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Historias Reflejadas

“Sabio atardecer”

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Sabio atardecer

Dejó caer el libro que sus manos cansadas sostenían aún cada noche. Ya no quedaba tiempo. Su cuerpo, que había adquirido la forma de aquella mecedora que la contenía, acompañaba la lentitud de los instantes. Su rostro, esculpido de arrugas sabias, abarcaba la vida. Sus ojos opacos no llegaban a ver lo que su alma reconocía a la distancia y sus oídos sordos escuchaban lo que otros no podían. Sus huesos, que conocían de quejas, se acomodaban dóciles sin ganas de nada.

¿En qué momento se había vuelto vieja? ¿Quién se escondía detrás de esa piel gastada que se empeñaba en gritar a los cuatro vientos todos sus sentires?

No había sentires. Ella ahora sentía sin penas porque cada una de sus emociones habían sido guardadas en lugares ocultos y ya no recordaba dónde buscarlas.

Balanceaba sus días en invisibles hilos de tiempo, que cada tanto se tensaban y detenían su marcha.

Cerró los ojos dispuesta a oler las alegrías que se mezclaban en la brisa de aquel atardecer serrano. Escuchó palabras cargadas de infancia, dispuestas a todo, mientras estrenaban la vida. Divisó sabores de fiestas cercanas, tan lejanas para su energía entregada a sus años sentados, todavía hamacados.

Percibió caricias que olían suaves y se estremeció en un susurro de vientos antiguos.

Se fue entregando al enorme vacío que la esperaba. “Lo que tiene que ser será”, repetía una y otra vez y se iba cargando de nada, dejándolo todo.

La muerte sucedía como una consecuencia inevitable y desprolija de la vida misma.

El libro se cerró cargado de historias, ella se aferró a sus páginas y guardó secretos, abrazó momentos y atrapó segundos que se le escaparon pronto.

Se fue serena, envuelta en la lentitud de sus últimos años, y poco a poco adhirió su humanidad cansada a las sierras que la recibieron eternas.

La vida era tan solo un paréntesis entre dos eternidades.

Andrea Viveca Sanz

Se reflejan en esta historia: “El murmullo de las abejas” de Sofía Segovia, “La rosa de la medianoche” de Lucinda Riley, “Secretos en familia” de Silvina Ruffo y “Pinceladas de azabache” de Gabriela Exilart

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Historias Reflejadas

“Mimetismo”

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Mimetismo

Un silencio blando se derramaba sobre el paisaje. Desde los árboles colgaban palabras, eran voces dormidas, murmullos imperceptibles, de colores, que se alargaban en sombras inquietas.

Sobre el suelo, el movimiento ondulante de esas sombras convocaba a una danza. Las figuras expandidas en el fuego despertaban historias e iluminaban misterios, era en el calor de las llamas donde se completaban los ciclos. La noche se hermanaba con el día, luna y sol abrazados en el cielo.

Todo giraba en las manos que habían sembrado, entonces las semillas eran fruto y cosecha, pinceladas de deseos, memorias de la tierra, que guardaba el recuerdo de quienes habían cruzado las fronteras para regresar, la vida enredada en la muerte, mimetizándose con las voces del paisaje, aquietándose en sus formas, como si cada pieza fuera necesaria, como si las palabras fueran parte del silencio y giraran.

Andrea Viveca Sanz

Se reflejan en esta historia los siguientes textos: “El dragón”, de Gustavo Roldán con ilustraciones de Luis Scafati; “Lo que cuentan los iroqueses”, de Márgara Averbach con ilustraciones de Alejandro Ravassi; “Cuando llega el dragón”, de Maricel Palomeque con ilustraciones de Rosa Mercedes González; y “Makemba”, texto e ilustraciones de José Rivadulla.

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“Cimientos”

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Cimientos

Las voces permanecían aglutinadas entre los ladrillos. Cada tanto, se desplazaban desde el cemento de los recuerdos y eran sombras que deambulaban por aquella casa quebrada. Sobre las paredes, en huecos de silencio colgaban sus nombres.

Por debajo, enredada en los cimientos, la historia encontraba su origen y crecía. Las raíces se expandían hasta alcanzar muebles y objetos, ocupándolo todo, provocando la asfixia de las palabras.

Los rincones escondían sus partes fragmentadas y guardaban el polvo de lo que habían callado, los espectros se movían con certeza abriendo las puertas que antes cerraron.

Una luz apenas perceptible iluminó las oscuridades desparramadas en el suelo, como si quisiera señalarlas, lágrimas secas que buscaban hidratarse.

La casa prolongaba sus formas y era una con las otras, un espacio contraído, sin palabras.

Alguien arrojó la llave, adentro sólo quedaban los fantasmas.

Andrea Viveca Sanz

Se reflejan en esta historia las siguientes obras: “La casa partida“, de Karina De Blasis; “Casa Tomada”, de Julio Cortázar; “Una casa llena de gente”, de Mariana Sández; y “La casa encantada”; de Virginia Woolf.

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“La sombra de la muerte”

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La sombra de la muerte

Habían muerto muchas muertes. Una sombra arrastraba ríos de emociones sobre sus cuerpos, eran las voces encarnadas en sus voces, las sensaciones que no se atrevían a despertar, como si necesitaran quedarse allí, debajo de esa cáscara de miedos y de silencios, un agujero debajo de sus muertes.

En el aire sobrevolaban los mandatos, las palabras que los definían. Una sucesión de gestos y de tonos se alargaban por debajo y eran seres que se perpetuaban en las oscuras galerías de la memoria.

Habitaban casas muertas, sin límites ni formas, los objetos se desvanecían en rincones indelebles, puntos del destino donde todo permanecía quieto, como el polvo que guardaba sus muertes, al costado de la vida.

Andrea Viveca Sanz

Se reflejan en esta historia las siguientes novelas: “Cuerpos sucesivos”, de Manuel Vicent; “Indeleble”, de Paula Tomassoni; “Un perro en la puerta de la casa velatoria”, de María Soledad Fernández; y “Casino casa grande”, de Mariana Muscarel Isla.

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