Literatura
Mucho más que infortunios: cómo la literatura testimonial reconstruye las tragedias
Por Leila Torres (*)
Cincuenta y un años después de la tragedia aérea ocurrida en los Andes, la película “La sociedad de la nieve”, basada en el libro de nombre homónimo escrito por el periodista Pablo Vierci, amigo de los sobrevivientes, vuelve a poner el foco sobre la literatura testimonial, que canaliza a través de la palabra hechos traumáticos como fueron la tragedia de Once, Cromañón o la búsqueda del submarino ARA San Juan.
En el mundo contemporáneo, el testimonio existió como género en la oralidad cotidiana y perteneció a la esfera jurídica e historiográfica mucho antes de convertirse en literatura. En Argentina, la historia de la literatura testimonial como género encuentra sus orígenes en la segunda mitad de la década de 1950 y cuenta con una genealogía de libros que tiene núcleo recurrente en las atrocidades cometidas durante la última dictadura militar, como “Operación masacre” de Rodolfo Walsh y “Retrato de la muerte” de Miguel Bonasso. Sin embargo, la literatura también aloja producciones que testimonian las tragedias que ha tenido lugar en las últimas décadas -en algunos casos azarosas, en otras por negligencia- y que cruzan hechos reales con ficción e invención con verdad.


Cuando el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya chocó contra el pico de una montaña mientras sobrevolaba la cordillera en dirección a Santiago de Chile, los sobrevivientes tuvieron que tomar muchas decisiones para poder salvarse. “La sociedad de la nieve”, el reciente lanzamiento de Netflix dirigido por el español Juan Antonio Bayona, recupera la historia testimonial presente en un libro homónimo publicado por el sello Planeta. A diferencia de cuando los sobrevivientes regresaron a Chile y no fueron del todo bien recibidos tras la polémica que se generó cuando trascendió que habían tenido que alimentarse de los restos de los fallecidos para sobrevivir, la película candidata al Oscar ofrece todos los matices para entender muchas de las decisiones que se tomaron en ese contexto.
Pablo Vierci, autor de “La sociedad de la nieve”, reflexiona en diálogo con la agencia de noticias Télam sobre las razones que llevaron a la película a convocar de manera tan masiva al público, sobre todo teniendo en cuenta que esa audiencia está conformada en parte por una generación que no conocía la historia. “Vivimos en torno a prejuicios y estereotipos, o de profecías autocumplidas, que nos permiten vivir día a día sin tener que preguntarnos o reformularnos permanentemente el porqué de las cosas”, explica.
“Pero hay episodios, o historias, que nos permiten detenernos, y entender que en la inmediatez que vivimos, no solo nos interesa lo ‘simple’, que es lo que no tiene hondura, profundidad, sino que si nos dan la oportunidad, y se las damos a los jóvenes de hoy de debatir o reflexionar sobre temas más complejos -sobre el sentido de la vida, para qué estamos acá, por ejemplo- este tema los convoca, los apasiona y les fascina”, explica el escritor uruguayo.
Para el autor, la tragedia podría asemejarse a una “carrera de postas” cuya llama se encendió en los Andes en 1972. “Esa llama se siguió transmitiendo a través de libros, documentales, películas, entrevistas y ahora la antorcha la tiene el espectador joven, que está dentro del avión, formulándose las preguntas y los dilemas que se plantearon aquellos chicos veinteañeros en el 72. Tampoco implica un viaje por el tiempo. No es tan distante, porque pertenecen a la generación de sus padres, de sus abuelos. Pero ahora tienen nuevas respuestas, tal vez más desafiantes, siempre cambiantes, posiblemente superadoras”, dice.


Un libro anterior, titulado “¡Viven! El triunfo del espíritu humano”, cuenta este accidente desde la mirada del novelista británico, historiador y biógrafo Piers Paul Read. “Siento que lo que la gente conoce desde el libro ‘Viven’, o con la película del mismo título, de 1993, son los mojones de la historia, los grandes hitos: el accidente, la primera noche, la expedición del día 4, el debate sobre el uso de los cuerpos y la expedición del día 11. Pero lo que faltaba hacer era bucear entre esos mojones, navegar entre esos hitos, acercándonos al último anillo que es el límite mismo entre la vida y la muerte, donde ambas son como las dos caras de la misma moneda, porque en esta historia irrepetible hay 16 vivos y 29 muertos”, explica Vierci y precisa: “Esta simbiosis única, entre la vida y la muerte, era lo que creo yo que faltaba contar”.
“La sociedad de la nieve” está contada en primera persona, de forma coral. Esta decisión tiene un porqué: “Era muy difícil para el que lo narrara, ponerse en el lugar del otro, vivir esa situación límite y tan prolongada en el umbral mismo entre la vida y la muerte, con la muerte pisándote los talones, donde, como dice Roberto Canessa, cuando alguien moría no tenías lástima por él, sino por ti, porque eras el próximo, en la lista de espera”, explica el escritor, que construyó el libro a partir de entrevistas a sus compañeros del colegio y del barrio.
Tragedias y accidentes que resuenan en forma de libro
En las últimas décadas, la Argentina se asomó a distintas tragedias que tuvieron luego su correlato en distintos libros, algunos en formato periodístico y otros de ficción. Uno de los textos que indaga en una tragedia con amplios efectos expansivos sobre la sociedad es “El día que apagaron la luz”, de la escritora argentina Camila Fabbri. La autora se detiene en la historia del recital de Callejeros que terminó en un incendio en el boliche Cromañón 30 de diciembre de 2004. El incendio arrasó con chicos, que se envenenaron con humo negro mientras disfrutaban del pogo. Quince años después, Fabbri escribe una novela de voces múltiples, sobre cómo una generación se topó con la muerte.


También el periodista Pablo Lisotto decidió meterse de lleno en un episodio trágico en el libro “Una tarde de junio”. Se trata del suceso fatal ocurrido el 23 de junio de 1968 en el estadio de River Plate, conocido como la “Tragedia de la puerta 12”, en el que murieron aplastadas más de 70 personas con un promedio de edad de 19 años a la salida de un partido de futbol entre Boca y el equipo local.
El trabajo periodístico de Lisotto puso de relieve la responsabilidad del poder. En una entrevista, el autor compartió la hipótesis: “Hubo un operativo policial para impedir la salida de la gente y atrás de esa barrera policial de efectivos de a pie había por lo menos seis integrantes de la policía montada repartiendo palazos, con lo cual eso generó un pánico generalizado capaz de hacer que la gente debiera elegir entre salir hacia ese destino de golpes o bien recular hacia la misma escalera. Cuando esto ocurre, se genera un fenómeno acordeón entre la masa humana y el resultado es que, entre tanta locura y tanta desesperación, mucha gente muere aplastada y asfixiada. Y así sucedió. Los cuerpos de las víctimas quedaron morados, estaban irreconocibles para muchos de sus familiares”.
¿De qué manera estos hechos son más que infortunios y muestran entramados históricos más complejos? De Cromañón a Ecos, del ARA San Juan a la explosión en una escuela de Moreno, las tragedias de los últimos 15 años ponen en evidencia un entramado histórico, complejo y negligente que la periodista Florencia Halfon lo reconstruye en su libro “¿La corrupción mata?”.
Los episodios que Halfon investigó tienen la particularidad de que “le podrían haber pasado a cualquiera”. En diálogo con Télam, la periodista señala le resulta “poco argumento” la corrupción. Aunque no niega esta problemática, la considera un condimento más en el origen de estos accidentes. “Creo que es más complejo y en muchos de estos casos son varias las cosas que funcionaron mal”, dice.


La periodista observó que a los sobrevivientes o familiares de estos casos, “les pasan cosas bien distintas”. Mientras que para algunos resulta un alivio o incluso un agradecimiento el hecho de sentirse escuchados pero también hay “miedo de hablar”. “No sé si podría describir un punto en común entre ellos, lo que sí puedo decir es que sí tienen en común que si bien los medios no trataron todas esas tragedias del mismo modo, incluso algunas casi no fueron mencionadas, como los muertos en la comisaría de Pergamino” advierte Halfon.
Una de los hechos colectivos que contó con mayor visibilidad fue la “Tragedia de Once”, el accidente ferroviario ocurrido en la mañana del miércoles 22 de febrero de 2012, cuando una formación de la línea Sarmiento que estaba arribando a la plataforma número 2 de la estación terminal de Once, no detuvo su marcha y embistió contra los paragolpes de contención, con un saldo de 51 personas fallecidas, entre ellas una mujer embarazada.
El libro “Once. Viajar y morir como animales” de la escritora y periodista Graciela Mochkofsky recupera esta tragedia partir de una investigación sobre las causas y las responsabilidades de este hecho que terminó con la vida de 51 personas. En una entrevista, rescató la actitud de las víctimas que “no querían ser usados políticamente, entendían que no era su función”.
La lista de libros que buscan visibilizar o conocer en profundidad estos accidentes es larga. Otro ejemplo de esta literatura es el libro de Gustavo Oulego sobre la búsqueda del submarino ARA San Juan, que desapareció en noviembre de 2017. El texto recoge el testimonio de Luis Tagliapetra, padre de un tripulante. Allí se relata la experiencia en el mar, participando de la búsqueda de los restos, su angustia y su relación inolvidable con sus compañeros de búsqueda, el duelo final y, por encima de todo, su promesa inquebrantable a su hijo: no parar hasta encontrarlo. Es el relato de un hombre decidido que. cueste lo que cueste, también busca justicia.
En todos estos casos, Halfon encuentra rasgos en común: “La necesidad de justicia, la necesidad de ser escuchados y de que se entienda” porque son los sobrevivientes o sus familiares quienes conocen los detalles de estas historias que encierran muerte pero también una gran pulsión de vida.
(*) Agencia de noticias Telam.
Textos para escuchar
El niño de las avispas – Victoria Bayona
Victoria Bayona lee su cuento El niño de las avispas
“¿Por qué lo seguían?”, se preguntaban los habitantes de Cuerno Callado. Por un tiempo, nada más. Después, aunque parezca difícil de creerse, se olvidaron de él. Como si se hubiera desvanecido, no recordaban si había existido o lo habían soñado.
Fermín nació una madrugada en la que las estrellas parecían querer quedarse un tiempo más para esperarlo. Alrededor de las siete, un llanto menudo resonó en la casa. Los primeros insectos atravesaron la ventana poco después. Rodearon la cesta de trigos enlazados que les había regalado el hijo de un terrateniente. La madre reposaba aun dolorida por el parto, y fue el padre quien se encargó de espantarlos. Cerró las hojas de vidrio y vio cómo se agolpaban al otro lado. Buscaban cualquier resquicio para ingresar, rodeando el hogar con zumbidos y golpeteos. Lo que en un principio pareció un capricho curioso de la naturaleza, a los padres terminó por asustarles.
Cubrieron la cuna con velos, sellaron cada hueco, se ocuparon cuidadosamente de abrir solo unos segundos las puertas al entrar y salir, y consiguieron, por escasos meses, mantener a los invasores a raya. Pero Fermín crecía y, después de gatear, caminó. Tan pronto pudo acercar los bancos a los picaportes, era él quien dejaba entrar la plaga y la casa se llenaba de nubes bulliciosas.
Fue examinado por médicos, brujos y curanderas. Nada parecía explicar la atracción que sentían las criaturas por el niño. Picaban a cuanta persona estuviera al alcance. Al niño no. A él lo perdonaban de sus aguijones. Los padres entendieron que algo estaba realmente mal cuando escucharon que la primera palabra que su hijo pronunció fue “avispa”.
—¡No podemos seguir así! —gritó la madre un día, mostrándole al marido sus brazos lacerados—. ¡No podemos!
Lloraba a los gritos, y el niño la observaba parado, aferrado a los barrotes de la cuna. Al menos diez avispas revoloteaban a su alrededor. Cada vez que alguno de sus padres quería levantarlo, lo atacaban.
—Esto tiene que parar —repetía la mujer, hecha un ovillo sobre la cama—, tiene que parar.
Un extraño resentimiento crecía en sus corazones hacia el hijo. Al principio intentaron protegerlo, pero se fueron dando cuenta que los insectos no eran una amenaza para él, al contrario, parecía disfrutar su compañía. Pasaban los años y, aunque aun no pudieran confesarlo en voz alta, comenzaban a planear cómo deshacerse de él.
Casi sin mediar palabra, fueron construyendo una casita entre Cuerno Callado y Casadelmar, rodeada de árboles frondosos, bastante alejada del pueblo. Le pusieron un camastro rústico, una mesa, alacenas repletas de comida. Su plan era ir cada mediodía y cada noche a alimentarlo, que el niño durmiera allí, rodeado de los insectos sin que los afectara a ellos.
Cuando llegó el día, la madre tenía un ojo inflamado por una picadura. El padre ponía sobre las suyas un ungüento que les había formulado una curandera de Puerto Espinos. Hartos del martirio, esperaron a que Fermín, que ya tenía seis años, estuviera dormido. Lo envolvieron en una manta y lo dejaron en la cama que habían hecho para él. Lo miraron unos segundos. Cuando las avispas comenzaron a habitar la casa, huyeron.
Al día siguiente amanecieron sintiéndose extraños. El silencio era pesado. Poderoso. No había dentro de su casa un solo insecto. Nada les picaba. El cuerpo no ostentaba nuevas picaduras. Pero su hijo les faltaba. La madre rompió en llanto. El padre lloró también.
—¿Qué hicimos? —se reprocharon.
Salieron disparados rumbo a la casilla. Se convencieron de que encontrarían otras maneras de poder criarlo, que lo que habían ideado era una locura, que habían estado bajo los influjos de la alucinación producida por las picaduras. Que quizás el niño no hubiera despertado y nunca se enterara de que había pasado la noche lejos.
Cuando llegaron, Fermín no estaba. Desde entonces lo buscaron por todas partes. Pero el niño de las avispas nunca apareció.
Abrió los ojos. El olor era nuevo. Olor a madera. A bosque. Esa no era su casa, no era su cama, sin embargo se sentía bien ese despertar. Tan pronto se incorporó, varias avispas lo rodearon. Miró a un lado, a otro, era una casa pequeña. ¿Por qué estaba ahí? ¿Cómo había llegado? No sabía las respuestas a muchas de esas preguntas, pero en su inocencia terminó de entender algo que rompió su corazón: sus padres ya no lo querían.
Una extraña libertad latió en el pecho lastimado: nada lo aferraba al mundo en el que le tocó nacer. Si no corrió antes había sido por quedarse con ellos. Pero en ese momento, confirmó que había ocurrido algún error y que al fin podía enmendarlo. Extendió la mano con la palma al cielo y varios insectos se posaron en ella. Sonrió. Se sentía conectado con esas criaturas que habían sido desde siempre su familia. Por fin estaba en casa.
Corrió a través de los árboles añosos hacia lugares donde nunca había ido antes. Las avispas lo guiaban. Formaban hordas numerosas y, al pasar, los habitantes del bosque los miraban asombrados. Después de mucho tiempo, se detuvieron. Llegaron a una pared de roca que en su base tenía una zona ahuecada. Fermín sintió muchas ganas de descansar allí. Se quitó la ropa y se acurrucó en la superficie dura y fría, pero no le incomodó. Había algo reconfortante en esa rusticidad, en ese estar desnudo sin nada que lo separara de la naturaleza. Cerró los ojos y se sumió en un sueño muy profundo. Tan profundo que no advirtió las redes que los insectos tejían a su alrededor.
Despertó después de muchos meses. No abrió los ojos porque ya no tenía párpados. Simplemente pudo ver, ver. Una película lo separaba del mundo. Extendió sus brazos y rompió la crisálida que lo albergó durante su sueño. Podía sentirlo todo. La savia fluyendo en las venas de las plantas, el andar de las hormigas, el latir acelerado en el corazón de los animales. La brisa, la tierra que palpitaba en la base de sus pies. Se llevó las manos a la cara. La sintió huesuda. Sabía que algo se había transformado y quería verlo. Caminó, el instinto le indicaba dónde encontraría agua. Un séquito de avispas lo siguió.
Finalmente, el reflejo de un lago le sirvió de espejo. Su rostro se había alargado y sus ojos eran redondos, negros y brillantes. Su nueva apariencia no le disgustaba. Estaba aún estudiando sus facciones cuando sucedió lo más maravilloso: detrás de su espalda comenzaron a desplegarse destellos transparentes, un abanico mágico, el sueño que había tenido incluso antes de existir: le habían crecido alas.
Eran miles los insectos que se habían agolpado a presenciar el gran fenómeno. De pronto sus zumbidos se aunaron en uno y parecieron entonar una curiosa melodía. Estaban dándole la bienvenida. Él zumbó también. Hablaba la lengua de los insectos. Con ellos fue que se asentó en un lugar apartado y juntos construyeron un avispero magnífico, la fortaleza de cera y barro que se convertiría en el castillo de Fermín.
Con el tiempo fue olvidando sus años con los hombres. Olvidó primero el sabor de la comida, las camas, las plantas en macetas, el idioma de Cuerno Callado. Olvidó los horarios, las rutinas. Las visitas y los cantos. Y lo último que olvidó, como si no hubiera querido olvidarlas nunca, fueron las manos de su madre y la risa de su padre. Vivía con sus amigos en su nuevo hogar, recorría los alrededores, en ocasiones auxiliaba a aquellos animales que lo necesitaban. Se había convertido en un ser generoso que trabajaba por el bienestar del bosque.
Pasó una mañana. Escuchó un sonido como ningún otro. Se acercó, sigiloso, hacia donde si oído lo guiaba. En medio de un claro entre los árboles, la vio. Una joven muy bella seleccionaba y recogía plantas para luego guardarlas en su delantal. Mientras realizaba su labor, cantaba. Su canto le devolvió todo lo que había olvidado.
—Mamá —murmuró, en aquella lengua que no había usado en años.
Los ojos se le volvieron acuosos y su corazón pareció quebrarse una vez más.
Así lo encontró la joven. Aferrando sus rodillas, con la cabeza oculta.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Su voz era extremadamente dulce, como si no hubiera dejado de cantar.
Fermín alzó la vista. Por un segundo la muchacha se sobresaltó al enfrentarse a esos ojos negros y profundos. Solo después reparó en sus alas. Intentó que su asombro no se reflejara en sus facciones.
Fermín era un adolescente ya y había acumulado muchos años de rencores. Ver a la muchacha le abrió una herida aneja. De pronto estaba enojado. Enojado con su pasado, con sus padres, con sentirse solo en su singularidad. No lo pensó. La aferró entre sus brazos y voló hasta el castillo de cera, a encerrar a la joven que dolía en una torre de polen y de miel.
Historias Reflejadas
“Carrera”

Carrera
Corrían. Los pasos se alargaban más allá de sus cuerpos en busca de respuestas.
Avanzaban sobre un tiempo muerto, sin formas, las horas quietas en puntos suspensivos. El pasado se hacía presente, como una sombra, como un vidrio sucio donde se escondían las preguntas.
Corrían y en sus pies se enredaban las mentiras, una detrás de la otra; el cuerpo en movimiento, fijo en el instante, dejándose reposar en ese balanceo de la vida, para no caer en la opresiva sensación de las circunstancias.
Corrían, viajaban sobre sus pensamientos, cada pisada un encuentro con la inevitable memoria de sus cuerpos; la búsqueda y el vacío.
Andrea Viveca Sanz
Se reflejan en esta historia los siguientes textos: “Asco”, de Carolina Perrot; “Una mujer corre”, de Bibiana Ricciardi; “Vidrio”, de Gabriela Borrelli; y “Cada despedida”, de Mariana Dimópulos.
Literatura
Tres jóvenes fundaron una editorial que apuesta por la literatura de riesgo
Por Gastón Marote
Tres jóvenes emprendedores fundaron la editorial independiente La Tarea de Escribir, que ya publicó siete libros y apuesta por escrituras radicales y autores emergentes, con una propuesta estética que prioriza “lo raro antes que lo bueno”.
La editorial fue creada en 2025 por Juan Rey (27), Vinicius Fonseca (28) y María Josefina Pesado (29), y surge como continuidad del taller homónimo activo desde 2021.

Según explicaron sus fundadores, el proyecto busca acompañar obras que “se atrevan a pensar desde el borde” y no temen al error o a la incomodidad.
“Creemos que una editorial no es una vidriera sino un dispositivo de pensamiento”, sostienen los creadores, que acompañan cada libro con materiales complementarios como prólogos, notas, entrevistas o piezas visuales disponibles en un soporte digital propio.
En un comunicado, destacaron que trabajan con autores “nuevos, invisibles o directamente ilegibles para la mirada estándar del presente editorial”, y que la curaduría está guiada por una apuesta estilística abierta y desafiante.
Entre sus influencias mencionan tanto editoriales independientes como N Direcciones o la mítica 18 Whiskys, como también autores consagrados y contemporáneos como César Aira, María Negroni, Gabriela Cabezón Cámara o Pablo Katchadjian.
Los objetivos de La Tarea de Escribir están divididos en tres escalas: a corto plazo, construir un catálogo pequeño e incisivo y obtener visibilidad en eventos como la Feria del Libro o la FED; a mediano plazo, formar una comunidad interesada en la experimentación; y a largo plazo, producir un archivo vivo que integre edición, taller e investigación.
Definen a su público como lectores curiosos, móviles, interesados en lo anómalo y en obras que “se presenten como objetos capaces de abrir preguntas, no de clausurarlas”.
La circulación de sus libros se enfoca en librerías independientes, ferias, universidades y espacios culturales, aunque no descartan expandirse comercialmente para sostener el proyecto.
(*) Agencia Noticias Argentinas
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