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Literatura

Selva Canela, una editorial con historias de países lejanos

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“¿Por qué siempre leemos libros de los mismos países?”: esa fue la pregunta disparadora que llevó a Iván Saporosi y Agustín Avenali a crear Selva Canela, un sello editorial que apuesta a las traducciones de literatura de rincones del planeta “no tan presentes en nuestras bibliotecas”.

Son amigos desde el colegio primario y se definen como “muy lectores y muy nerds”. Amantes de los mapas y de las curiosidades geográficas, en un momento coincidieron en la sensación de que había algo que se estaban perdiendo. “La mayoría de los libros que leemos son de Argentina, América Latina, algunos países de Europa Occidental, Estados Unidos… ahora hay una ola de ciertos lugares de Asia, pero no mucho más. Y mayormente de autores masculinos. ¿No se escriben librazos en Senegal, Trinidad y Tobago, Malasia? ¿Por qué no nos llegan?”, plantea Avelani.

Lentamente, esa inquietud se fue transformando en ganas de iniciar un proyecto editorial con la idea de traer al país a esos títulos de lugares remotos, usualmente fuera del radar. La pandemia brindó el marco para poder darle forma. Iván hizo un taller de edición con el reconocido autor Antonio Santa Ana, al que hoy consideran “padrino” del sello, con quien se empapó en las cuestiones formales para que la iniciativa pudiera zarpar.

Así, con más dudas que certezas, en 2021 llegó el debut: “Los sueños del gato salvaje”, del australiano Mudrooroo, traducida por Martín Felipe Castagnet. “Fue el primer libro publicado de un aborigen de ese país, en la década del sesenta. Es una novela corta, muy profunda y con toques de Jack Kerouac. Cuenta la historia de un joven mestizo, que pasó toda su vida encerrado en instituciones, y de pronto sale y tiene que encontrar su lugar en una sociedad que alternadamente le da la espalda o lo considera una curiosidad de circo”, refiere Saporosi.

Desde los márgenes, fueron moldeando su catálogo, con libros provenientes de puntos lejanos, tanto geográfica como culturalmente: Uganda, China y Marruecos. “También fuimos desarrollando otra línea, con literatura de culturas menos mainstream dentro de países más ‘de siempre’, como la novela “Tierra de la noche”, de Louis Owens, un policial ambientado en la atmósfera cherokee de Nuevo México, en Estados Unidos, con traducción de Márgara Averbach“, añade el editor.

“A su vez, también nos gusta revolver en cajones y encontrar viejas joyas literarias que quedaron olvidadas en la historia. Entre esos rescates destacamos a “Jim Click o La invención maravillosa”, del francés Fernand Fleuret, traducido por Matías Battistón, una novela en varias capas que parodia a las viejas historias de marineros y le agrega un giro de ciencia ficción que es una delicia”, explica Avenali.

Todas estas inquietudes confluyen para conformar el catálogo de Selva Canela, que ya cuenta con siete publicaciones. “Nos gusta imaginarnos en el rol de viejos exploradores que regresaban de sus viajes con tesoros de tierras lejanas. Queremos traer en nuestros libros las voces de otras culturas, otras formas de ver el mundo, otros problemas. Que, además del placer de la lectura, ayuden a enriquecer la mirada y a despertar la curiosidad por lo que pasa en otros lugares”, define el editor.

A la hora de mencionar grandes hitos en la corta historia de la editorial, ambos coinciden en resaltar la visita de la china Wang Ping, autora de “La última virgen comunista”, traducido por Aurora Humarán, quien en 2023 viajó a Buenos Aires para dar una charla en la Feria de Editores, de la que ya son habitués. Junto a la traductora, la escritora habló sobre el valor del arte para el desarrollo personal y social y los distintos enfoques desde Oriente y Occidente. “Tuvo un gran recibimiento de parte del público y se llevó una muy linda impresión de Argentina”, recuerda Saporosi.

En mayo de 2024 llegó a librerías de todo el país, merced a la distribución de Blatt & Ríos, el séptimo libro de la editorial: “En país ocupado”, cuentos del belga André Baillon con traducción de Salomé Landivar. Según cuentan, a través de estas historias el autor “explora a la sociedad belga de principios de siglo XX, con escenas cotidianas de gente común que muestran virtudes y miserias tanto en tiempo de paz como en la crudeza de la Primera Guerra Mundial”. “Están escritos con cierta inocencia, matizada con humor agudo y gusto por lo absurdo, con algunos giros kafkianos que le dan un sabor especial a los textos”, agregan.

Mientras tanto, avanza el trabajo para lo que se viene este año: una poderosa novela haitiana de una escritora contemporánea, narrada de forma coral, que “cuenta las desventuras de una familia en medio de las tensiones de una capital desigual, empobrecida y violenta”, con referencias a la cultura vudú y “una marcada sensibilidad”.

Selva Canela no es ajena a las dificultades de la industria editorial, con altos costos por el valor del papel y el escaso retorno. “Intentamos tener precios accesibles para llegar a más gente”, subrayan, y lamentan que “si bien la tormenta en el mundo del libro lleva un largo rato, en esta coyuntura se hace todavía más complicado poder pensar hacia adelante”. “Por eso tratamos de avanzar de a pasos cortitos, mientras buscamos alcanzar a nuevos lectores que se copen con nuestra propuesta y a más rincones del país”, concluyen.

(Fuente: Agencia Noticias Argentinas)

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Literatura

Se celebra en la Argentina el Día del Escritor

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Este 13 de junio, como sucede cada años, se celebra en la Argentina el Día del Escritor. La conmemoración es en honor al nacimiento de Leopoldo Lugones (1874-1938), un artista que a través de sus variadas obras lideró la vanguardia literaria del modernismo de finales del siglo XIX.

Lugones nació en la localidad cordobesa de Villa María del Río Seco, se suicidó el 18 de febrero de 1938 en un hotel del Tigre y fue la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), la que estableció la fecha de su nacimiento para esta conmemoración.

Poeta, narrador, bibliotecario, pedagogo y ensayista, en su obra forjó de hecho una vanguardia literaria que rompió con la herencia hispanista y sentó así las bases de una literatura moderna, siempre en la búsqueda de una lengua propia para nuestro país.

Fue autor de una treintena de libros, entre ellos, “Los crepúsculos del jardín”, “Las fuerzas extrañas”, “Las horas doradas” y “La guerra gaucha”, que fue llevada al cine en 1942 por Lucas Demare.

Para Lugones el rol del escritor estaba unido al destino de su país y, por lo tanto, debía ser parte de su acción política. Admirador de las bibliotecas populares, dirigió hasta su muerte la Biblioteca Nacional de Maestros y contribuyó a diseñar una reforma para la educación secundaria argentina.

Al mismo tiempo, algunos de sus ensayos se constituyeron en hitos de la cultura argentina. Las conferencias que brindó en el teatro Odeón sobre el “Martín Fierro”, en las que comparaba al guacho con la épica homérica, tienen mucho que ver en su constitución como “libro nacional”.

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Textos para escuchar

Amigos por el viento – Liliana Bodoc

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Julieta Díaz
lee el cuento Amigos por el viento, de Liliana Bodoc.

A veces, la vida se comporta como un viento: desordena y arrasa. Algo susurra pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta lo que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojo con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve mas rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresara la calma.

Así ocurrió el día que papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Yo recuerdo la puerta que se cerró detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio.

– Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
– Me parece bien – mentí.

Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:

– No me lo estás deciendo muy convencida…
– Yo no tengo que estar convencida.
– ¿Y eso que significa? – preguntó la mujer que más preguntas me hizo en mi vida.

Me vi obligada a levantar los ojos del libro:

– Significa que es tu cumpleaños, y no el mío – respondí.

La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.

– Se van a entender bien – dijo mamá -. Juanjo tiene tu edad.

La gata, único ser que entendía mi desolación, saltó sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas como estalactitas en el congelador, disfrazadas de pedacitos de cristal. “Se me acaba de romper una copa”, inventaba mamá, que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrozas hechicerías.

Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, aparecía un tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Después pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir.

– Me voy a arreglar un poco – dijo mamá mirándose las manos. – Lo único que falta es que lleguen y me encuentren hecha un desastre.
– ¿Qué te vas a poner? – le pregunté en un supremo esfuerzo de amor.
– El vestido azul.

Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo que me esperaba.
Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con tal de desmerecer a mi gata.
Pude verlo por mi casa transitando con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, aún más que ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones.

– ¡Mamá! – grité pegada a la puerta del baño.
– ¿Qué pasa? – me respondió desde la ducha.
– ¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos?

El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo esperaba.

– ¿Palabras que parecen ruidos? – repitió.
– Sí. – Y aclaré -: Plum, Plaf, Ugg…

¡Ring!

– Por favor – dijo mamá -, están llamando.

No tuve más remedio que abrir la puerta.

– ¡Hola! – dijeron las rosas que traía Ricardo.
– ¡Hola! – dijo Ricardo asomado detrás de las rosas.

Yo mira a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta una remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto.
Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul les quedaba muy bien a sus cejas espesas.

– Podrían ir a escuchar música a tu habitación – sugirió la mujer que cumplía años, desesperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados.

Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas:

– ¿Cuánto hace que se murió tu mamá?

Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.

– Cuatro años – contestó.

Pero mi rabia no se conformó con eso:

– ¿Y cómo fue? – volví a preguntar.

Esta vez, entrecerró los ojos.
Yo esperaba oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.

– Fue… fue como un viento – dijo.

Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?

– ¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? – pregunté.
– Sí, es ese.
– ¿Y también susurra…?
– Mi viento susurraba – dijo Juanjo -. Pero no entendí lo que decía.
– Yo tampoco entendí. – Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza.

Pasó un silencio.

– Un viento tan fuerte que movió los edificios – dijo él -. Y éso que los edificios tienen raíces…

Pasó una respiración.

– A mí se me ensuciaron los ojos – dije.

Pasaron dos.

– A mí también.
– ¿Tu papá cerró las ventanas? – pregunté.
– Sí.
– Mi mamá también.
– ¿Por qué lo habrán hecho? – Juanjo parecía asustado.
– Debe de haber sido para que algo quedara en su sitio.

A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.

– Si querés vamos a comer cocadas – le dije.

Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quizá ya era tiempo de abrir las ventanas.

(Audio extraído del programa Calibroscopio del Canal Pakapaka)

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Historias Reflejadas

“Más allá de la luna”

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Más allá de la Luna

Alguien se había robado la luna. O una parte de ella. Justo ahora que la otra Luna se había ido sin avisar. En eso estaba el niño, que más tarde sería un grande, cuando pudo escuchar lo que los animales comentaban.

No importa lo que dijo la rana, ni el gato, ni los otros gatos del tejado. Ni siquiera es importante lo que susurró la paloma. Lo verdaderamente terrible es que, fuera por el motivo que fuera, la luna había desaparecido. ¿Cuántas lunas había? ¡Qué confusión!

Tal vez, pensaba el niño, a la luna le gustaba cambiar y como era muy coqueta había días en los que no se dejaba ver. En esas noches oscuras, cuando ella estaba sin estar, muchos artistas la pintaban en cielos dibujados para que nadie dejara de admirarla. “¿Y mi Luna?” se preguntaba.

Había que buscar las tres caras de la luna. ¡Además de la suya! ¿Sólo por coquetería a veces se escondía?  Era necesario bucear en las noches, mirar un poco más allá para que la luna valiera la pena.

En medio de tanto enredo, el niño, que después fue un grande, hizo un descubrimiento que le permitió mirar el lado oculto de las cosas, las cercanas y las lejanas.

Cierta tarde, cuando sus preguntas se habían enmarañado en una tristeza inexplicable, una lágrima se convirtió en respuesta. Primero fue una idea y muy pronto su imaginación se puso en marcha. Fue justamente por eso que a partir de entonces la vida del niño se transformó. Había nacido un genio, de esos que inventan cosas para que las verdades se revelen.

Un tiempo después, aquel pequeño inventor miraba por la ventana con un gran catalejo todo lo que había más allá de la luna. A su lado otra Luna, que había estado jugando a las escondidas, movía la cola.

 Andrea Viveca Sanz

Se reflejan en esta historia: “Galileo y el cataestrellas”, con textos de Carlos Pinto e ilustraciones de Leo Bolzicco; “Una luna junto a la laguna”, de Adela Basch con ilustraciones de Alberto Pez; “La mejor luna”, de Liliana Bodoc; y “El hombre que creía en la luna”, de Esteban Valentino.

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