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Textos para escuchar

Bicho Taladro – María Insúa

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La escritora María Insúa lee el Capítulo 4 de su novela Bicho taladro.


Bicho Taladro (Cap. 4)

Mi vecina, a la que conozco por Lali, le grita al hijo, “sos un tarado”. Él quiere explicarle algo pero no llego a escuchar. Ella refuerza el grito y agrega otra sentencia: “¡boludo de mierda!” Me siento abajo del jacarandá. De noche las flores de este árbol parecen grises, como de plata sin lustrar. Prendo un cigarrillo y espero. Por ahora nadie grita. Tiro la cabeza para atrás sacando el humo y aparece el cielo.

Me quedo así. Pienso en Ricardo, que no tuvo hijos. Hubiera sido un buen padre para este chico. Lo conocí en uno de los encuentros de revinculación deI pabellón de psiquiatría. Él también era paciente. Coincidimos en la mesa donde estaba la comida. Me dijo, soy Ricardo. Y me contó de sus perros. A Ricardo los perros le hablaban incluso mientras dormía. Él se dormía de costado, un perro contra su pecho y otro en la espalda. Le decían cosas, él les miraba los ojos para no sentirse un loco. El tipo tenía una conexión paranormal con ellos. Le hubiera regalado un perro al hijo de mi vecina. Pero no cualquiera, sino uno elegido especialmente. En noches como esta, cuando los sacaba a pasear, llevaba la plata que escondía en el tubo del diploma de combatiente de Malvinas. Decía que prefería pagar el rescate de antemano por si se los querían secuestrar.

Pienso que a mamá le hubiera gustado tener un perro. Ayer le pusieron ese asqueroso respirador. De la casa de la vecina llegan ruidos de cubiertos, sillas que se corren.

Ricardo se reía con la boca y el pecho abiertos. Le llamaban la atención las casualidades. Llegó a faltar un mes a las reuniones. Primero le prohibieron el café, un tiempo después, el mate, y así. No contestó más los mensajes.

Vibra el celular. Una de mis hermanas pregunta, “¿cómo anda mamá?” Le contesto, “para la mierda. Besos”. Sería mejor comunicarse a través de otros lenguajes, como Ricardo con los perros. O el de la danza, que es anterior a la lengua hablada; empieza en el útero de la madre.

Se danza en el líquido amniótico con la guía del único ritmo posible, los latidos del corazón. Sin conciencia. El movimiento verdadero; después vendrá el falso cuando damos nuestro primer paso erguidas, tropezamos, titubeamos, perdemos la comunicación perfecta del primer momento.

Me pregunto si mi vecina, Lali, habrá sentido al chico danzar.


María Insúa

Nació en la ciudad de Buenos Aires en la que vive actualmente.

Es Magíster en Enseñanza de la Lengua y la Literatura; Licenciada en Ciencias de la Educación  con especialidad en Lengua y Literatura. Es docente investigadora en la Universidad Nacional Arturo Jauretche.

En 2016 publicó el cuento “Eliseo”, en una plaquette del sello Paisanita Editora; en 2018 participó en el libro “Martes verde”, compilación de poemas de poetas por el derecho al aborto legal, edición a cargo de seis editoriales; también en 2018 participó del libro “La visita”, proyecto sobre canciones de Loreena Mac Kennitt, edición a cargo de Garmán Weissi y Alejandro Parrilla.

En abril de 2019 el sello Paisanita Editora, de la ciudad de Buenos Aires,  publicó su novela “Bicho taladro”. En junio de ese mismo año, su poema “Una piba” fue seleccionado por la convocatoria del colectivo feminista Somos Centelleantes y publicado en la antología “La rebelión de las lombrices”. También, con el poema “Regalo” participó del libro, “Es tiempo de soltar la lengua”, editado por El colectivo.

En 2020 su cuento, “Cuidado intensivo”, formó parte de la Antología 2020 de Paisanita Editora. En diciembre de ese mismo año su cuento, “Perón es una pasta que se jala”, estuvo entre los ganadores del concurso, Derivas Urbanas organizado por el Festival de narrativas de Bahía Blanca. Coordina talleres de lectura y escritura creativa, así como clínica de obra.

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Los sapos sueltan historias – Andrea Viveca Sanz por Gabriela Romero

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Gabriela Romero lee el cuento Los sapos sueltan historias, de Andrea Viveca Sanz.


Los sapos del mundo habían hecho silencio. Con sus ojitos curiosos espiaban desde un agujero sin tiempo. Sus patas, preparadas para saltar en el momento oportuno, se aferraban a la tierra. Sobre su piel rugosa se ocultaban historias, de sapos, por supuesto.

Cuentan que una primera palabra, atrapada en la boca de un renacuajo recién nacido, se estiró, creció y se multiplicó hasta formar una burbuja de cuentos que flotaron en el agua. Eran los cuentos que habitaban el mundo de los sapos y que se escondían en sus lenguas pegajosas para adherirse al paisaje y así rodar entre amigos, de boca en boca, entre moscas y mariposas.

Sucedió desde el principio, cada vez que la línea del agua se fundía con la línea de la tierra, en el instante en el que la existencia de estas criaturas se prolongaba mucho más allá. Era en ese segundo preciso cuando los relatos pasaban de nadar entre colas y branquias, para asentarse en los bosques, en los montes, en el barro o en los charcos, donde la vida volvía a comenzar y recuperaba el sabor de las vivencias compartidas.

Ahora todos ellos, los habitantes de la tierra, se preparaban para dar el gran salto. Alguien decidió croar, apenas un murmullo de sapo impaciente comenzó a hilvanar una canción en el mutismo del paisaje. Los sonidos despertaron a las palabras guardadas en los huecos oscuros. Las historias avanzaron y se enredaron entre los oídos de otros animales, que no pudieron evitar contar lo que antes habían escuchado.

Los sapos del mundo habían hecho silencio. En los rincones de los libros, escondidos entre sus páginas, se disponían a saltar para dar comienzo a una gran suelta de historias.

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El tiempo que nos une – Alejandro Palomas

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Alejandro Palomas lee un fragmento de su novela El tiempo que nos une


Es un vacío, un tropezón de aire que se te atraganta en los pulmones cada vez que respiras. Como un pellizco, a veces suave, a veces agudo y a traición. No es ni un antes ni un después. Es lo que no habrá de llegar. Sueños no articulados por falta de tiempo, no de imaginación. Es un crujido en el alma, eso es exactamente: el momento en que sabemos que tenemos alma porque la hemos oído crujir.
Es la muerte.
Es la muerte de una hija.
Es la muerte de una hija cuyo cadáver nunca apareció, empotrándome contra la peor de las preguntas: «¿Y si no? ¿Y si no fue? ¿Y si no fue y sigue viva en alguna parte?».
Es invocarla en secreto.
Es no bajar nunca al mar por miedo a ver entre las rocas alguna señal, algún rastro de ella.
Es seguir nadando de espaldas contra las olas, a ciegas, sin miedo a tocar lo intocable. Aprender a vivir con un jadeo de angustia al despertar por la mañana. No está. Mi hija no está. Salió a navegar y desde entonces no existe. ¿Qué madre se conforma con eso? Helena y su ausencia. Yo no sé hablar de muerte. Helena no está.
Está ida.  Literalmente. Exactamente.
Me dijeron que era más fácil así. Que si hay que perder a un hijo, más vale que sea de golpe, desde lo inesperado, que no haya tiempo para predecir, que el dolor no logre hacerse hueco entre él y tú por la puerta de la enfermedad. La muerte de un hijo es inexplicable. Ningún padre es capaz de imaginarla, por mucho que te la cuenten, por mucho testimonio y mucha confesión en primera persona que intenten hacerte llegar. No es posible. No es pensable. Incapacita la mente.
Si es accidente, el tiempo se paraliza y la vida se te cae de las manos como una hucha medio llena, estampándose contra el suelo, hecha añicos. Dedicas el resto de tu tiempo a pegar trozos, montando un rompecabezas inmenso sobre la mesa del salón mientras lo que queda va devolviéndote poco a poco una cara que no reconoces, que no te interesa.
Si es enfermedad, el tiempo gasta y mancha, matando a contrarreloj.
Pero si es accidente y no hay cuerpo que velar, queda siempre la imaginación. Sólo una madre de un hijo ausente lo sabe: la combinación trenzada de duelo, ausencia e imaginación crea monstruos.
Un día, hace un par de años, después de oírme hablar por teléfono con Helena, Flavia me dijo que lo que más envidiaba de mí era la relación que tenía —y que tengo aún— con mis hijas.
—Sobre todo con Helena —añadió, un poco a disgusto, torciendo la mirada para que no pudiera verle los ojos.
Sonreí al oírla hablar así. Quién me iba a decir a mí veinte años antes que mi niña mayor, ese iceberg de ojos blancos y manos de alambre que durante tanto tiempo me había convertido en el espejo de la peor de sus sombras, era, desde las dos semanas que habíamos pasado juntas en Berlín, mi mejor amiga.
—Qué extraño, ¿no? Con lo mal que os habíais llevado siempre —continuó Flavia, como no hablándole a nadie—. Y de repente, así, sin más…
Sin más. Claro. Cómo no.
Sin más no, Flavia.
Helena nunca me perdonó como madre. Probablemente, a su edad era ya consciente de que nunca aprendería a hacerlo. La madrugada en que la llamé a Berlín y me dijo que estaba embarazada, no supe oír lo que no me estaba diciendo. «Lía», eso fue lo que dijo. Lía. Mi hija decidió entonces rebautizarme con mi propio nombre y despojarme del papel que no había sabido representar para ella. Incapaz de dejar de odiar a su madre, tenía que cambiarla por otra, había que matarla para dejar entrar a Lía, para dejarme entrar.
Porque no hay hija capaz de pedirle a una madre que la ayude a deshacerse de su bebé. Ni siquiera cuando corre peligro su vida.
A una amiga sí. A Lía sí.
Sin más no, Flavia.
La ayudé, claro.
Muerta la madre, llegó la amiga. No hubo nada que perdonar. Ningún reproche. Lía y Helena. Nos reinventamos. Supimos hacerlo y funcionó. Nadie lo entendió.
Y Martín empezó a odiarme.
Desde hace meses vivo convencida de que es imposible entender la muerte de alguien como Helena. Imposible concebir la existencia de un ser como ella. Hay personas así, es cierto. Son pocas y parecen demasiado humanas, de vida demasiado grande para la pequeñez de lo vivido. Ésa era Helena. Cuando hablabas con ella, tenías la sensación de estar compartiendo unos minutos preciosos con alguien que había llegado a la vida aprendida, con las cartas marcadas, siempre dispuesta a darte una lección con esa alegría que a mí me robaba el aliento y con esas verdades generosas y a bocajarro que te arrugaban el corazón y de las que ella ni siquiera era consciente.
Desde que se fue, ya nadie me llama Lía. No con su voz. No desde un aeropuerto entre el rebote de voces aburridas de las azafatas de tierra anunciando vuelos. Desde que se fue, no consigo encontrarme la mía. Mi voz. La de la amiga.
“Mala mar. Hija de puta”, me oigo pensar con una sonrisa de vergüenza, apartando en seguida los ojos de una enorme vela blanca que cruza el horizonte más cercano y que no tarda en perderse cielo adentro. Una vela. Ocultándose tras el faro.
—Mala mar. Hija de puta —susurro sin darme cuenta mientras partimos y vamos alejándonos poco a poco desde el pequeño embarcadero rumbo a la isla.

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Una lluvia de pájaros – Gustavo Roldán por Laura Roldán Devetach

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Laura Roldán Devetach lee el cuento Una lluvia de pájaros, de Gustavo Roldán.


Un pájaro puede volar muy alto. Dos pájaros pueden enamorarse. Pueden hacer un nido para poner tres huevitos blancos que cuidarán todos los días, de donde saldrán tres pichones que crecerán y crecerán. Que aprenderán a volar y recorrerán distancias y conocerán miles de pájaros. Y cada uno volará muy alto, casi hasta la esquina del sol, y se encontrará con una pajarita y volarán juntos. Porque dos pájaros pueden enamorarse para hacer una lluvia de pájaros.

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