultos) hacen ese tipo de literatura y para mí, son mágicos. En ese tipo de magia, creo sí, sin duda.

—¿Hay alguna obra en camino por estos días?
—Sí, empecé hace dos días (al principio voy muy despacio porque no tengo más que una idea general, no sé quiénes son los personajes, no sé mucho sobre lo que viene y estoy muy insegura, tacho muchísimo). Es algo que tiene que ver con la defensa de las semillas no transgénicas del mundo. Digamos que algo contra las grandes compañías que creen que son dueñas de las semillas. No sé si va a llegar a alguna parte, pero surgió por algo que vi en las redes hace poco. Antes, terminé una novela (que presenté ahora a un concurso, pero creo que le faltaba un poco de corrección, lo hice sin tiempo, ya la corregiré después) que se llama “Menos miedo” y se refiere al bullying y a los diferentes, en este caso una nena que tiene dos madres en lugar de una madre y un padre. Veremos qué pasa con eso.

—Si tuvieras que sembrar un sueño, ¿en qué lugar lo harías y por qué?
—Yo trato de sembrar sueños míos cuando escribo (la convivencia pacífica y desjerarquizada entre humanidad y naturaleza, por ejemplo; la convivencia con igualdad entre seres humanos) y de sembrar sueños que comparto cuando enseño (los sueños de los autores que amo, digo, mayormente estadounidenses porque me dediqué a las minorías de ese país desde el doctorado, que terminé a los 33 años, más o menos; y a veces algunos latinoamericanos y africanos, a esos los metí en mis seminarios, no sé, Manuel Scorza, Adichie, Thomas King -que es canadiense-, Pauline Melville, de la Guyana…). Creo que eso es lo que hago, sembrar esos sueños en otras personas, alumnos o lectores.


Márgara Averbach

Nació en 1957 en la Ciudad de Buenos Aires. Es Doctora en Letras y Traductora Literaria. Enseña literatura de los Estados Unidos en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y traducción literaria en el Lenguas Vivas J. R. Fernández y en el Lenguas Vivas Spangenberg. Comenta libros en la revista Ñ y publica libros de ficción para chicos, jóvenes y adultos. Le gusta escribir libros que soñó y también reescribir en castellano los libros que otros escribieron en inglés, que es lo que hace un traductor. En ese rubro, ganó el Premio Conosur de Traducción de Unión Latina en 2007 y el Premio ALIJA a la traducción de literatura infantil en 2010 por “Erase una vez una vieja que tragó una mosca gris”. En 1992, ganó el Primer Premio del Concurso de Cuentos para Chicos de las Madres de Plaza de Mayo con “Jirafa azul, rinoceronte verde”, que fue así su primer libro; fue finalista del Premio Emecé en 2003 (así se publicó “Cuarto menguante”) y su novela “Una cuadra” ganó el premio Cambaceres de la Biblioteca Nacional 2007, publicada en Adriana Hidalgo en 2008. En 2011, recibió el premio “Maestra Latinoamericana de LIJ” del año de “La Hormiguita Viajera” de la CONABIP. Y en 2014, recibió el Diploma Kónex por literatura juvenil entre 2004 y 2014. Tres veces, recibió el Premio Destacados de ALIJA: por su novela juvenil, “El año de la Vaca” (2004), por su traducción de “Había una vez una vieja” (2010) y por su novela infantil “El agua quieta” (2016).

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Entrevistas

Cynthia Edul repasa “El punto de costura”, una obra donde lo familiar y lo laboral disparan y sostienen la historia

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

Es un hilo más otro hilo. Y otro. Manos urdiendo la trama, el lenguaje de los dedos, un sonido que teje. 

Es una palabra encima del hilo, las voces cosidas, el acento en la aguja, un hilván que sostiene.

Es la tela y el hilo en la tela, la tijera y el silencio, texturas superpuestas, voces asomándose entre los puntos, una costura del verbo.

Es antes y después, todos los hilos y todas las palabras, la sintaxis de la trama.

“El punto de costura” es una obra que se introduce en el universo textil, una trama tejida con hilos personales que se expande más allá del escenario.

En diálogo con ContArte Cultura, Cynthia Edul, autora de los textos, directora y responsable de la lectura en la obra, tira de un hilo y de otros, indaga, cose y corta con su voz, con los sonidos que despiertan, texturas y nombres, en el punto de sus propias costuras.

—Sin dudas a lo largo de nuestras vidas existen hilos de historias que nos cosen por dentro, palabras en las telas de los cuerpos, costuras que nos definen. Para comenzar y a modo de presentación, si pudieras elegir la imagen de una “costura” que te represente, ¿cómo sería? ¿Qué hilos formarían parte de esa trama?

—Creo que la imagen textil que me representa es el Boro. En Japón es un tipo de costura como el patchwork que se hace con retazos y esas prendas se heredan de generación en generación. Cada generación sigue usando ese traje y las memorias de toda la familia se conservan en ese texto.

—Y porque hay hilos que permanecen a lo largo del tiempo, nos gustaría llegar a los orígenes, a tu propio primer punto de costura. ¿Qué vivencias personales te acercaron al mundo textil?

—En mi caso, mi familia paterna se dedicó a lo textil. Desde que llegaron de Siria se iniciaron en ese rubro, así que la tradición del trabajo familiar era ese. Y también el mandato de ese negocio pesaba mucho en mi familia. Yo me dediqué a la literatura, pero siempre estuve involucrada en el negocio familiar y en la pandemia me tuve que hacer cargo… no tuve opción. Entonces empecé a escribir sobre qué sentidos puede tener regresar a los oficios familiares, a la historia del trabajo familiar y recuperar mis experiencia con todo ese mundo.

—¿Cuáles fueron los disparadores para empezar a poner en palabras esas vivencias hasta llegar a dar vida a tu obra “El punto de costura”?

—El primer disparador, como comentaba antes, fue el regreso a los oficios familiares textiles en primera persona. A partir de ahí comencé a construir esa primera línea, que tenía que ver directamente con el motivo del regreso. Después empecé a tirar hilos que se relacionaban con la historia familiar: la historia del algodón, las historias de las hilanderas. Y a sumar otras como las historias de opresión y de resistencia a través del textil. Recuperando eso fui reencontrando las vivencias personales, a la luz de otras vivencias, históricas y sociales.

—Toda la escenografía da cuenta de ese universo donde una trama se superpone a la otra, la palabra y la imagen, el sonido y las texturas, ¿quiénes colaboraron en el proceso creativo del mundo textil sobre el escenario?

—La escenografía fue algo que fuimos construyendo con María Venancio y Nicolás Zuñiga, en un principio, y luego con Sebastián Francia. La idea era hilar texto, imagen y sonoridad, construyendo de alguna manera las mesas de costura. En una trabaja Guillermina Etkin y en otra yo, con un espacio que es la alfombra, el espacio textil tan sagrado para muchas religiones también. Y así, simplificando pero dándole sentido específico a cada función, fuimos construyendo ese espacio, que tiene en el centro al telar y la máquina de coser. Dos elementos que se vuelven centrales en el relato.

—También hay un trabajo muy interesante con la música, un paisaje sonoro que se une a la voz y al piano para crear texturas nuevas. ¿Cómo fue el trabajo con Guillermina para lograr esa fusión de sonidos que ayudan a narrar?

—Con Guillermina leíamos el texto y a partir de eso ella empezaba a componer sonoridades, canciones, tonos, que expresaran el sentido profundo que le provocaba lo que leía. Así que fuimos buscando parte por parte, investigando la sonoridad en cada momento. Además, teníamos una premisa que era usar los textiles como elementos sonoros: de ahí el telar, la máquina de coser, las telas, el costurero y la amplificación de esos sonidos que, como decía John Cage, “actúan”.

—Para concluir, detengámonos entonces en esos sonidos. Si pudieras elegir el que represente el espíritu de la obra, ¿cuál sería y por qué?

—Difícil pregunta, pero si tengo que elegir uno: la máquina de coser. Ese sonido mecánico y al mismo tiempo familiar, ese objeto con el que trabajaron nuestras abuelas, nuestras madres, nuestras tías. Hay está el espíritu de las mujeres costureras. Creo que ese representa muy bien el espíritu de la obra.

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Gabriela Margall: “Necesitaba una vuelta a mis raíces y ahí estaban los libros esperando”

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

El fuego arrasa, incendia los nombres. Es la guerra sobre el amor, que resiste y se deja abrazar por las llamas. Hay una revolución en los cuerpos, una intuición de libertad, como si adentro y afuera se encontraran en una misma batalla.

Y es que los combates se dan primero en los cuerpos, en las ideas capaces de encender otras chispas y alimentar otras llamas.

Tres mujeres, tres historias atravesadas por el fuego y por la guerra. Tres deseos de libertad encerrados en aquello que no puede nombrarse, pero igual crece.

La trilogía de Gabriela Margall, que incluye sus novelas “Si encuentro tu nombre en el fuego”, “Con solo nombrarte” y “La viajera del sur” y fue publicada por Del Fondo Editorial, recorre los tiempos de las invasiones inglesas y de las guerras napoleónicas para sumergir a los lectores en tres historias de amor capaces de resistir cualquier batalla.

ContArte Cultura charló con la autora e historiadora para acercarnos al proceso de escritura de esta saga, cuyas protagonistas seguramente serán capaces de trascender las páginas que las contienen a través de cada lectura.

—La guerra y la libertad son dos temas que atraviesan tu trilogía. Entre las páginas se desatan revoluciones históricas pero también las personales. Vamos a detenernos ahí. Para comenzar esta charla y a modo de presentación, hagamos foco en esos movimientos personales que te llevaron a escribir a las protagonistas femeninas de estas novelas. Si pudieras elegir dos cosas de esas mujeres en las que te veas reflejada, ¿cuáles serían?

—No siempre construyo personajes porque me reflejo en ellos. Si hago una historia de las protagonistas, probablemente no haya muchas características similares. De hecho, me gusta trabajar con personajes y elementos que no tienen que ver conmigo, porque lo que me interesa es la reconstrucción de un período histórico y qué ocurría con los seres humanos dentro de ese tiempo. 

—Como todo tiene un comienzo y un final que suelen tocarse, nos gustaría llegar a ese punto de contacto: ¿Qué fue lo que te movilizó para escribir aquella primera novela “Si encuentro tu nombre en el fuego” y luego de tantos años llegar a la escritura de “La viajera del sur” para cerrar la historia de la familia Torres?

—Como decía antes, lo que me gusta es la reconstrucción de un período histórico. El fin del Virreinato del Río de la Plato, las Invasiones Inglesas, la Revolución de Mayo y la guerra por la independencia de España, son períodos que están muy estudiados en la historia argentina. Tenemos mucha información, incluso sobre la actuación de las mujeres y otros sectores subalternos. Escribir esa historia, incluso desde la ficción, es una de mis cosas favoritas.

—En ese lapso de tiempo entre una y otra obra escribiste “Con solo nombrarte”, una novela ambientada en los escenarios de la segunda invasión inglesa a Buenos Aires. ¿Cómo fue el proceso de reconstruir aquellos días y de darle continuidad a tu primera historia?

Si encuentro tu nombre en el fuego y Con solo nombrarte fueron concebidas juntas. Las dos salieron para los bicentenarios de la primera y segunda invasión inglesa y por eso nunca existió la urgencia de continuar la historia. Y tampoco hubo urgencia después, sino que fue un proceso de cambio y continuidad que se dio con los años. Necesitaba una vuelta a mis raíces y ahí estaban los libros esperando.

—Si hay un punto en común en esta trilogía es la presencia de mujeres fuertes, que se atreven a todo, algo que no era común en esos tiempos, ¿de qué manera trabajaste para darle vida a cada una de tus protagonistas?

—En las tres protagonistas lo que busqué fue “ir un poco más allá”. Las tres, Paula, Jimena, Julieta, tienen una base histórica, podemos establecer que sí, que algunas mujeres hicieron lo que hacen ellas (con algunos límites). Lo que busqué en las novelas fue que eso que hacían (el acceso a libros y organización de reuniones, la participación en batallas y el comercio y actuación como espías) quedase bien definido y con algunas licencias. Pero todo tiene un anclaje en la realidad.

—Más allá de los vínculos de sangre que las unen, qué  te parece que podría representar a tus tres protagonistas: Paula, Jimena y Julieta.

—Están en el mismo punto de vista político, las tres son parte de ese grupo que va a liderar el proceso de revolución e independencia de España. A veces se considera que solo son hombres los que tenían ideas políticas, pero basta leer las cartas de Guadalupe Cuenca a Mariano Moreno para saber que ella tenía un conocimiento claro de la realidad política del momento.

—Y hablando de Julieta, ella es la que va a cruzar el océano para hacerse parte de otra guerra, ¿qué fue lo que más disfrutaste o padeciste al momento de “viajar” con ella hacia los tiempos napoleónicos.

—Mucho antes de que supiera qué historia iba a contar con Julieta, sabía que iba a ser una novela de viajes. Así que fue un proceso tranquilo.

—¿Cuál fue la batalla que más te costó escribir y por qué?

—La batalla por la Reconquista de Buenos Aires en Con solo nombrarte. Conocía bien la ciudad y las calles, pero las tropas de ambos bandos avanzaban y retrocedían, entraban en casas, había túneles, arroyos en la ciudad, no fue sencillo tener todo eso en la cabeza y traducirlo en una novela.

—Más allá de las guerras, cerca de ellas siempre late el amor, ¿de qué manera surgieron en vos las historias de amor de tus protagonistas?

—Siempre pienso en los protagonistas como una pareja, nacen así, y considero con atención qué es lo que los separa, porque es el centro de la novela, y cómo se va a resolver, si es que se resuelve.

—Con la trilogía completa, ¿qué sigue ahora en el universo Margall?

—Veremos. Hay varias cosas que tengo en mente y no me alcanza el tiempo para todas. La historia siempre está presente, aunque me gustaría probar con la épica fantástica.

—Para terminar, te invitamos a elegir tres telas o vestimentas que representen respectivamente a cada una de tus novelas.

Si encuentro tu nombre en el fuego: una mantilla de encaje.
Con solo nombrarte: un abanico.
La viajera del sur: un vestido verde oscuro.

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Verónica Sordelli: “Escribir fue la manera de leer mi vida”

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

Las huellas de sus pies desaparecen, se hunden en la arena como si nada hubiera existido, después de los deseos. Son partículas de tiempo disolviéndose, nada. Cada paso los acerca y los aleja. Son un espejismo de sus propias palabras. No basta con pronunciar sus nombres, el viento se los lleva, los arrastra al vacío, donde alguna vez existieron castillos de arena.

“Castillos de arena”, la última novela de Verónica Sordelli, cuenta una historia que se pierde en las arenas del desierto, en un escenario que muta para dejar en los lectores un viento de preguntas que, poco a poco, van revelando los otros desiertos, los que habitan en el interior de sus protagonistas.

En diálogo con ContArte Cultura, la autora cuenta acerca de su propia ruta en el camino de la escritura, especialmente de su última obra, donde invita al lector a viajar a través de sus palabras.

—La arena, su liviandad, esa convergencia de partículas en movimiento y la textura al pisarla suelen llevarnos a distintos escenarios donde nuestros pies han dejado sus marcas. En tu novela el desierto es un gran protagonista, es por eso que para comenzar nos gustaría detenernos en las sensaciones que la arena haya despertado en vos, en sus huellas, que de alguna manera puedan ayudar a presentarte.

—Soy de Necochea, la arena me acompaña desde mi infancia. Siempre fue la misma, soy yo la que con el paso de los años la fui viendo distinta, porque en cada etapa de mi vida despertó sensaciones diversas: una infancia construida de la misma manera que con la pala y los rastrillos se construyen los pozos esperando que desde su interior surja el mar. El asombro de no entender por qué sucedía y la alegría de que así fuera. Una adolescencia donde la arena representó los fogones con amigos, el primer beso de amor y tal vez la primera lágrima de desamor. Una adultez donde comencé a caminarla, y se la presenté a mis hijos y los ayudé a construir sus castillos y los escuché gritar de alegría y tuve que consolarlos cuando el mar, en cuestión de segundos, los desmoronaba. Miré muchas veces para atrás, no estaban solamente mis huellas, y lloré mucho despidiendo algunas que se fueron y agradecí recibiendo a aquellas que se sumaron. ¡Y si! ¡Así es la vida! Y como aquella niña siento el asombro de no saber porque sucede y la alegría de que así sea.

—Y en ese desplazamiento que significa viajar, vayamos a tus comienzos como escritora. ¿Recordás en qué momento de tu vida se despertó tu deseo de contar historias?

—Mi primera novela surgió de la necesidad de contar la historia de las playas de Quequén, una historia llena de naufragios, con uno de los hoteles más imponentes de Sudamérica. El momento exacto fue cuando una de las tantas mañanas que salí a trotar por la costa, sentí el privilegio de vivir en este maravilloso lugar. 

—Mirando hacia atrás, ¿qué hilos temáticos atraviesan todas tus obras?

—Escribir fue la manera de leer mi vida. En mis libros estoy. Entonces diría que el hilo rojo que une a mis novelas es la mujer. En algunos momentos de la historia, o de la cultura en la que vivió, no tuvo demasiado o ningún poder de decisión, en otros pudo hacerlo. Pero siempre luchó para ser fiel a sus pensamientos.

—Tu novela “Castillos de arena”, publicada por Del Fondo Editorial, es una historia de amor y de fusión de culturas, ¿cuál fue el disparador para su escritura?

—La importancia que tiene la religión en la cultura árabe y la maravillosa diferencia con el occidente me llevó a preguntarme: ¿Qué tenemos en común? Por encima de toda diferencia tenemos en común el amor. A partir de ahí comenzó la historia.

—¿Cómo viviste el proceso de cruzar el desierto para acercarte a una cultura tan diferente de la nuestra?

—Agradezco haber podido viajar en tres oportunidades a encontrarme con la cultura árabe. En cada una de ellas mi premisa fue no cuestionarla y respetarla. Fue lo que me ayudó a entender la importancia de los mandatos sociales y religiosos en sus vidas y como viven para cumplirlos. Fue también entender que somos distintos, ni mejores ni peores, solo distintos. Toda cultura se merece ser respetada, pero creo que para lograrlo hay que estudiarla, no desde los extremismos porque gente mala y buena hay en todas, sino desde la esencia del ser humano.

—¿Qué o quiénes te ayudaron a darle vida a Jayif, el protagonista de “Castillos de arena”?

—Jayif fue creado a partir del lugar que ocupaba en su cultura y con los mandatos que ella le imponía.

—Y si tuvieras que definir a Elena, tu otra protagonista, en una sola palabra, ¿cuál sería?

—Superación

—Al avanzar en la historia aparecen situaciones límite donde el dolor y la muerte envuelven a tus personajes, ¿qué fue lo que más te costó al momento de escribir esas escenas?

—Investigué y leí muchísimos testimonios. Lo más difícil fue aceptar que se trataba de situaciones reales.

—Un deseo sin spoilear… ¿hay vida después de la muerte?

—No lo sé, sólo puedo afirmar que la muerte es la no presencia física, pero siempre estaremos vivos en el recuerdo de aquellos que nos aman. Dicen que la vida es corta, pero también dicen que las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan.

—Para terminar, ¿qué aroma creés que representaría a tus “Castillos de arena” y por qué?

—Mi preferido: el perfume que siento cuando abrazo a una persona que amo. Porque el amor sana y salva.

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