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Pasar por el espejo – Luis Carranza Torres

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El escritor cordobés Luis Carranza Torres lee su cuento Pasar por el espejo

Mi reflejo en el espejo no era yo sino aquella que había sido antes. De alguna forma, sabía eso. Parada frente al espejo, fogonazos de esa vida que no alcanzaba a comprender, me azotaban la mente y me sacudían en lo profundo del espíritu. Otra yo en otra vida, espejo de por medio. Mi imagen se reflejaba distinta sobre el vidrio pulido, provocándome una gran confusión. No entendía muchas cosas pero sabía que esa, al otro lado del espejo, era yo. Aun cuando tuviera un palmo más de altura, o el color de su cabello no fuera castaño sino negrísimo. Lo confirmaba al verla a los ojos, a pesar del distinto color alrededor de las pupilas. A mi tono ámbar el espejo lo devolvía como un gris apagado. Pero podía ver la misma mirada de estupor que estaba sintiendo. Una mezcla de temor y ansiedad, pero también de creciente excitación.

Observaba, maravillada, como no se parecía en nada a mi actual aspecto. Claro que, también pensé, tampoco yo lucía del mismo modo que al nacer, o cuando niña.

No me cabía duda alguna, me reconocía por lo que mostraban esas facciones: angustia, orfandad. Siempre me había visto así, más acá o más allá del espejo. Castaña o morocha, más alta o más baja.

—No luches—me dijo la figura al otro lado del espejo. Movía sus labios aunque yo tuviera paralizado los míos—. Es inútil. No depende de ti ni de mí. Sólo tiene que suceder. Volver a ser una. La felicidad pasa por estar completas.

El espejo, o ella en el espejo, me atrajo hacia el otro lado. Se trataba de una sensación extraña, que principió con un cosquilleo y luego prosiguió en tremendos espasmos. Una corriente inmaterial que me arrastraba hacia lo que tenía en frente, espejo de por medio. La imagen de la que era en otra parte o había sido en otro tiempo. Un otro yo que me buscaba, para unirse a mí. Nuestras palmas de las manos se tocaron a uno y otro lado. Experimenté entonces una especie de una corriente eléctrica, intensa. Una sacudida dolorosa pero liberadora que, por alguna razón, contenía una promesa de paz. Asustada, estremecida, no pude dejar de mirarla, ni de ir hacia ella. Me resultaba imposible dejar de observarla o resistirme a ser arrastrada. Ella me atraía, como un imán espiritual poderoso, a lo profundo del espejo, a fundirme con esa que era yo. Tras todas dudas y algo de pelea, me dejé ir. Mi rostro se agrandó hasta ser tragado por el espejo en un estallido de estrépito.

Todo se volvió blanco. De un blanco brillante que deslumbraba. Dolor. Me sentí flotar. El resplandor se transformó en luz. Parpadeé para acostumbrarme, desde la oscuridad dolorosa en la que había caída, a la nueva claridad donde me hallaba.

Un hombre de blanco y lentes me observó. Muy serio.

—¿Que me pasó?—pregunté.

El hombre de blanco me respondió con voz cansada:

—Otra vez olvidaste tomar tus pastillas.

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La Botella – Gabriela Romero

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Gabriela Romero lee su cuento La Botella.


Créame que todavía hoy, ni estando en este lugar, puedo definir si lo que pasó aquella noche fue una maldición o si estaba predeterminado. Lo cierto es que mi cuñado Alfonso hizo una pregunta y el universo se las ingenió para responderle. Todo comenzó el 20 de noviembre de 1991 durante el festejo de los treinta y un años de mi hermana Sonia. Solo estábamos la familia. Los cinco hermanos: cuatro mujeres y un varón. Y nuestras respectivas parejas. Más nuestra madre, que quedó viuda joven. Más los tres hijos de Sonia, la que está allá; los dos de Mercedes, y la única nena que al momento tenía Silvana, la que recién se acercó; más los cuatro hijos de nuestro hermano José Arturo y los dos míos. Además de los padres de Alfonso, el marido de Sonia, estaban sus tres hermanos con las esposas y los seis hijos, resultantes de las tres parejas. En total éramos: 37. Muchísimos. Ya habíamos cenado y los chicos corrían por el jardín mientras los adultos conversábamos, algunos dentro del quincho y otros en la galería, o junto al bar que Sonia había armado a un costado de la pileta. Minutos antes de las doce de la noche Alfonso nos llamó para el brindis y nos dijo algo así:

— ¡Gente, vengan a brindar por mi esposa!

Él había ubicado las copas en la barra del bar y nos esperaba con una botella envuelta en una servilleta de tela blanca. Era evidente que alguna broma se traía entre manos porque intentaba ocultar la risa en su mueca ladeada. Lo amenazamos con tirarlo a la pileta si nos bañaba con el champán.

—No soy tan infantil —nos dijo Alfonso y agregó con una voz cavernosa —: ¿¡A ver a quién le toca!?

Entonces hizo presión y el corcho se elevó como un cohete, pero en vez de perderse entre las plantas del jardín o estrellarse lejos en el pasto cayó sobre tres de nosotras. En Sonia, en nuestra cuñada y en mí. Recuerdo nuestro griterío cuando nos golpeó el corcho y la pelea de los nenes por quién se quedaba con ese corcho maldito y también las risas de los otros a causa de nuestros gritos, y de la cara de Alfonso.

— ¿Qué pasó, cuñado? ¿Te salió el tiro por la culata? —le dijo mi hermano José Arturo riéndose.

Todos miramos a Alfonso. No se reía. Mantenía la botella en alto, inmóvil. Sonia caminó hasta él y le quitó la botella de las manos.

— ¡Las Viudas! —gritó—. ¡El champán se llama Las Viudas! —y antes de beber directamente del pico le dijo a su marido—: ¡A tu salud!

— ¡Alfonso, serás el primero en morir! —grité—.

Sí, eso le dije yo. Mi marido se indignó, para él no le es fácil vivir en una familia que tiene humor negro. A Alfonso le bajó la presión. Era de esos tipos que no se aguantan una broma, pero que viven cargando a los demás.

Murió a la semana. El 27 de noviembre de 1991.

Su muerte nos desgarró. Tan imprevista. Y él tan joven. Y tan joven mi hermana y tan chiquitos sus tres hijos. ¿Quién podría creer que se haría realidad lo que sucedió en el cumpleaños de Sonia? Cuando me avisaron creí que era una broma de mal gusto. Decile a Alfonso que se deje de joder, le dije al amigo que me llamó. Y le colgué. El teléfono sonó al instante. Se murió, Malena. Alfonso se murió. Entonces, se me vino a la mente mi sentencia. Serás el primero en morir. ¿Cómo miraría a sus padres?, me pregunté. Aunque después preferí culparlo, al final de cuentas el que había comenzado todo esto había sido él. En su velatorio recordamos lo ocurrido en el cumpleaños de Sonia. Ahora sigo yo, me dijo José Arturo al oído.

Él murió veinte años después, el 15 de julio de 2011.

Qué dolor. Pobre mi madre y mi cuñada y mis cuatro sobrinos. Y hoy estamos acá velando al marido de Mercedes. ¿Usted de dónde conocía a mi cuñado? Sabe, aquella noche mi hermana se encontraba a mi lado, pero a ella el corcho no la tocó. En eso el oráculo falló. Las Viudas. Me pregunto si tal vez aquello que decía mi esposo cuando era un niño, y que mis suegros contaban con tanta gracia, no fue una suerte de amuleto. ¿Un amuleto que lo protege de lo que está escrito o de lo que sucedió a partir de aquella noche? ¿Qué vas a ser cuando seas grande?, le preguntaban mis suegros divertidos con la respuesta que siempre les daba su hijo. Viudo, les respondía él.

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Desde la ventana – Vanesa Spinelli

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Vanesa Spinelli lee su cuento Desde la ventana, del libro Alma de abril – Historias de amor y desamor.


Ciudad de Buenos Aires, 21 de septiembre de 2015

Amado mío:

Hoy, al fin, he decidido escribirte esta carta a corazón abierto. Fue aquel día, lo recuerdo bien, hace trescientos sesenta y cinco días atrás. Era el inicio de la primavera, cuando al igual que hoy, las gotas de lluvia danzaban intermitentes en puertas y ventanas. Dibujos fugaces de agua, que con delicadeza se formaban en las copas de los árboles. Yo me había servido un café fuerte con dos cucharadas de azúcar; tenía frío, el tiempo no acompañaba la calidez que indicaba el calendario.

Me había sentado en mi sillón blanco con ribetes de encajes marfilados, llevaba puesta una remera larga que tenía la inscripción “Love, Love, Love” en distintas topografías y colores, como anticipando lo que luego sería la tortura más dulce de mi vida. Tomé mi libreta para escribir lo que se me ocurriese; una frase, una palabra, un sentimiento. Llovía y la ventana entreabierta me traía ese aroma húmedo y revuelto que me fascinaba, que me inspiraba. Seguía con frío, ninguna palabra se deslizaba en mí… nada.

Entonces decidí levantarme, acercarme a la ventana, contemplar la calle, la plazoleta, observar a las personas que iban y venían, sonrientes unos; apurados o vacilantes, otros.

El frío se había intensificado, y fue en el mismo instante en el que decidí cerrar la ventana, cuando te vi.

Un temblor me recorrió el cuerpo, sin entender aún mucho a qué emoción tu imagen apelaba. El cabello oscuro, la tez blanca; los ojos, imaginé sin duda, que eran almendrados, profundos. Vestías un sobretodo negro, los zapatos te brillaban. Llevabas un ramo de rosas turquesas. No eran blancas. No eran rojas. Y yo me pregunté para quién serían esas flores que albergabas en tus manos. No pude dejar de mirarte. Sentí envidia. Sentí celos.

Creerás que estoy loca, y a lo mejor estás en lo cierto. Pasaron unos minutos, y la llovizna abrazando tu rostro era una poesía que me atrapaba. No podía cerrar la ventana. No podía dejar de mirarte. Segundos después llegó ella enfundada en un traje de color rosa pastel, con zapatos y cartera haciendo juego, parecía una sirena del océano. Imaginé que sería empresaria, abogada, arquitecta. Nunca supe a qué se dedicaba. La abrazaste delicadamente. Cuando la besaste pude sentir tu beso.

Temblé otra vez y mi mente se interrogó desde cuándo uno se queda estupefacto mirando a alguien, desde lejos, desde una ventana. Le ofreciste las flores con humildad, con dulzura. Ella las rechazó. Tu rostro comenzó a cambiar de expresión: sorpresa, enojo, culpa, tristeza. No sé cuánto duró la conversación, la gesticulación de las manos, el abrazo casi robado que intentaste al final…La vi marcharse, sin detenerse ni un minuto para mirar hacia atrás. Recuerdo perfectamente que te sentaste debajo del árbol de la plazoleta, como para protegerte de tu propio dolor.

Te llevaste las manos a la cara, y mientras vi cómo se desgarraban tus lágrimas, yo sentí que se desgarraba mi alma.

Hubiese corrido para consolarte, para darte calor con mi cuerpo y proponerte un amor sin final. Pero solo pude cerrar la ventana, sentarme de nuevo en mi sofá y preguntarme por qué amamos tanto a quién no nos ama. Desde ese día solo abro la ventana para contemplarte cuando te detenés, a la misma hora, en el mismo lugar, y no pierdo la esperanza de que algún día tendré la valentía suficiente para bajar a la calle, abrazarte y decirte que te he estado amando desde una ventana.

Esperando el milagro…

Con amor, Sofía.

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El origen de la risa – Andrea Viveca Sanz

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Andrea Viveca Sanz lee su texto El origen de la risa

Una tarde de lluvia, de marea alta, de peces lejanos, de espuma furiosa y vientos helados la luna fue testigo de un acontecimiento especial. Ella guardó entre sus cráteres el secreto que mucho tiempo después revelaría.

Un pez pequeño, de color amarillo intenso, logró ingresar al mundo de una ostra y ambos disfrutaron de ese encuentro casual. Tan contenta estaba la ostra que sus valvas se abrieron deseosas de emitir palabras. Lo que no fueron palabras fueron gestos y entre esos gestos se gestó la risa que con los días fue tomando forma de perla, brillante y nacarada.

Desde entonces, acunada por las aguas y escondida entre las rocas, la risa habita en un grupo de ostras perlíferas.

Fue así que se convirtió en la gran sanadora de los mares. Las ostras abrían sus bocas para mostrar su presencia. Había que estar atentos para verla y tomarla.

Cierto día, la risa quiso salir del agua. Un hombre, primitivo y sereno, la tomó prestada y la guardó en su boca. Desde ese momento anda escondida en los dientes humanos buscando aflorar.

Cuando los labios se abren para dejarla salir ocurre el milagro. Otras bocas imitan el gesto y todas dejan salir a la risa que todo lo cura, que todo lo perdona, que es sabia, fresca y eterna.

La risa se esconde en nuestras almas, se duerme en nuestras bocas, se hermana con las palabras y los gestos y, si nosotros la dejamos, fluye como una luz que todo lo ilumina.

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