Literatura
Del 8 al 18 de septiembre vuelve la Feria del Libro de Rosario
Por Mateo Fabre (*)
La Feria Internacional del Libro de Rosario (FILR) vuelve en su tercera edición, del jueves 8 al 18 de septiembre al Centro Cultural Roberto Fontanarrosa, y tras dos años de ausencia por la crisis sanitaria, los editores locales esperan con ansias el evento como un impulso comercial para un mercado “muy golpeado”, pero sobre todo para celebrar el reencuentro del público masivo con “la cocina del libro”.
Con la entrañable escritora rosarina, Angélica Gorodischer (1928-2022), como eje principal y el discurso inaugural a cargo de Claudia Piñeiro, la FILR plantea desde su organización una perspectiva plural y diversa que entrecruzará públicos y lectores heterogéneos, con el mundo editorial y destacadas escritoras y escritores como Camila Sosa Villada, Selva Almada, María Teresa Andruetto o Pedro Saborido, entre otros.
En esta tercera edición organizada por el municipio de Rosario junto a la Cámara Argentina del Libro, se espera una participación masiva de los rosarinos tras dos años sin posibilidad de realizar el evento, por lo que la sede amplió sus espacios y albergará a más editoriales y librerías, pero además sumará un área dedicada a las infancias con talleres de lectura, y habilitará un patio con foodtrucks y escenarios para espectáculos musicales.
Ante la inminencia de la inauguración crecen las expectativas de las editoriales independientes rosarinas que serán anfitrionas del evento dedicado al libro más importante del Litoral, que se abre como una posibilidad única para darse a conocer y aumentar las ventas en un contexto económico adverso para proyectar publicaciones y mantener los precios de los textos.
“Rosario tiene sin dudas un gran acervo de editoriales con más de 40 sellos independientes y muchos de ellos estarán presentes en la Feria que funciona como un estímulo importante ya que muchas no pueden llegar a ferias más grandes como la de Buenos Aires”, señala a la agencia de noticias Télam la titular de Beatriz Viterbo Editora, Carolina Rolle.
“Se promueve un entrecruzamiento que habilita un diálogo de los autores con editores y el público lector que se acerca y el público que no lee tanto pero es convocado por otras actividades culturales. Los stands habilitan también los encuentros del público con la cocina del libro, que es algo muy lindo en donde te consultan sobre cuáles son las decisiones que implica el armado de un cierto catálogo o como está pensado y proyectado un libro determinado”, celebra la editora.
“Sin embargo, la coyuntura económica hace difícil sostenerse porque imprimir cuesta cada día más y las ventas no terminan de acomodarse. Para las editoriales chicas, ferias como estas son una muy buena forma de visibilizarse y relacionarse con los lectores, pero también es una inversión porque sostener los stands durante tantos días es difícil”, explica.
En coincidencia, Nicolás Manzi, director de la editorial de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) y dueño del sello Casa Grande, considera que “no es un buen momento para el mercado editorial; de todas formas, durante los días de feria aumentan nuestras ventas y es una instancia en la que aprovechamos toda la difusión y la comunicación que rodea al evento para darnos a conocer”.
En esa línea, Ligia Rossi, titular de la editorial Listocalisto, destaca: “Me parece que más allá de la esperanza de alcanzar volúmenes de ventas importantes, hay un valor cultural y simbólico para la ciudad y los alrededores que hay que destacar”. A su vez, apunta que “este espacio fortalece los lazos entre los mismos editores. Nuestra perspectiva es colectiva y es interesante ayudarse, ver cómo otros resuelven situaciones complicadas que son compartidas y entender que si crece uno crecemos todos”.
“Para las editoriales rosarinas tiene un valor muy significativo jugar de local porque cada vez que uno se moviliza para asistir a ferias en otros lugares es todo un gasto que acá no está”. “Estamos muy contentos de ser los anfitriones de una feria que cada vez es más grande y se referencia cada vez mejor”, remarca.
Las editoriales adelantaron que ofrecerán novedades recién salidas de las imprentas, catálogos completos con acceso a reediciones y primeras ediciones de ejemplares difíciles de conseguir y presentaciones de obras inéditas hasta el momento.
Por su parte los libreros, gracias a la gestión de ese municipio, ofrecerán promociones bancarias para financiar las compras, además de precios y descuentos especiales.
Este año, la Feria rosarina se corre de su fecha habitual -apenas un mes después de la Feria del Libro de Buenos Aires- para realizarse en una temporada más cálida que permitió a los organizadores la utilización del espacio al aire libre que circunda a su sede principal.
De esta manera, en la nueva edición se acrecentó en un 50 por ciento la cantidad de stands de libreros y editoriales, que pasó de 40 a 60 plazas.
La utilización de los espacios exteriores como la explanada y el patio del Centro Cultural Fontanarrosa (San Martín 1080), le permitió a los organizadores diseñar un espacio dedicado a las infancias con juegos y talleres específicos para los más chicos, además de generar un patio gastronómico con foodtrucks, escenarios y una enorme carpa preparada para recibir a un público masivo.
La Feria continúa siendo gratuita y apuesta al mercado local manteniendo un 65 por ciento de los stands reservados para editoriales y librerías rosarinas, e incluso dispone de dos stands gratuitos para editoriales independientes de la ciudad y la región con menor producción comercial para que sus libros también se exhiban.
La programación completa puede consultarse en www.rosario.gob.ar
(*) Agencia de noticias Telam.
Textos para escuchar
El niño de las avispas – Victoria Bayona
Victoria Bayona lee su cuento El niño de las avispas
“¿Por qué lo seguían?”, se preguntaban los habitantes de Cuerno Callado. Por un tiempo, nada más. Después, aunque parezca difícil de creerse, se olvidaron de él. Como si se hubiera desvanecido, no recordaban si había existido o lo habían soñado.
Fermín nació una madrugada en la que las estrellas parecían querer quedarse un tiempo más para esperarlo. Alrededor de las siete, un llanto menudo resonó en la casa. Los primeros insectos atravesaron la ventana poco después. Rodearon la cesta de trigos enlazados que les había regalado el hijo de un terrateniente. La madre reposaba aun dolorida por el parto, y fue el padre quien se encargó de espantarlos. Cerró las hojas de vidrio y vio cómo se agolpaban al otro lado. Buscaban cualquier resquicio para ingresar, rodeando el hogar con zumbidos y golpeteos. Lo que en un principio pareció un capricho curioso de la naturaleza, a los padres terminó por asustarles.
Cubrieron la cuna con velos, sellaron cada hueco, se ocuparon cuidadosamente de abrir solo unos segundos las puertas al entrar y salir, y consiguieron, por escasos meses, mantener a los invasores a raya. Pero Fermín crecía y, después de gatear, caminó. Tan pronto pudo acercar los bancos a los picaportes, era él quien dejaba entrar la plaga y la casa se llenaba de nubes bulliciosas.
Fue examinado por médicos, brujos y curanderas. Nada parecía explicar la atracción que sentían las criaturas por el niño. Picaban a cuanta persona estuviera al alcance. Al niño no. A él lo perdonaban de sus aguijones. Los padres entendieron que algo estaba realmente mal cuando escucharon que la primera palabra que su hijo pronunció fue “avispa”.
—¡No podemos seguir así! —gritó la madre un día, mostrándole al marido sus brazos lacerados—. ¡No podemos!
Lloraba a los gritos, y el niño la observaba parado, aferrado a los barrotes de la cuna. Al menos diez avispas revoloteaban a su alrededor. Cada vez que alguno de sus padres quería levantarlo, lo atacaban.
—Esto tiene que parar —repetía la mujer, hecha un ovillo sobre la cama—, tiene que parar.
Un extraño resentimiento crecía en sus corazones hacia el hijo. Al principio intentaron protegerlo, pero se fueron dando cuenta que los insectos no eran una amenaza para él, al contrario, parecía disfrutar su compañía. Pasaban los años y, aunque aun no pudieran confesarlo en voz alta, comenzaban a planear cómo deshacerse de él.
Casi sin mediar palabra, fueron construyendo una casita entre Cuerno Callado y Casadelmar, rodeada de árboles frondosos, bastante alejada del pueblo. Le pusieron un camastro rústico, una mesa, alacenas repletas de comida. Su plan era ir cada mediodía y cada noche a alimentarlo, que el niño durmiera allí, rodeado de los insectos sin que los afectara a ellos.
Cuando llegó el día, la madre tenía un ojo inflamado por una picadura. El padre ponía sobre las suyas un ungüento que les había formulado una curandera de Puerto Espinos. Hartos del martirio, esperaron a que Fermín, que ya tenía seis años, estuviera dormido. Lo envolvieron en una manta y lo dejaron en la cama que habían hecho para él. Lo miraron unos segundos. Cuando las avispas comenzaron a habitar la casa, huyeron.
Al día siguiente amanecieron sintiéndose extraños. El silencio era pesado. Poderoso. No había dentro de su casa un solo insecto. Nada les picaba. El cuerpo no ostentaba nuevas picaduras. Pero su hijo les faltaba. La madre rompió en llanto. El padre lloró también.
—¿Qué hicimos? —se reprocharon.
Salieron disparados rumbo a la casilla. Se convencieron de que encontrarían otras maneras de poder criarlo, que lo que habían ideado era una locura, que habían estado bajo los influjos de la alucinación producida por las picaduras. Que quizás el niño no hubiera despertado y nunca se enterara de que había pasado la noche lejos.
Cuando llegaron, Fermín no estaba. Desde entonces lo buscaron por todas partes. Pero el niño de las avispas nunca apareció.
Abrió los ojos. El olor era nuevo. Olor a madera. A bosque. Esa no era su casa, no era su cama, sin embargo se sentía bien ese despertar. Tan pronto se incorporó, varias avispas lo rodearon. Miró a un lado, a otro, era una casa pequeña. ¿Por qué estaba ahí? ¿Cómo había llegado? No sabía las respuestas a muchas de esas preguntas, pero en su inocencia terminó de entender algo que rompió su corazón: sus padres ya no lo querían.
Una extraña libertad latió en el pecho lastimado: nada lo aferraba al mundo en el que le tocó nacer. Si no corrió antes había sido por quedarse con ellos. Pero en ese momento, confirmó que había ocurrido algún error y que al fin podía enmendarlo. Extendió la mano con la palma al cielo y varios insectos se posaron en ella. Sonrió. Se sentía conectado con esas criaturas que habían sido desde siempre su familia. Por fin estaba en casa.
Corrió a través de los árboles añosos hacia lugares donde nunca había ido antes. Las avispas lo guiaban. Formaban hordas numerosas y, al pasar, los habitantes del bosque los miraban asombrados. Después de mucho tiempo, se detuvieron. Llegaron a una pared de roca que en su base tenía una zona ahuecada. Fermín sintió muchas ganas de descansar allí. Se quitó la ropa y se acurrucó en la superficie dura y fría, pero no le incomodó. Había algo reconfortante en esa rusticidad, en ese estar desnudo sin nada que lo separara de la naturaleza. Cerró los ojos y se sumió en un sueño muy profundo. Tan profundo que no advirtió las redes que los insectos tejían a su alrededor.
Despertó después de muchos meses. No abrió los ojos porque ya no tenía párpados. Simplemente pudo ver, ver. Una película lo separaba del mundo. Extendió sus brazos y rompió la crisálida que lo albergó durante su sueño. Podía sentirlo todo. La savia fluyendo en las venas de las plantas, el andar de las hormigas, el latir acelerado en el corazón de los animales. La brisa, la tierra que palpitaba en la base de sus pies. Se llevó las manos a la cara. La sintió huesuda. Sabía que algo se había transformado y quería verlo. Caminó, el instinto le indicaba dónde encontraría agua. Un séquito de avispas lo siguió.
Finalmente, el reflejo de un lago le sirvió de espejo. Su rostro se había alargado y sus ojos eran redondos, negros y brillantes. Su nueva apariencia no le disgustaba. Estaba aún estudiando sus facciones cuando sucedió lo más maravilloso: detrás de su espalda comenzaron a desplegarse destellos transparentes, un abanico mágico, el sueño que había tenido incluso antes de existir: le habían crecido alas.
Eran miles los insectos que se habían agolpado a presenciar el gran fenómeno. De pronto sus zumbidos se aunaron en uno y parecieron entonar una curiosa melodía. Estaban dándole la bienvenida. Él zumbó también. Hablaba la lengua de los insectos. Con ellos fue que se asentó en un lugar apartado y juntos construyeron un avispero magnífico, la fortaleza de cera y barro que se convertiría en el castillo de Fermín.
Con el tiempo fue olvidando sus años con los hombres. Olvidó primero el sabor de la comida, las camas, las plantas en macetas, el idioma de Cuerno Callado. Olvidó los horarios, las rutinas. Las visitas y los cantos. Y lo último que olvidó, como si no hubiera querido olvidarlas nunca, fueron las manos de su madre y la risa de su padre. Vivía con sus amigos en su nuevo hogar, recorría los alrededores, en ocasiones auxiliaba a aquellos animales que lo necesitaban. Se había convertido en un ser generoso que trabajaba por el bienestar del bosque.
Pasó una mañana. Escuchó un sonido como ningún otro. Se acercó, sigiloso, hacia donde si oído lo guiaba. En medio de un claro entre los árboles, la vio. Una joven muy bella seleccionaba y recogía plantas para luego guardarlas en su delantal. Mientras realizaba su labor, cantaba. Su canto le devolvió todo lo que había olvidado.
—Mamá —murmuró, en aquella lengua que no había usado en años.
Los ojos se le volvieron acuosos y su corazón pareció quebrarse una vez más.
Así lo encontró la joven. Aferrando sus rodillas, con la cabeza oculta.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Su voz era extremadamente dulce, como si no hubiera dejado de cantar.
Fermín alzó la vista. Por un segundo la muchacha se sobresaltó al enfrentarse a esos ojos negros y profundos. Solo después reparó en sus alas. Intentó que su asombro no se reflejara en sus facciones.
Fermín era un adolescente ya y había acumulado muchos años de rencores. Ver a la muchacha le abrió una herida aneja. De pronto estaba enojado. Enojado con su pasado, con sus padres, con sentirse solo en su singularidad. No lo pensó. La aferró entre sus brazos y voló hasta el castillo de cera, a encerrar a la joven que dolía en una torre de polen y de miel.
Historias Reflejadas
“Carrera”

Carrera
Corrían. Los pasos se alargaban más allá de sus cuerpos en busca de respuestas.
Avanzaban sobre un tiempo muerto, sin formas, las horas quietas en puntos suspensivos. El pasado se hacía presente, como una sombra, como un vidrio sucio donde se escondían las preguntas.
Corrían y en sus pies se enredaban las mentiras, una detrás de la otra; el cuerpo en movimiento, fijo en el instante, dejándose reposar en ese balanceo de la vida, para no caer en la opresiva sensación de las circunstancias.
Corrían, viajaban sobre sus pensamientos, cada pisada un encuentro con la inevitable memoria de sus cuerpos; la búsqueda y el vacío.
Andrea Viveca Sanz
Se reflejan en esta historia los siguientes textos: “Asco”, de Carolina Perrot; “Una mujer corre”, de Bibiana Ricciardi; “Vidrio”, de Gabriela Borrelli; y “Cada despedida”, de Mariana Dimópulos.
Literatura
Tres jóvenes fundaron una editorial que apuesta por la literatura de riesgo
Por Gastón Marote
Tres jóvenes emprendedores fundaron la editorial independiente La Tarea de Escribir, que ya publicó siete libros y apuesta por escrituras radicales y autores emergentes, con una propuesta estética que prioriza “lo raro antes que lo bueno”.
La editorial fue creada en 2025 por Juan Rey (27), Vinicius Fonseca (28) y María Josefina Pesado (29), y surge como continuidad del taller homónimo activo desde 2021.

Según explicaron sus fundadores, el proyecto busca acompañar obras que “se atrevan a pensar desde el borde” y no temen al error o a la incomodidad.
“Creemos que una editorial no es una vidriera sino un dispositivo de pensamiento”, sostienen los creadores, que acompañan cada libro con materiales complementarios como prólogos, notas, entrevistas o piezas visuales disponibles en un soporte digital propio.
En un comunicado, destacaron que trabajan con autores “nuevos, invisibles o directamente ilegibles para la mirada estándar del presente editorial”, y que la curaduría está guiada por una apuesta estilística abierta y desafiante.
Entre sus influencias mencionan tanto editoriales independientes como N Direcciones o la mítica 18 Whiskys, como también autores consagrados y contemporáneos como César Aira, María Negroni, Gabriela Cabezón Cámara o Pablo Katchadjian.
Los objetivos de La Tarea de Escribir están divididos en tres escalas: a corto plazo, construir un catálogo pequeño e incisivo y obtener visibilidad en eventos como la Feria del Libro o la FED; a mediano plazo, formar una comunidad interesada en la experimentación; y a largo plazo, producir un archivo vivo que integre edición, taller e investigación.
Definen a su público como lectores curiosos, móviles, interesados en lo anómalo y en obras que “se presenten como objetos capaces de abrir preguntas, no de clausurarlas”.
La circulación de sus libros se enfoca en librerías independientes, ferias, universidades y espacios culturales, aunque no descartan expandirse comercialmente para sostener el proyecto.
(*) Agencia Noticias Argentinas
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