Entrevistas
Marcela Alluz: “Hay hechos que me tocan la piel, disparadores de historias que después se van pariendo solas”
Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //
Las palabras se encienden sobre el papel, queman en la voz que las pronuncia. Son brasas que atraviesan los cuerpos, llamas que crecen y se convierten en caminos de fuego para despertar otras voces, para llegar allí donde habitan los fantasmas y liberarlos.
ContArte Cultura charló con la psicopedagoga y escritora Marcela Alluz para conocer su mundo creativo, ese lugar de su imaginación donde nacen cada una de las historias de ficción que son verdaderos fragmentos de una realidad que quema.
—Para comenzar esta charla, vamos a dejar en tus manos un objeto simbólico: será una brasa. ¿Qué es lo primero que percibís en su estructura? ¿Cómo es su tamaño, color, material? ¿Está encendida o comienza a apagarse? ¿Qué dice de vos esa brasa?
—La brasa arde, ilumina, quema. Da calor y luz, pero en las manos lastima. Hay algunas que se encienden y otras que se extinguen poco a poco. Brasas se denomina, en la calle, a las personas que andan al margen, a los desposeídos, a los “nadies”. Palabra que designa, vaya a saber desde que génesis, a los que no se ajustan a los moldes esperados. A mí me gusta creer que el origen es distinguirlos de los tibios, de los comunes, de los ajustados a las normas. Brasas que duelen en las manos que los sueltan, brasas que queman un tejido social que suele no hacer lugar a los que andan así, puro fuego.
—Y hablando de brasas, ¿cuáles creés que fueron las que encendieron tu gusto por la escritura?
—Yo he crecido rodeada de libros y cuentos, con una imaginación exaltada y turbulenta. La idea de escribir comenzó a los siete años, exactamente, cuando mi maestra de segundo grado nos leyó El cautivo de (Jorge Luis) Borges, y yo quedé cautivada por el poder que tenían esas palabras, por lo que produjeron en mí. Por la magia de despertar en otros una fascinación tal como la que a mí me había atrapado. Los cuentos inventados por mi madre, los que me leía mi tía, los que relataba mi padre. En mi casa circulaba la narrativa, y he crecido bebiendo esas historias. De esa raíz sale la tinta para la escritura.
—¿Qué temáticas encienden las chispas de tu imaginación para avivar el fuego de una historia que merece ser contada?
—Hay hechos que me tocan la piel, la piel de adentro, disparadores de historias que después se van pariendo solas. Fotografías cotidianas, una ventana iluminada en la noche, las luces de un auto a lo lejos, una flor creciendo en una grieta, una mujer acunando a su hijo en la soledad de alguna esquina. Todo merece ser contado. Me apasiona buscar las tramas detrás de cada cosa que se me mete en las retinas. O algún aroma que me lleva a mi tierra, el sabor vuelto a probar muchos años después, un ruido de llaves que me trae a la memoria a alguien que no volveré a ver.
—Hay palabras que queman y atraviesan los sentidos para alojarse en las profundidades de la memoria. ¿De qué manera trabajás para construir los rasgos psicológicos y físicos de tus personajes que, sin dudas, están hechos de palabras que los queman por dentro?
—Los construyo con la mirada en los otros, y en mí misma. Me imagino qué hay atrás de cada personaje, cuál es la historia que lo atraviesa, los dolores que lo quemaron, la memoria de sus risas. Mis personajes anclan mucho en lo real porque nacen de personas que pasaron a mi lado, a las que observé de cerca, sus gestos, sus miradas, las reacciones. Y como en la vida misma tienen los ingredientes mezclados, nadie es puro, somos revoltijos de luces y sombras, de maldad y bondad, de egoísmo cerrado o generosidad desmedida. A mis personajes los dibujo con cariño, intentando saber quiénes son y dejando grietas para que, sin contarlo, se perciba.
—Y hablando de ellos, ¿qué cosas creés que unen a las protagonistas de tus novelas? ¿Qué hilos podrían entrelazar esas vidas de ficción?
—Son todas mujeres al borde de las cornisas. Como somos todas, creo. Algunas saben mejor de dónde agarrarse, otras se despeñan, inevitablemente. Pero mi fe en ellas las salva. No caen al abismo impenetrable. Hallan modos de escalar. Cada una a su modo. La maternidad, la locura, el delirio y el amor son los tópicos que las marcan y a veces las devastan. Son fuertes y frágiles a la vez. Enrevesadas, atormentadas, con cicatrices. No tienen, ninguna de las protagonistas, afanes de heroínas ni rasgos de princesas. No son hermosas según estereotipos ni audaces guerreras. Creo que lo que las hermana es la posibilidad de su existencia, la cotidianeidad de sus rasgos. Son mujeres que conviven en este mundo y en este tiempo, con las contradicciones de las mujeres de una generación visagra, atravesadas por una cultura patriarcal de la que reniegan, y de un feminismo que las salva.
—¿Cómo llegó tu primera novela “Contigo en la distancia”?
—Creo que es una historia que me ayudó, de cierto modo, a contarme de dónde vengo. Habla de mis abuelos árabes, de quienes sólo conocí a mi abuela y hasta mis cuatro años. Historia que fui inventando y enlazando a datos reales. Me sobrecogía el misterio de la nostalgia que sobrevoló siempre sobre las personas que emigran, sobre lo que significa dejar la patria y echarse a la mar, sabiendo que jamás volverían. Qué dejaron, de qué se despidieron, cómo se arraigaron a este suelo. Contar por qué llegaron a Santiago, por qué hay tantos árabes en esa tierra. Los frutos que trajeron, las costumbres que nos heredaron, y la palabra. Los árabes son los reyes de las palabras. Con eso y con la ficción, yo escribí una novela que habla del desarraigo.
—¿Qué posibilidades te dio el río como símbolo en “El dueño del río”, tu segunda novela, para dar vida a tus personajes?
—La metáfora del nombre me nació antes que el libro. Querer adueñarse de lo imposible. Y ahí nació la novela que habla de una mujer que había perdido el deseo, y de cómo vuelve a enlazarse a él. Los prejuicios sobre el amor y la maternidad. La posibilidad de amar a dos hombres a la vez, de distintas maneras pero con la misma intensidad. Las renuncias que se hacen en nombre de la fidelidad, de la hermandad, de la maternidad. La riesgosa hazaña de atreverse a no amar a una hija y poder decirlo. La certeza de que puede haber un hijo absolutamente amado y otro no. En El dueño de río, se escribe una historia descarnada de una mujer que se anima a ser ella, le pese a quien le pese, con todo el oprobio que le puede acarrear.
—En tus libros “La otra de mí” y “Mal de muchas” llegás a las profundidades de los vínculos entre madres e hijas, ¿cuál fue el camino recorrido durante el proceso de escritura para romper con tus propios moldes y mandatos, para desatar a las tantas mujeres que nos habitan, a través de las palabras y de la ficción?
—El vínculo madres-hijas me resulta fascinante. En todas sus etapas. Desde la madre amorosa hasta la desapegada. Lo que se gesta en esa relación entre dos mujeres en las que se van intercambiando los roles hasta confundirse, quién materna a quién. El mandato del amor incondicional suele no funcionar y nos encontramos frente a madres que retacean el cariño o lo entregan a costos demasiado altos. No siempre de manera consciente. La hija soñada versus la hija real. Los velos que se van cayendo cuando pasa el tiempo y enfrenta a dos mujeres que ponen en juego sus armas para no terminar una devorada por la otra. Me encanta el ajedrez que se abre en estas relaciones y las jugadas de las que son capaces, dejando a veces el amor ileso y otras definitivamente herido. El camino para escribir sobre esto es la metáfora. No hay una sola madre en una misma mujer. Se puede ser una madre para cada hija y desde allí se genera la novela. Hay también mucho de autobiográfico, creo que en mí es inevitable. Se escribe con quién es una. Y las palabras develan misterios que sólo al ponerlos en papel toman forma.
—Una palabra que sintetice el espíritu de tu libro de relatos “Brasas, relatos de vidas desabrigadas”.
—Si tengo que elegir una palabra para ese libro es amor. Un libro escrito desde la esperanza de una trama social más justa y derechos concedidos a los desabrigados de siempre.
—¿En qué proyectos estás trabajando por estos días?
—Tengo empezada una novela sobre una mujer que descubre la infidelidad de su marido y en el afán de saber de la otra termina encantándose con ella. Habla sobre la sororidad y la hermandad entre mujeres. También estoy con relatos de madres. Un libro de cuentos sobre las madres posibles.
—Para terminar te invitamos a soltar un deseo en nuestra brasa del comienzo.
—Deseo que arda, que haga llama y encienda. Que de luz y calor a través de la palabra. Que no sea un resplandor efímero, sino una llama votiva que permanezca y alumbre.
Entrevistas
Cynthia Edul repasa “El punto de costura”, una obra donde lo familiar y lo laboral disparan y sostienen la historia
Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //
Es un hilo más otro hilo. Y otro. Manos urdiendo la trama, el lenguaje de los dedos, un sonido que teje.
Es una palabra encima del hilo, las voces cosidas, el acento en la aguja, un hilván que sostiene.
Es la tela y el hilo en la tela, la tijera y el silencio, texturas superpuestas, voces asomándose entre los puntos, una costura del verbo.
Es antes y después, todos los hilos y todas las palabras, la sintaxis de la trama.
“El punto de costura” es una obra que se introduce en el universo textil, una trama tejida con hilos personales que se expande más allá del escenario.
En diálogo con ContArte Cultura, Cynthia Edul, autora de los textos, directora y responsable de la lectura en la obra, tira de un hilo y de otros, indaga, cose y corta con su voz, con los sonidos que despiertan, texturas y nombres, en el punto de sus propias costuras.
—Sin dudas a lo largo de nuestras vidas existen hilos de historias que nos cosen por dentro, palabras en las telas de los cuerpos, costuras que nos definen. Para comenzar y a modo de presentación, si pudieras elegir la imagen de una “costura” que te represente, ¿cómo sería? ¿Qué hilos formarían parte de esa trama?
—Creo que la imagen textil que me representa es el Boro. En Japón es un tipo de costura como el patchwork que se hace con retazos y esas prendas se heredan de generación en generación. Cada generación sigue usando ese traje y las memorias de toda la familia se conservan en ese texto.
—Y porque hay hilos que permanecen a lo largo del tiempo, nos gustaría llegar a los orígenes, a tu propio primer punto de costura. ¿Qué vivencias personales te acercaron al mundo textil?
—En mi caso, mi familia paterna se dedicó a lo textil. Desde que llegaron de Siria se iniciaron en ese rubro, así que la tradición del trabajo familiar era ese. Y también el mandato de ese negocio pesaba mucho en mi familia. Yo me dediqué a la literatura, pero siempre estuve involucrada en el negocio familiar y en la pandemia me tuve que hacer cargo… no tuve opción. Entonces empecé a escribir sobre qué sentidos puede tener regresar a los oficios familiares, a la historia del trabajo familiar y recuperar mis experiencia con todo ese mundo.
—¿Cuáles fueron los disparadores para empezar a poner en palabras esas vivencias hasta llegar a dar vida a tu obra “El punto de costura”?
—El primer disparador, como comentaba antes, fue el regreso a los oficios familiares textiles en primera persona. A partir de ahí comencé a construir esa primera línea, que tenía que ver directamente con el motivo del regreso. Después empecé a tirar hilos que se relacionaban con la historia familiar: la historia del algodón, las historias de las hilanderas. Y a sumar otras como las historias de opresión y de resistencia a través del textil. Recuperando eso fui reencontrando las vivencias personales, a la luz de otras vivencias, históricas y sociales.
—Toda la escenografía da cuenta de ese universo donde una trama se superpone a la otra, la palabra y la imagen, el sonido y las texturas, ¿quiénes colaboraron en el proceso creativo del mundo textil sobre el escenario?
—La escenografía fue algo que fuimos construyendo con María Venancio y Nicolás Zuñiga, en un principio, y luego con Sebastián Francia. La idea era hilar texto, imagen y sonoridad, construyendo de alguna manera las mesas de costura. En una trabaja Guillermina Etkin y en otra yo, con un espacio que es la alfombra, el espacio textil tan sagrado para muchas religiones también. Y así, simplificando pero dándole sentido específico a cada función, fuimos construyendo ese espacio, que tiene en el centro al telar y la máquina de coser. Dos elementos que se vuelven centrales en el relato.
—También hay un trabajo muy interesante con la música, un paisaje sonoro que se une a la voz y al piano para crear texturas nuevas. ¿Cómo fue el trabajo con Guillermina para lograr esa fusión de sonidos que ayudan a narrar?
—Con Guillermina leíamos el texto y a partir de eso ella empezaba a componer sonoridades, canciones, tonos, que expresaran el sentido profundo que le provocaba lo que leía. Así que fuimos buscando parte por parte, investigando la sonoridad en cada momento. Además, teníamos una premisa que era usar los textiles como elementos sonoros: de ahí el telar, la máquina de coser, las telas, el costurero y la amplificación de esos sonidos que, como decía John Cage, “actúan”.
—Para concluir, detengámonos entonces en esos sonidos. Si pudieras elegir el que represente el espíritu de la obra, ¿cuál sería y por qué?
—Difícil pregunta, pero si tengo que elegir uno: la máquina de coser. Ese sonido mecánico y al mismo tiempo familiar, ese objeto con el que trabajaron nuestras abuelas, nuestras madres, nuestras tías. Hay está el espíritu de las mujeres costureras. Creo que ese representa muy bien el espíritu de la obra.
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Gabriela Margall: “Necesitaba una vuelta a mis raíces y ahí estaban los libros esperando”
Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //
El fuego arrasa, incendia los nombres. Es la guerra sobre el amor, que resiste y se deja abrazar por las llamas. Hay una revolución en los cuerpos, una intuición de libertad, como si adentro y afuera se encontraran en una misma batalla.
Y es que los combates se dan primero en los cuerpos, en las ideas capaces de encender otras chispas y alimentar otras llamas.
Tres mujeres, tres historias atravesadas por el fuego y por la guerra. Tres deseos de libertad encerrados en aquello que no puede nombrarse, pero igual crece.
La trilogía de Gabriela Margall, que incluye sus novelas “Si encuentro tu nombre en el fuego”, “Con solo nombrarte” y “La viajera del sur” y fue publicada por Del Fondo Editorial, recorre los tiempos de las invasiones inglesas y de las guerras napoleónicas para sumergir a los lectores en tres historias de amor capaces de resistir cualquier batalla.
ContArte Cultura charló con la autora e historiadora para acercarnos al proceso de escritura de esta saga, cuyas protagonistas seguramente serán capaces de trascender las páginas que las contienen a través de cada lectura.
—La guerra y la libertad son dos temas que atraviesan tu trilogía. Entre las páginas se desatan revoluciones históricas pero también las personales. Vamos a detenernos ahí. Para comenzar esta charla y a modo de presentación, hagamos foco en esos movimientos personales que te llevaron a escribir a las protagonistas femeninas de estas novelas. Si pudieras elegir dos cosas de esas mujeres en las que te veas reflejada, ¿cuáles serían?
—No siempre construyo personajes porque me reflejo en ellos. Si hago una historia de las protagonistas, probablemente no haya muchas características similares. De hecho, me gusta trabajar con personajes y elementos que no tienen que ver conmigo, porque lo que me interesa es la reconstrucción de un período histórico y qué ocurría con los seres humanos dentro de ese tiempo.
—Como todo tiene un comienzo y un final que suelen tocarse, nos gustaría llegar a ese punto de contacto: ¿Qué fue lo que te movilizó para escribir aquella primera novela “Si encuentro tu nombre en el fuego” y luego de tantos años llegar a la escritura de “La viajera del sur” para cerrar la historia de la familia Torres?
—Como decía antes, lo que me gusta es la reconstrucción de un período histórico. El fin del Virreinato del Río de la Plato, las Invasiones Inglesas, la Revolución de Mayo y la guerra por la independencia de España, son períodos que están muy estudiados en la historia argentina. Tenemos mucha información, incluso sobre la actuación de las mujeres y otros sectores subalternos. Escribir esa historia, incluso desde la ficción, es una de mis cosas favoritas.
—En ese lapso de tiempo entre una y otra obra escribiste “Con solo nombrarte”, una novela ambientada en los escenarios de la segunda invasión inglesa a Buenos Aires. ¿Cómo fue el proceso de reconstruir aquellos días y de darle continuidad a tu primera historia?
—Si encuentro tu nombre en el fuego y Con solo nombrarte fueron concebidas juntas. Las dos salieron para los bicentenarios de la primera y segunda invasión inglesa y por eso nunca existió la urgencia de continuar la historia. Y tampoco hubo urgencia después, sino que fue un proceso de cambio y continuidad que se dio con los años. Necesitaba una vuelta a mis raíces y ahí estaban los libros esperando.
—Si hay un punto en común en esta trilogía es la presencia de mujeres fuertes, que se atreven a todo, algo que no era común en esos tiempos, ¿de qué manera trabajaste para darle vida a cada una de tus protagonistas?
—En las tres protagonistas lo que busqué fue “ir un poco más allá”. Las tres, Paula, Jimena, Julieta, tienen una base histórica, podemos establecer que sí, que algunas mujeres hicieron lo que hacen ellas (con algunos límites). Lo que busqué en las novelas fue que eso que hacían (el acceso a libros y organización de reuniones, la participación en batallas y el comercio y actuación como espías) quedase bien definido y con algunas licencias. Pero todo tiene un anclaje en la realidad.
—Más allá de los vínculos de sangre que las unen, qué te parece que podría representar a tus tres protagonistas: Paula, Jimena y Julieta.
—Están en el mismo punto de vista político, las tres son parte de ese grupo que va a liderar el proceso de revolución e independencia de España. A veces se considera que solo son hombres los que tenían ideas políticas, pero basta leer las cartas de Guadalupe Cuenca a Mariano Moreno para saber que ella tenía un conocimiento claro de la realidad política del momento.
—Y hablando de Julieta, ella es la que va a cruzar el océano para hacerse parte de otra guerra, ¿qué fue lo que más disfrutaste o padeciste al momento de “viajar” con ella hacia los tiempos napoleónicos.
—Mucho antes de que supiera qué historia iba a contar con Julieta, sabía que iba a ser una novela de viajes. Así que fue un proceso tranquilo.
—¿Cuál fue la batalla que más te costó escribir y por qué?
—La batalla por la Reconquista de Buenos Aires en Con solo nombrarte. Conocía bien la ciudad y las calles, pero las tropas de ambos bandos avanzaban y retrocedían, entraban en casas, había túneles, arroyos en la ciudad, no fue sencillo tener todo eso en la cabeza y traducirlo en una novela.
—Más allá de las guerras, cerca de ellas siempre late el amor, ¿de qué manera surgieron en vos las historias de amor de tus protagonistas?
—Siempre pienso en los protagonistas como una pareja, nacen así, y considero con atención qué es lo que los separa, porque es el centro de la novela, y cómo se va a resolver, si es que se resuelve.
—Con la trilogía completa, ¿qué sigue ahora en el universo Margall?
—Veremos. Hay varias cosas que tengo en mente y no me alcanza el tiempo para todas. La historia siempre está presente, aunque me gustaría probar con la épica fantástica.
—Para terminar, te invitamos a elegir tres telas o vestimentas que representen respectivamente a cada una de tus novelas.
—Si encuentro tu nombre en el fuego: una mantilla de encaje.
Con solo nombrarte: un abanico.
La viajera del sur: un vestido verde oscuro.
Entrevistas
Verónica Sordelli: “Escribir fue la manera de leer mi vida”
Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //
Las huellas de sus pies desaparecen, se hunden en la arena como si nada hubiera existido, después de los deseos. Son partículas de tiempo disolviéndose, nada. Cada paso los acerca y los aleja. Son un espejismo de sus propias palabras. No basta con pronunciar sus nombres, el viento se los lleva, los arrastra al vacío, donde alguna vez existieron castillos de arena.
“Castillos de arena”, la última novela de Verónica Sordelli, cuenta una historia que se pierde en las arenas del desierto, en un escenario que muta para dejar en los lectores un viento de preguntas que, poco a poco, van revelando los otros desiertos, los que habitan en el interior de sus protagonistas.
En diálogo con ContArte Cultura, la autora cuenta acerca de su propia ruta en el camino de la escritura, especialmente de su última obra, donde invita al lector a viajar a través de sus palabras.
—La arena, su liviandad, esa convergencia de partículas en movimiento y la textura al pisarla suelen llevarnos a distintos escenarios donde nuestros pies han dejado sus marcas. En tu novela el desierto es un gran protagonista, es por eso que para comenzar nos gustaría detenernos en las sensaciones que la arena haya despertado en vos, en sus huellas, que de alguna manera puedan ayudar a presentarte.
Dijo Borges “Nada está construido en la piedra. Todo está construido en la arena. Pero debemos construirlo como si la arena fuese piedra”
—Soy de Necochea, la arena me acompaña desde mi infancia. Siempre fue la misma, soy yo la que con el paso de los años la fui viendo distinta, porque en cada etapa de mi vida despertó sensaciones diversas: una infancia construida de la misma manera que con la pala y los rastrillos se construyen los pozos esperando que desde su interior surja el mar. El asombro de no entender por qué sucedía y la alegría de que así fuera. Una adolescencia donde la arena representó los fogones con amigos, el primer beso de amor y tal vez la primera lágrima de desamor. Una adultez donde comencé a caminarla, y se la presenté a mis hijos y los ayudé a construir sus castillos y los escuché gritar de alegría y tuve que consolarlos cuando el mar, en cuestión de segundos, los desmoronaba. Miré muchas veces para atrás, no estaban solamente mis huellas, y lloré mucho despidiendo algunas que se fueron y agradecí recibiendo a aquellas que se sumaron. ¡Y si! ¡Así es la vida! Y como aquella niña siento el asombro de no saber porque sucede y la alegría de que así sea.
—Y en ese desplazamiento que significa viajar, vayamos a tus comienzos como escritora. ¿Recordás en qué momento de tu vida se despertó tu deseo de contar historias?
—Mi primera novela surgió de la necesidad de contar la historia de las playas de Quequén, una historia llena de naufragios, con uno de los hoteles más imponentes de Sudamérica. El momento exacto fue cuando una de las tantas mañanas que salí a trotar por la costa, sentí el privilegio de vivir en este maravilloso lugar.
—Mirando hacia atrás, ¿qué hilos temáticos atraviesan todas tus obras?
—Escribir fue la manera de leer mi vida. En mis libros estoy. Entonces diría que el hilo rojo que une a mis novelas es la mujer. En algunos momentos de la historia, o de la cultura en la que vivió, no tuvo demasiado o ningún poder de decisión, en otros pudo hacerlo. Pero siempre luchó para ser fiel a sus pensamientos.
—Tu novela “Castillos de arena”, publicada por Del Fondo Editorial, es una historia de amor y de fusión de culturas, ¿cuál fue el disparador para su escritura?
—La importancia que tiene la religión en la cultura árabe y la maravillosa diferencia con el occidente me llevó a preguntarme: ¿Qué tenemos en común? Por encima de toda diferencia tenemos en común el amor. A partir de ahí comenzó la historia.
—¿Cómo viviste el proceso de cruzar el desierto para acercarte a una cultura tan diferente de la nuestra?
—Agradezco haber podido viajar en tres oportunidades a encontrarme con la cultura árabe. En cada una de ellas mi premisa fue no cuestionarla y respetarla. Fue lo que me ayudó a entender la importancia de los mandatos sociales y religiosos en sus vidas y como viven para cumplirlos. Fue también entender que somos distintos, ni mejores ni peores, solo distintos. Toda cultura se merece ser respetada, pero creo que para lograrlo hay que estudiarla, no desde los extremismos porque gente mala y buena hay en todas, sino desde la esencia del ser humano.
—¿Qué o quiénes te ayudaron a darle vida a Jayif, el protagonista de “Castillos de arena”?
—Jayif fue creado a partir del lugar que ocupaba en su cultura y con los mandatos que ella le imponía.
—Y si tuvieras que definir a Elena, tu otra protagonista, en una sola palabra, ¿cuál sería?
—Superación
—Al avanzar en la historia aparecen situaciones límite donde el dolor y la muerte envuelven a tus personajes, ¿qué fue lo que más te costó al momento de escribir esas escenas?
—Investigué y leí muchísimos testimonios. Lo más difícil fue aceptar que se trataba de situaciones reales.
—Un deseo sin spoilear… ¿hay vida después de la muerte?
—No lo sé, sólo puedo afirmar que la muerte es la no presencia física, pero siempre estaremos vivos en el recuerdo de aquellos que nos aman. Dicen que la vida es corta, pero también dicen que las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan.
—Para terminar, ¿qué aroma creés que representaría a tus “Castillos de arena” y por qué?
—Mi preferido: el perfume que siento cuando abrazo a una persona que amo. Porque el amor sana y salva.
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