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Literatura

A 37 años de la muerte de Julio Cortázar: el cronopio que diseñó su propia lápida

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Por Carlos Aletto (*)

A 37 años de su muerte, los lectores que visitan la tumba de Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse en París siguen encontrando su sepulcro junto al de su última mujer -la fotógrafa Carol Dunlop– con la inscripción de sus nombres, los años de nacimiento y muerte del escritor (1914-1984) y un diseño original de la lápida ideado por el propio autor de “Rayuela” con la ayuda de su amigo incondicional Julio Silva.

La particular historia de la construcción de su lápida -a la cual se llega a través de caminitos, mapas y coordenadas- se revela en las últimas cartas del autor de “Rayuela”, sobre todo con el prolífero intercambio de correspondencia que tiene con su amigo, el artista plástico Julio Silva.

Como en los gestos vanguardistas, la vida y la literatura tienen zonas permanentes de contacto. No importa cuáles fueron las discutidas causas de “las muertes” de Cortázar ni de Dunlop, lo importante es ver cómo en un gesto cargado de Thanatos, el enfermo agónico llamado Julio Cortázar, encarga a sus amigos artistas, Luis Tomasello y Julio Silva, que diseñen la lápida bajo la que yacerán sus restos junto a la de su mujer amada en el cementerio de Montparnasse.

Julio Silva junto a Cortazar

Luego de la muerte de su última compañera, Cortázar le escribe dos días después de la Navidad de 1982 a Silva desde París y le confiesa que la cena en su casa lo hizo sentir “por una vez mucho menos solo” y le explica: “Después de pensarlo bien, encontré que ‘épouse (esposa) Cortázar’ era horrible, y lo suprimí. Pienso que Carol valía por sí misma, por lo que ella era. Y además, Cortázar llegará en su día a agregar su nombre al lado del suyo, de modo que no tiene sentido poner eso”, le asegura el escritor a su amigo.

Y puntualiza unas cuestiones gráficas sobre la tumba: “Un detalle importante, que te ruego vigiles. En las etiquetas el nombre de Carol estaba escrito así: Carol DUNLOP, es decir sólo el apellido con todas mayúsculas. Eso tampoco me pareció bien, de modo que las nuevas etiquetas dicen: CAROL DUNLOP 1946-1982“. Luego, en un tono casi de despedida le dice a Silva: “Sé que prestarás atención a esto, y te vuelvo a agradecer profundamente -y a Luis también- lo que están haciendo por Carolita y por mí. Un beso a Catherine, y hasta pronto, con un abrazo grande, Julio“.

Cortázar no tardará demasiado en agregar su nombre a la tumba. En otra carta al artista plástico, enviada desde la capital de Nicaragua, el 21 de enero de 1983, le asegura: “No te hablo de la lápida, porque sé muy bien que no necesito hacerlo estando en tus manos y las de Luis (Tomasello)”.

Cortázar muere el 12 de febrero de 1984. La lápida fue diseñada por Tomasello y la adorna una escultura de Silva, un cronopio, esos seres que son “un dibujo fuera del margen, un poema sin rimas” en palabras del Grandísimo Cronopio.

3a división, 2a sección, 17 oeste es el extraño juego que propone el cementerio parisino de Montparnasse para llegar a la tumba del escritor argentino, nacido ocasionalmente en Bruselas. Rodeado de multitud de tumbas anónimas y la de otros célebres escritores como Samuel Beckett, Marguerite Duras, Eugène Ionesco, Guy de Maupassant, Charles Baudelaire, Tristan Tzara, Emil Cioran, César Vallejo y Carlos Fuentes. La tumba de Cortázar está junto a la de la canadiense Dunlop. Un montón de piedrecitas como las que se arrojan en las rayuelas, cigarrillos, flores, mensajes escritos sobre el mármol blanco. En el extremo final de la tumba una serie de círculos de piedras grises conforman una especie de gusano, rematada por una carita blanca: la escultura del cronopio realizado por Silva.

Las cartas, una dimensión central en la obra de Cortázar

Los primeros tres voluminosos tomos de las cartas donde Cortázar da cuenta de sus últimos días y “participa” del diseño de su lápida fueron publicadas en abril del 2000 con el diseño de cubierta de Silva y la “edición a cargo de Aurora Bernárdez“, la primera esposa del escritor, y, además, una de sus herederas. Esas misivas -que con el tiempo pasarían a ser cinco tomos- son centrales en la vida y la obra del autor de “Historias de cronopios y de famas”; incluso pueden ser leídas como una novela autobiográfica que el narrador escribe desde sus primeros garabatos al último aliento.

El estudioso de su obra y uno de sus albaceas, Saul Yurkievich señala en la introducción de las misivas, que Cortázar “conectó la carta de manera tan activa, reactiva y creativa con su escritura que su correspondencia cobra un valor fundamental”, refiriéndose a la riqueza del epistolario para una lectura crítica.

El crítico advierte cómo en la escritura epistolar de Cortázar aparece en germen su futura producción ficcional: “La correspondencia de Cortázar es como el laboratorio central, el lugar de las síntesis alquímicas entre acontecimientos y figuraciones, entre el acaecer y la fábula”. Pero la actitud de Cortázar, como buen heredero de las vanguardias, rompe la barrera entre la ficción y la vida y será por ese gesto que terminará diseñando su tumba”, sostiene.

Las cartas a Julio Silva, en particular, muestran cómo el escritor participa en todo momento de la parte gráfica de sus libros, no sólo del diseño de las portadas a las cuales el escritor llama “el repulgue de las empanadas”, de los lomos y la maquetación sino también hasta de la elección tipográfica. Esa relación permanente en la obra entre palabra e imagen hace menos curioso que finalice con la elaboración de su propia lápida.

Las imágenes en los libros del autor de “Bestiario” van a ir ganando terreno en su estética. Ya no serán solamente ilustraciones en tapas y lomos los que debatirá con editores, amigos y diseñadores en sus cartas: habrá decenas de libros -más o menos conocidos- donde la imagen ocupará un lugar central. Ellos son los diez “libros de artistas”, entre los que se destacan “Monsieur Lautrec, con dibujos de Hermenegildo Sabat” y “Silvalandia, pinturas de Julio Silva” (libro que en su portada tiene la imagen que culminará dominando su tumba), los cinco “libros para bibliófilos”, las dos historietas “Fantomas contra los Vampiros Multinacionales” y “La raíz del ombú” (en colaboración con Alberto Cedrón), los seis catálogos y los tres famosos “libros almanaques”, titulados “La vuelta al día en ochenta mundos”, “Último round” y “Los autonautas de la cosmopista”.

Todo este material es de muy difícil acceso para los lectores. Por este motivo, en 1978 Cortázar reúne los catálogos y los libros de artistas en el libro “Territorios”, diseñado, como en todos los casos, por Silva.

“A mis amigos me gusta tenerlos cerca y para eso hicimos la casita con el otro Julio, así no andamos dispersos en catálogos, revistas y libros, todos se juntaron aquí conmigo y hay que ver lo bien que nos sentimos”, justifica Cortázar en el prólogo de este libro.

En muchas cartas se puede apreciar cómo el escritor se ocupa personalmente de la búsqueda de material para ilustrar distintos capítulos de los libros, e insiste con su permanente injerencia en el diseño gráfico, trabajando, más allá de los textos, en este tema, a la par de su amigo.

El último almanaque o libro-collage donde el escritor tenía “carta blanca” del editor “para meter viñetas, mapas, galletitas secas, gatos disecados, etc…”, según las propias palabras de Cortázar, es “Los autonautas de la cosmopista o Viaje intemporal Paris-Marsella”, el último libro que escribe en colaboración. Última creación “a cuatro manos”, en este caso, con Dunlop. Este almanaque está cargado de muerte, pues de las cuatro manos, sólo quedarán dos agónicas que terminarán de escribirlo: la fotógrafa muere en noviembre de 1982.

Cortazar junto a Carol Dunlop durante el viaje relatado en “Los autonautas de la cosmopista”

El libro “Los autonautas de la cosmopista” es un viaje que conduce a la muerte. Diecinueve días antes de su fallecimiento, el 24 de enero de 1984, Cortázar desde Managua le escribe a su amiga la traductora Laure Bataillon: “Me tranquiliza, pues, saber que a mi regreso podré dedicarme a montar el libro con la ayuda de Julio Silva… Este será un libro de muchos amigos juntos, y eso le hubiera encantado a Carol que tanto los quiso a ustedes…”.

En el último gesto literario de su vida se percibe la importancia del diálogo entre imagen y palabras, con el fin de “agradar a un lector sensible”. Este período donde dialogan palabras e imágenes no sólo consta de los “libros almanaques” del autor sino que se pueden ver estas operaciones que serán constantes hasta su muerte.

(*) Agencia de noticias Telam

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Borges y yo – Jorge Luis Borges

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Jorge Luis Borges recita “Borges y yo“, su minicuento.

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, las etimologías, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mi podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar.

Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.

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Historias Reflejadas

“Tiempo de cosecha”

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Tiempo de cosecha

El tiempo se había detenido en una de sus innumerables vueltas. En aquella selva de pasiones y olvidos, la naturaleza contaba en ciclos las historias de cada especie. Unos a otros se acompañaban en una melodía perfecta en la que las noches se adherían a los días y las estaciones se hermanaban armoniosas una y otra vez, anunciando la vida y convocando a la muerte.

La niña sabía que tan solo una cortina apenas visible los separaba del mundo de los que habían partido. Es que en realidad para ella nunca lo habían hecho, porque sus ojos sabios aún los reconocían a través de la densa niebla que se empeñaba en separar lo evidente. El armonioso decir de cada uno de los seres que habitaban aquel espacio sin horas, resguardado de malicias, le llegaba justo para comunicar lo importante y para advertir acerca de los peligros. Y era la misma muerte la que ahora hablaba a través de ese árbol de ramas retorcidas y raíces firmes la que enredaba a todos con sus palabras vivas.

La niña pudo verla y escucharla. La mujer que habitaba más allá de las ramas, y que por momentos se desvanecía entre las raíces, tenía un claro mensaje para darles. Les tocaba a ellos resguardar cada uno de los tesoros que los rodeaban. Hubo un tiempo en el que la imprudencia y la codicia de los hombres devastaron esas tierras. También existió otro en el que las semillas volvieron a germinar y se abrieron paso atravesando la tristeza de cada partícula de tierra intentando un futuro. Hoy eran árboles capaces de recrear la vida y esos seres, recortados en un tiempo nuevo, estaban allí para protegerlos. La mujer que habitaba detrás de la vida se sumó al destino, alargó sus manos nudosas, afirmó sus pies enraizados con su árbol y dispersó sobre ellos nuevos brotes que multiplicarían la esencia de aquel pueblo detenido en alguna de las vueltas del tiempo, en la eternidad.

Andrea Viveca Sanz

Se reflejaron en este cuento “La mujer habitada” de Gioconda Belli, “Donde el corazón te lleve” de Susanna Tamaro, “Los días de la sombra” de Liliana Bodoc, “La ciudad de las Bestias” de Isabel Allende.

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Textos para escuchar

Casa tomada – Julio Cortazar

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Julio Cartazar lee su cuento Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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Propietaria/Directora: Andrea Viveca Sanz
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