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Literatura

José Saramago, a una década de su partida

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Ensayista, novelista, poeta, periodista y dramaturgo, José Saramago, premio Nobel de Literatura en 1998, es uno de los grandes representantes de la literatura portuguesa y, a diez años de su muerte, su obra sigue interpelando y sumando lectores con una prosa que indaga en la responsabilidad moral de los humanos.

A comienzos de la pandemia, una de sus más emblemáticas novelas “Ensayo sobre la Ceguera”, sobre el egoísmo de la sociedad ante la posibilidad de perder la vista, en una suerte de epidemia inexplicable que causa pánico y que intenta ser controlada pero prevalece el caos y la decadencia de los valores, se convirtió en uno de los libros más vendidos en IBS, empresa editorial con distribución de libros en formato físico y digital. Como correlato, en Amazon se posicionó en el quinto lugar de más vendidos, con un incremento de 180%.

En ese libro, publicado en 1995, tres años antes de ganar el Nobel de Literatura, el portugués hacía referencia a una pandemia de ceguera blanca que se extiende por todo el mundo y aseguraba que se trataba de una “novela que plasmaba, criticaba y desenmascaraba a una sociedad podrida y desencajada”.

Nacido el 16 de noviembre de 1922 en Azinhaga (Ribatejo, Portugal) como José de Sousa, fue criado en un barrio popular de Lisboa y fue su madre quien le regaló su primer libro, “Misterio en blanco”, de Joseph Jefferson Farjeon.

Al inscribirse en la escuela primaria se descubrió que por error se incluyó en su certificado de nacimiento el apodo familiar, Saramago, como apellido y de esta forma, José se convirtió en el primer Saramago de la familia Meirinho Sousa.

A los 15 años, obligado a dejar sus estudios por falta de medios, comenzó a trabajar como cerrajero, más tarde lo hizo en una caja de pensiones y luego llegaron a su vida el periodismo, la labor editorial y la traducción.

Saramago fue colaborador de diversos periódicos y revistas, codirigió el Diario de Noticias en 1975 y su compromiso político lo llevó a militar en el Partido Comunista Portugués, por lo que sufrió censura y persecución durante la dictadura de António de Oliveira Salazar.

En 1974 se sumó a la Revolución de los Claveles, que recibió su nombre tras inundar las calles de Lisboa con claveles rojos en la boca de los fusiles del ejército en vez de balas, y dio fin a 46 años de dictadura de Salazar.

Su primera novela, “Tierra de pecado”, la publicó en 1947 y fue después de casi dos décadas que llegó la publicación de “Los poemas posibles” y en 1970 “Probablemente alegría”, colecciones de poesías con las que logró renovar el lenguaje poético tradicional.

Su producción literaria marca un hito en 1975 con “El año 1993”, un libro compuesto por 30 poemas que podrían ser 30 capítulos en los que Saramago describe, de manera realista y, a su vez, metafórica, la ocupación de un país por un invasor despiadado.

Novelas como “Manual de pintura y caligrafía” (1976), “Alzado del Suelo” (1980), “El año de la muerte de Ricardo Reis” (1984) y “La balsa de piedra” (1986) y el libro de cuentos “Casi un objeto” (1978) se sumaron a su prolifera producción de ficción.

Su obra de los últimos años incluye novelas, diarios y otras publicaciones, entre las que se destacan “Historia del cerco de Lisboa” (1989), “Todos los nombres” (1997) y la obra teatral “In nomine Dei” (1993).

En 1991 publicó uno de sus trabajos más reconocidos “El evangelio según Jesucristo”, por el que recibió el Gran Premio de Novela de la Asociación Portuguesa de Escritores y el Premio Brancati (Zafferana, Italia), fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Sevilla, y el Gobierno francés le concedió el título de “Chevalier d’Honneur des Arts et des Lettres”.

Fue en 1994 cuando se conoció el primer volumen de “Cuadernos de Lanzarote”, ingresó en la Academia Universal de las Culturas (París), en la Academia Argentina de Letras y en el Patronato de Honra de la Fundación César Manrique (Lanzarote).

Al año siguiente fue el momento de la emblemática “Ensayo sobre la Ceguera”, primera entrega de su trilogía sobre la identidad del individuo, y el segundo volumen de “Cuadernos de Lanzarote”.

Saramago fue en 1998 el primer y hasta ahora único escritor portugués en recibir el Premio Nobel de Literatura por una obra sostenida “por la imaginación, la compasión y la ironía”, según señaló la Academia Sueca en su fallo.

“No esperaba el premio. La esperanza de conseguir el Nobel disminuyó a medida que se los iban dando a otros autores. ¡Imagínense que me hubiera quedado en Frankfurt y se lo hubieran dado a otro escritor! No solo habría perdido el billete de avión, sino que me habría sentido humillado”, contó en ese momento a la prensa al recibir la noticia.

El escritor portugués tenía un boleto para regresar a Madrid a las 12.55 horas, justo cinco minutos antes de que se anunciase el galardón en la Feria del Libro de Frankfurt, y se fue al aeropuerto pero su editor lo convenció y regresó al evento.

“Escritores, autores, colegas, tengo que deciros que el premio es vuestro, soy uno de los vuestros. Lo dedico no solo a los portugueses sino a todos los que escriben en portugués”, dijo sobre el galardón.

En 2014 se publicó “Alabardas”, la novela que dejó inconclusa unos meses antes de morir en 2010, en una edición de lujo con ilustraciones de Günter Grass y textos de Roberto Saviano y Fernando Gómez Aguilera, que permite explorar otra huella perdurable del genio del portugués que hasta sus últimos días exploró en su prosa la responsabilidad moral de los humanos.

En sus últimos años produjo “Las pequeñas memorias” (2006), que se sumó a obras como “La caverna” (2000), “El hombre duplicado” (2002), “El viaje del elefante” (2008) o “Caín” (2009).

La huella narrativa de Saramago puede encontrarse además en “La balsa de piedra” (1986), “Historia del cerco de Lisboa” (1989), “El Evangelio según Jesucristo” (1991), “Casi un objeto” (1994), “Viaje a Portugal” (1995), “Todos los nombres” (1999), “La caverna” (2001), “El hombre duplicado” (2003), “Ensayo sobre la lucidez” (2004), “Poesía completa” (2005) y “Las intermitencias de la muerte” (2005).

En 2018 se conoció “El cuaderno del año del Nobel”, el último volumen de los diarios del escritor con sus pensamientos y algunas de sus escenas cotidianas con textos que comienzan el 1º de enero de 1998 y finalizan con dos entradas en 1999.

El escritor pasó sus últimos años en la isla de Lanzarote, España, junto a su esposa, la periodista y traductora española Pilar del Río, quien preside la Fundación que lo homenajea y funciona en la Casa dos Bicos, en Lisboa.

El legado del escritor fallecido el 18 de junio de 2010 fue donado, en 2017, a la Biblioteca Nacional de Portugal para cumplir con su voluntad y de esa manera, originales de sus novelas, tanto manuscritos como mecanografiados, correspondencia intercambiada con amigos y otros escritores, así como cuadernos de notas preparatorias para los libros, permanecen en Portugal y convierten a los portugueses en sus herederos.

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El niño de las avispas – Victoria Bayona

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Victoria Bayona lee su cuento El niño de las avispas


“¿Por qué lo seguían?”, se preguntaban los habitantes de Cuerno Callado. Por un tiempo, nada más. Después, aunque parezca difícil de creerse, se olvidaron de él. Como si se hubiera desvanecido, no recordaban si había existido o lo habían soñado.

Fermín nació una madrugada en la que las estrellas parecían querer quedarse un tiempo más para esperarlo. Alrededor de las siete, un llanto menudo resonó en la casa. Los primeros insectos atravesaron la ventana poco después. Rodearon la cesta de trigos enlazados que les había regalado el hijo de un terrateniente. La madre reposaba aun dolorida por el parto, y fue el padre quien se encargó de espantarlos. Cerró las hojas de vidrio y vio cómo se agolpaban al otro lado. Buscaban cualquier resquicio para ingresar, rodeando el hogar con zumbidos y golpeteos. Lo que en un principio pareció un capricho curioso de la naturaleza, a los padres terminó por asustarles.

Cubrieron la cuna con velos, sellaron cada hueco, se ocuparon cuidadosamente de abrir solo unos segundos las puertas al entrar y salir, y consiguieron, por escasos meses, mantener a los invasores a raya. Pero Fermín crecía y, después de gatear, caminó. Tan pronto pudo acercar los bancos a los picaportes, era él quien dejaba entrar la plaga y la casa se llenaba de nubes bulliciosas.

Fue examinado por médicos, brujos y curanderas. Nada parecía explicar la atracción que sentían las criaturas por el niño. Picaban a cuanta persona estuviera al alcance. Al niño no. A él lo perdonaban de sus aguijones. Los padres entendieron que algo estaba realmente mal cuando escucharon que la primera palabra que su hijo pronunció fue “avispa”.

—¡No podemos seguir así! —gritó la madre un día, mostrándole al marido sus brazos lacerados—. ¡No podemos!

Lloraba a los gritos, y el niño la observaba parado, aferrado a los barrotes de la cuna. Al menos diez avispas revoloteaban a su alrededor. Cada vez que alguno de sus padres quería levantarlo, lo atacaban.

—Esto tiene que parar —repetía la mujer, hecha un ovillo sobre la cama—, tiene que parar.

Un extraño resentimiento crecía en sus corazones hacia el hijo. Al principio intentaron protegerlo, pero se fueron dando cuenta que los insectos no eran una amenaza para él, al contrario, parecía disfrutar su compañía. Pasaban los años y, aunque aun no pudieran confesarlo en voz alta, comenzaban a planear cómo deshacerse de él.

Casi sin mediar palabra, fueron construyendo una casita entre Cuerno Callado y Casadelmar, rodeada de árboles frondosos, bastante alejada del pueblo. Le pusieron un camastro rústico, una mesa, alacenas repletas de comida. Su plan era ir cada mediodía y cada noche a alimentarlo, que el niño durmiera allí, rodeado de los insectos sin que los afectara a ellos.

Cuando llegó el día, la madre tenía un ojo inflamado por una picadura. El padre ponía sobre las suyas un ungüento que les había formulado una curandera de Puerto Espinos. Hartos del martirio, esperaron a que Fermín, que ya tenía seis años, estuviera dormido. Lo envolvieron en una manta y lo dejaron en la cama que habían hecho para él. Lo miraron unos segundos. Cuando las avispas comenzaron a habitar la casa, huyeron.

Al día siguiente amanecieron sintiéndose extraños. El silencio era pesado. Poderoso. No había dentro de su casa un solo insecto. Nada les picaba. El cuerpo no ostentaba nuevas picaduras. Pero su hijo les faltaba. La madre rompió en llanto. El padre lloró también.

—¿Qué hicimos? —se reprocharon.

Salieron disparados rumbo a la casilla. Se convencieron de que encontrarían otras maneras de poder criarlo, que lo que habían ideado era una locura, que habían estado bajo los influjos de la alucinación producida por las picaduras. Que quizás el niño no hubiera despertado y nunca se enterara de que había pasado la noche lejos.

Cuando llegaron, Fermín no estaba. Desde entonces lo buscaron por todas partes. Pero el niño de las avispas nunca apareció.

Abrió los ojos. El olor era nuevo. Olor a madera. A bosque. Esa no era su casa, no era su cama, sin embargo se sentía bien ese despertar. Tan pronto se incorporó, varias avispas lo rodearon. Miró a un lado, a otro, era una casa pequeña. ¿Por qué estaba ahí? ¿Cómo había llegado? No sabía las respuestas a muchas de esas preguntas, pero en su inocencia terminó de entender algo que rompió su corazón: sus padres ya no lo querían.

Una extraña libertad latió en el pecho lastimado: nada lo aferraba al mundo en el que le tocó nacer. Si no corrió antes había sido por quedarse con ellos. Pero en ese momento, confirmó que había ocurrido algún error y que al fin podía enmendarlo. Extendió la mano con la palma al cielo y varios insectos se posaron en ella. Sonrió. Se sentía conectado con esas criaturas que habían sido desde siempre su familia. Por fin estaba en casa.

Corrió a través de los árboles añosos hacia lugares donde nunca había ido antes. Las avispas lo guiaban. Formaban hordas numerosas y, al pasar, los habitantes del bosque los miraban asombrados. Después de mucho tiempo, se detuvieron. Llegaron a una pared de roca que en su base tenía una zona ahuecada. Fermín sintió muchas ganas de descansar allí. Se quitó la ropa y se acurrucó en la superficie dura y fría, pero no le incomodó. Había algo reconfortante en esa rusticidad, en ese estar desnudo sin nada que lo separara de la naturaleza. Cerró los ojos y se sumió en un sueño muy profundo. Tan profundo que no advirtió las redes que los insectos tejían a su alrededor.

Despertó después de muchos meses. No abrió los ojos porque ya no tenía párpados. Simplemente pudo ver, ver. Una película lo separaba del mundo. Extendió sus brazos y rompió la crisálida que lo albergó durante su sueño. Podía sentirlo todo. La savia fluyendo en las venas de las plantas, el andar de las hormigas, el latir acelerado en el corazón de los animales. La brisa, la tierra que palpitaba en la base de sus pies. Se llevó las manos a la cara. La sintió huesuda. Sabía que algo se había transformado y quería verlo. Caminó, el instinto le indicaba dónde encontraría agua. Un séquito de avispas lo siguió.

Finalmente, el reflejo de un lago le sirvió de espejo. Su rostro se había alargado y sus ojos eran redondos, negros y brillantes. Su nueva apariencia no le disgustaba. Estaba aún estudiando sus facciones cuando sucedió lo más maravilloso: detrás de su espalda comenzaron a desplegarse destellos transparentes, un abanico mágico, el sueño que había tenido incluso antes de existir: le habían crecido alas.

Eran miles los insectos que se habían agolpado a presenciar el gran fenómeno. De pronto sus zumbidos se aunaron en uno y parecieron entonar una curiosa melodía. Estaban dándole la bienvenida. Él zumbó también. Hablaba la lengua de los insectos. Con ellos fue que se asentó en un lugar apartado y juntos construyeron un avispero magnífico, la fortaleza de cera y barro que se convertiría en el castillo de Fermín.

Con el tiempo fue olvidando sus años con los hombres. Olvidó primero el sabor de la comida, las camas, las plantas en macetas, el idioma de Cuerno Callado. Olvidó los horarios, las rutinas. Las visitas y los cantos. Y lo último que olvidó, como si no hubiera querido olvidarlas nunca, fueron las manos de su madre y la risa de su padre. Vivía con sus amigos en su nuevo hogar, recorría los alrededores, en ocasiones auxiliaba a aquellos animales que lo necesitaban. Se había convertido en un ser generoso que trabajaba por el bienestar del bosque.

Pasó una mañana. Escuchó un sonido como ningún otro. Se acercó, sigiloso, hacia donde si oído lo guiaba. En medio de un claro entre los árboles, la vio. Una joven muy bella seleccionaba y recogía plantas para luego guardarlas en su delantal. Mientras realizaba su labor, cantaba. Su canto le devolvió todo lo que había olvidado.

—Mamá —murmuró, en aquella lengua que no había usado en años.

Los ojos se le volvieron acuosos y su corazón pareció quebrarse una vez más.

Así lo encontró la joven. Aferrando sus rodillas, con la cabeza oculta.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

Su voz era extremadamente dulce, como si no hubiera dejado de cantar.

Fermín alzó la vista. Por un segundo la muchacha se sobresaltó al enfrentarse a esos ojos negros y profundos. Solo después reparó en sus alas. Intentó que su asombro no se reflejara en sus facciones.

Fermín era un adolescente ya y había acumulado muchos años de rencores. Ver a la muchacha le abrió una herida aneja. De pronto estaba enojado. Enojado con su pasado, con sus padres, con sentirse solo en su singularidad. No lo pensó. La aferró entre sus brazos y voló hasta el castillo de cera, a encerrar a la joven que dolía en una torre de polen y de miel.

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Historias Reflejadas

“Carrera”

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Carrera

Corrían. Los pasos se alargaban más allá de sus cuerpos en busca de respuestas.

Avanzaban sobre un tiempo muerto, sin formas, las horas quietas en puntos suspensivos. El pasado se hacía presente, como una sombra, como un vidrio sucio donde se escondían las preguntas.

Corrían y en sus pies se enredaban las mentiras, una detrás de la otra; el cuerpo en movimiento, fijo en el instante, dejándose reposar en ese balanceo de la vida, para no caer en la opresiva sensación de las circunstancias.

Corrían, viajaban sobre sus pensamientos, cada pisada un encuentro con la inevitable memoria de sus cuerpos; la búsqueda y el vacío.

Andrea Viveca Sanz

Se reflejan en esta historia los siguientes textos: “Asco”, de Carolina Perrot; “Una mujer corre”, de Bibiana Ricciardi; “Vidrio”, de Gabriela Borrelli; y “Cada despedida”, de Mariana Dimópulos.

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Literatura

Tres jóvenes fundaron una editorial que apuesta por la literatura de riesgo

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PH: Agencia Noticias Argentinas
Por Gastón Marote

Tres jóvenes emprendedores fundaron la editorial independiente La Tarea de Escribir, que ya publicó siete libros y apuesta por escrituras radicales y autores emergentes, con una propuesta estética que prioriza “lo raro antes que lo bueno”.

La editorial fue creada en 2025 por Juan Rey (27), Vinicius Fonseca (28) y María Josefina Pesado (29), y surge como continuidad del taller homónimo activo desde 2021.

Según explicaron sus fundadores, el proyecto busca acompañar obras que “se atrevan a pensar desde el borde” y no temen al error o a la incomodidad.

“Creemos que una editorial no es una vidriera sino un dispositivo de pensamiento”, sostienen los creadores, que acompañan cada libro con materiales complementarios como prólogos, notas, entrevistas o piezas visuales disponibles en un soporte digital propio.

En un comunicado, destacaron que trabajan con autores “nuevos, invisibles o directamente ilegibles para la mirada estándar del presente editorial”, y que la curaduría está guiada por una apuesta estilística abierta y desafiante.

Entre sus influencias mencionan tanto editoriales independientes como N Direcciones o la mítica 18 Whiskys, como también autores consagrados y contemporáneos como César Aira, María Negroni, Gabriela Cabezón Cámara o Pablo Katchadjian.

Los objetivos de La Tarea de Escribir están divididos en tres escalas: a corto plazo, construir un catálogo pequeño e incisivo y obtener visibilidad en eventos como la Feria del Libro o la FED; a mediano plazo, formar una comunidad interesada en la experimentación; y a largo plazo, producir un archivo vivo que integre edición, taller e investigación.

Definen a su público como lectores curiosos, móviles, interesados en lo anómalo y en obras que “se presenten como objetos capaces de abrir preguntas, no de clausurarlas”.

La circulación de sus libros se enfoca en librerías independientes, ferias, universidades y espacios culturales, aunque no descartan expandirse comercialmente para sostener el proyecto.

(*) Agencia Noticias Argentinas

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Propietario: Contarte Cultura
Domicilio:La Plata, Provincia de Buenos Aires
Registro DNDA En Trámite
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