Textos para escuchar
Álbum de figuritas – Graciela Aletti
Graciela Aletti narra su cuento Álbum de figuritas
Me enamoré de Cachito, en sexto grado, en el mismísimo momento que él, antes de salir al recreo largo, sacó de la cartuchera la figurita abrillantada y la colocó sobre mi pupitre; justo tapando el agujero donde iba el tintero. Era la última que me faltaba para llenar el álbum. El ramo de rosas rojas… toda llena de brillitos. Lo miré y le estampé un beso cerca de la comisura del labio, menos mal que la maestra no me vio. Salí corriendo a mostrársela a Dorita, mi mejor amiga, también le conté del beso. Cuando sonó el timbre para volver al aula, él seguía parado en el mismo lugar, con los cachetes enrojecidos que la maestra le dijo: ¿Carlos Alberto Pérez… se siente bien? y la buchona de Dorita gritó: ¡Cachito tiene novia! ¡Tiene novia! ¡Chela es la novia!
Y así empezó el noviazgo; juntos a los cumpleaños de 15, él de saco y corbata y yo … rellenando el corpiño con algodón para parecer más señorita; juntos a los malones (yo llevaba una torta y Cachito la Vidú Cola. Bailábamos lentos; me gustaba más el twist pero Cachito no tenía habilidades para el baile, así que para que no se pusiera celoso me quedaba sentada… aburrida.
En el picnic para la primavera íbamos a la quinta del hijo del Intendente y jugábamos a la botellita, claro que nadie se animaba a darme un beso… Yo le era fiel a Cachito.
A los 19 años, Cachito entró al ferrocarril, compramos el terrenito, y los fines de semana, ladrillo tras ladrillo hicimos la casa. Y a los 20 me casé con él, por civil, por iglesia y virgen como Dios mandaba.
La heladera me la regalaron mis padres, una Siam verde; en la puerta le pegué la figurita: nuestro signo de amor. Al año nacieron los mellizos y me regaló la Singer… así ahorraba en la ropa.
Cachito se iba temprano, yo limpiaba, cocinaba, cosía y cuidaba a los niños; los domingos… ravioles con su madre viuda y al otro domingo asado con mis padres.
Cachito era bueno y previsible… para cada cumpleaños me compraba un electrodoméstico y para el día de la madre o para el arbolito de Navidad también. Bueno pero aburrido y olvidadizo… tenía que recordarle… Cachito ¿pagaste la boleta luz? Cachito ¿encargaste la garrafa? Todavía no teníamos gas natural porque Cachito se olvidó de hacer el trámite cuando vino la cuadrilla.
Siempre tenía velas (otra vez nos cortaron la luz… Cachito ¡no pagaste la boleta!), las encendía y me quedaba mirando como iluminaba la figurita, que año tras año iba perdiendo los brillitos… como se perdía mi amor por Cachito.
Creo que la Providencia, el Destino o la Cooperativa eléctrica ante las reiteradas cuentas impagas, decidió mandar a casa al cobrador… un muchacho de anteojitos, menudo y tímido, que según decía Dorita, que seguía siendo mi amiga, que era algo raro…. tenía la manía de agregarles a las boletas poemas de amor…
El primero dudé en aceptárselo por si lo veía Cachito, que seguí siendo celoso… pero al final lo tomé con las manos, lo doblé y me lo metí en el corpiño, como el relleno de algodón de cuando era jovencita. Lo leí cuando Cachito se durmió y temblé de emoción… “esa muchacha de pechos de luna, esas manos perfumadas de azahares, ese amor que explotaba como fuegos artificiales”, (así decía el poema) sentí que era yo.
Al siguiente mes, lo esperé perfumada con Mary Stuart, que me habían comprado los mellizos, y me puse el vestido de los domingos, total Cachito, que ya era jefe de estación, casi todo el día estaba controlando los horarios de los trenes. Y el cobrador llegó con la boleta impaga y un atrevido poema… casi erótico… ¡tan tímido no era!
Se fue cuando sentimos el silbido del tren nocturno. Me cambié… arreglé las sábanas y guardé el poema… siempre en el corpiño.
Un año de poesías y amor para mí, agradecida de que Cachito no pagara las boletas y al ferrocarril que lo tenía todo el día ocupado.
Me olvidé de la figurita y el día que se le cayó el último brillo… Armé la valija…, hice una carpeta con los poemas; saqué la figurita de la heladera y la dejé sobre la mesa con una nota:
“Cachito… te la devuelvo… Encontré un álbum mejor…”
Textos para escuchar
La Botella – Gabriela Romero
Gabriela Romero lee su cuento La Botella.
Créame que todavía hoy, ni estando en este lugar, puedo definir si lo que pasó aquella noche fue una maldición o si estaba predeterminado. Lo cierto es que mi cuñado Alfonso hizo una pregunta y el universo se las ingenió para responderle. Todo comenzó el 20 de noviembre de 1991 durante el festejo de los treinta y un años de mi hermana Sonia. Solo estábamos la familia. Los cinco hermanos: cuatro mujeres y un varón. Y nuestras respectivas parejas. Más nuestra madre, que quedó viuda joven. Más los tres hijos de Sonia, la que está allá; los dos de Mercedes, y la única nena que al momento tenía Silvana, la que recién se acercó; más los cuatro hijos de nuestro hermano José Arturo y los dos míos. Además de los padres de Alfonso, el marido de Sonia, estaban sus tres hermanos con las esposas y los seis hijos, resultantes de las tres parejas. En total éramos: 37. Muchísimos. Ya habíamos cenado y los chicos corrían por el jardín mientras los adultos conversábamos, algunos dentro del quincho y otros en la galería, o junto al bar que Sonia había armado a un costado de la pileta. Minutos antes de las doce de la noche Alfonso nos llamó para el brindis y nos dijo algo así:
— ¡Gente, vengan a brindar por mi esposa!
Él había ubicado las copas en la barra del bar y nos esperaba con una botella envuelta en una servilleta de tela blanca. Era evidente que alguna broma se traía entre manos porque intentaba ocultar la risa en su mueca ladeada. Lo amenazamos con tirarlo a la pileta si nos bañaba con el champán.
—No soy tan infantil —nos dijo Alfonso y agregó con una voz cavernosa —: ¿¡A ver a quién le toca!?
Entonces hizo presión y el corcho se elevó como un cohete, pero en vez de perderse entre las plantas del jardín o estrellarse lejos en el pasto cayó sobre tres de nosotras. En Sonia, en nuestra cuñada y en mí. Recuerdo nuestro griterío cuando nos golpeó el corcho y la pelea de los nenes por quién se quedaba con ese corcho maldito y también las risas de los otros a causa de nuestros gritos, y de la cara de Alfonso.
— ¿Qué pasó, cuñado? ¿Te salió el tiro por la culata? —le dijo mi hermano José Arturo riéndose.
Todos miramos a Alfonso. No se reía. Mantenía la botella en alto, inmóvil. Sonia caminó hasta él y le quitó la botella de las manos.
— ¡Las Viudas! —gritó—. ¡El champán se llama Las Viudas! —y antes de beber directamente del pico le dijo a su marido—: ¡A tu salud!
— ¡Alfonso, serás el primero en morir! —grité—.
Sí, eso le dije yo. Mi marido se indignó, para él no le es fácil vivir en una familia que tiene humor negro. A Alfonso le bajó la presión. Era de esos tipos que no se aguantan una broma, pero que viven cargando a los demás.
Murió a la semana. El 27 de noviembre de 1991.
Su muerte nos desgarró. Tan imprevista. Y él tan joven. Y tan joven mi hermana y tan chiquitos sus tres hijos. ¿Quién podría creer que se haría realidad lo que sucedió en el cumpleaños de Sonia? Cuando me avisaron creí que era una broma de mal gusto. Decile a Alfonso que se deje de joder, le dije al amigo que me llamó. Y le colgué. El teléfono sonó al instante. Se murió, Malena. Alfonso se murió. Entonces, se me vino a la mente mi sentencia. Serás el primero en morir. ¿Cómo miraría a sus padres?, me pregunté. Aunque después preferí culparlo, al final de cuentas el que había comenzado todo esto había sido él. En su velatorio recordamos lo ocurrido en el cumpleaños de Sonia. Ahora sigo yo, me dijo José Arturo al oído.
Él murió veinte años después, el 15 de julio de 2011.
Qué dolor. Pobre mi madre y mi cuñada y mis cuatro sobrinos. Y hoy estamos acá velando al marido de Mercedes. ¿Usted de dónde conocía a mi cuñado? Sabe, aquella noche mi hermana se encontraba a mi lado, pero a ella el corcho no la tocó. En eso el oráculo falló. Las Viudas. Me pregunto si tal vez aquello que decía mi esposo cuando era un niño, y que mis suegros contaban con tanta gracia, no fue una suerte de amuleto. ¿Un amuleto que lo protege de lo que está escrito o de lo que sucedió a partir de aquella noche? ¿Qué vas a ser cuando seas grande?, le preguntaban mis suegros divertidos con la respuesta que siempre les daba su hijo. Viudo, les respondía él.
Textos para escuchar
Desde la ventana – Vanesa Spinelli
Vanesa Spinelli lee su cuento Desde la ventana, del libro Alma de abril – Historias de amor y desamor.
Ciudad de Buenos Aires, 21 de septiembre de 2015
Amado mío:
Hoy, al fin, he decidido escribirte esta carta a corazón abierto. Fue aquel día, lo recuerdo bien, hace trescientos sesenta y cinco días atrás. Era el inicio de la primavera, cuando al igual que hoy, las gotas de lluvia danzaban intermitentes en puertas y ventanas. Dibujos fugaces de agua, que con delicadeza se formaban en las copas de los árboles. Yo me había servido un café fuerte con dos cucharadas de azúcar; tenía frío, el tiempo no acompañaba la calidez que indicaba el calendario.
Me había sentado en mi sillón blanco con ribetes de encajes marfilados, llevaba puesta una remera larga que tenía la inscripción “Love, Love, Love” en distintas topografías y colores, como anticipando lo que luego sería la tortura más dulce de mi vida. Tomé mi libreta para escribir lo que se me ocurriese; una frase, una palabra, un sentimiento. Llovía y la ventana entreabierta me traía ese aroma húmedo y revuelto que me fascinaba, que me inspiraba. Seguía con frío, ninguna palabra se deslizaba en mí… nada.
Entonces decidí levantarme, acercarme a la ventana, contemplar la calle, la plazoleta, observar a las personas que iban y venían, sonrientes unos; apurados o vacilantes, otros.
El frío se había intensificado, y fue en el mismo instante en el que decidí cerrar la ventana, cuando te vi.
Un temblor me recorrió el cuerpo, sin entender aún mucho a qué emoción tu imagen apelaba. El cabello oscuro, la tez blanca; los ojos, imaginé sin duda, que eran almendrados, profundos. Vestías un sobretodo negro, los zapatos te brillaban. Llevabas un ramo de rosas turquesas. No eran blancas. No eran rojas. Y yo me pregunté para quién serían esas flores que albergabas en tus manos. No pude dejar de mirarte. Sentí envidia. Sentí celos.
Creerás que estoy loca, y a lo mejor estás en lo cierto. Pasaron unos minutos, y la llovizna abrazando tu rostro era una poesía que me atrapaba. No podía cerrar la ventana. No podía dejar de mirarte. Segundos después llegó ella enfundada en un traje de color rosa pastel, con zapatos y cartera haciendo juego, parecía una sirena del océano. Imaginé que sería empresaria, abogada, arquitecta. Nunca supe a qué se dedicaba. La abrazaste delicadamente. Cuando la besaste pude sentir tu beso.
Temblé otra vez y mi mente se interrogó desde cuándo uno se queda estupefacto mirando a alguien, desde lejos, desde una ventana. Le ofreciste las flores con humildad, con dulzura. Ella las rechazó. Tu rostro comenzó a cambiar de expresión: sorpresa, enojo, culpa, tristeza. No sé cuánto duró la conversación, la gesticulación de las manos, el abrazo casi robado que intentaste al final…La vi marcharse, sin detenerse ni un minuto para mirar hacia atrás. Recuerdo perfectamente que te sentaste debajo del árbol de la plazoleta, como para protegerte de tu propio dolor.
Te llevaste las manos a la cara, y mientras vi cómo se desgarraban tus lágrimas, yo sentí que se desgarraba mi alma.
Hubiese corrido para consolarte, para darte calor con mi cuerpo y proponerte un amor sin final. Pero solo pude cerrar la ventana, sentarme de nuevo en mi sofá y preguntarme por qué amamos tanto a quién no nos ama. Desde ese día solo abro la ventana para contemplarte cuando te detenés, a la misma hora, en el mismo lugar, y no pierdo la esperanza de que algún día tendré la valentía suficiente para bajar a la calle, abrazarte y decirte que te he estado amando desde una ventana.
Esperando el milagro…
Con amor, Sofía.
Textos para escuchar
El origen de la risa – Andrea Viveca Sanz
Andrea Viveca Sanz lee su texto El origen de la risa
Una tarde de lluvia, de marea alta, de peces lejanos, de espuma furiosa y vientos helados la luna fue testigo de un acontecimiento especial. Ella guardó entre sus cráteres el secreto que mucho tiempo después revelaría.
Un pez pequeño, de color amarillo intenso, logró ingresar al mundo de una ostra y ambos disfrutaron de ese encuentro casual. Tan contenta estaba la ostra que sus valvas se abrieron deseosas de emitir palabras. Lo que no fueron palabras fueron gestos y entre esos gestos se gestó la risa que con los días fue tomando forma de perla, brillante y nacarada.
Desde entonces, acunada por las aguas y escondida entre las rocas, la risa habita en un grupo de ostras perlíferas.
Fue así que se convirtió en la gran sanadora de los mares. Las ostras abrían sus bocas para mostrar su presencia. Había que estar atentos para verla y tomarla.
Cierto día, la risa quiso salir del agua. Un hombre, primitivo y sereno, la tomó prestada y la guardó en su boca. Desde ese momento anda escondida en los dientes humanos buscando aflorar.
Cuando los labios se abren para dejarla salir ocurre el milagro. Otras bocas imitan el gesto y todas dejan salir a la risa que todo lo cura, que todo lo perdona, que es sabia, fresca y eterna.
La risa se esconde en nuestras almas, se duerme en nuestras bocas, se hermana con las palabras y los gestos y, si nosotros la dejamos, fluye como una luz que todo lo ilumina.
Debes iniciar sesión para publicar un comentario. Acceso