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Literatura

Reeditan la obra completa de Bob Dylan

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Por Juan Rapacioli

Bob Dylan, nombre fundamental de la cultura popular del siglo XX, reciente ganador del Premio Nobel de Literatura, es un artista incomparable que cambió para siempre la forma de comprender la canción estadounidense, a través de un complejo trabajo con el lenguaje que se puede ver reflejado en sus “Letras Completas”, una publicación monumental que abarca más de 50 años de incansable producción poética.

“Mucha agua bajo el puente, y muchas otras cosas. No se levanten caballeros, solo estoy de paso”, dice Dylan en “Things have changed” (“Las cosas han cambiado”), una de las canciones de su disco “Time out of mind” que parece definir, de alguna manera, el modo audaz, movedizo, irónico y lúcido del artista nacido como Robert Allen Zimmerman en Duluth, Minnesota, Estados Unidos, el 24 de mayo de 1941.

Ganador del Premio Nobel de Literatura 2016 “por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción”, Dylan condensa, en una misma persona, la figura del poeta disconforme con la sociedad, el activista social, el trovador iluminado, el hombre religioso, el ídolo de masas y el artista de culto que sigue recorriendo el mundo con su Never Ending Tour.

Dylan, que de alguna manera inventó un género literario con recursos musicales, es tal vez el artista más influyente de su generación: antes de morir, el poeta y cantante canadiense Leonard Cohen dijo que el Nobel a Dylan era “como ponerle una medalla al Everest”; el músico estadounidense Tom Waits afirmó que “ninguna voz es mayor que la de Dylan”, y Bruce Springsteen se refirió a Dylan como el padre de su país.

La gran publicación bilingüe de “Letras Completas”, a cargo del sello español Malpaso Ediciones, se completa con la nueva edición bilingüe de “Tarántula”, una suerte de poemario escrito por Dylan a modo de monólogo interior en 1965, y “Crónicas. Volumen 1”, publicado en 2004, que traza un recorrido por su propia vida a partir de una historia de la música americana mezclada con recuerdos, anécdotas, reflexiones y pensamientos.

José Moreno, Pablo Gianera, Horacio Fiebelkorn, Mario Arteca, Martín Zariello y Juan Arabia hablaron con Télam sobre el lenguaje, las lecturas, la influencia, los recursos, los procedimientos y la relevancia cultural de Bob Dylan, el artista de las muchas caras que sigue rodando por la tradición americana.

El traductor José Moreno, que realizó junto a Miquel Izquierdo y Bernardo Domínguez Reyes un monumental trabajo de traducción en estos nuevos volúmenes, dijo que “aparte de las frustraciones comunes a toda traducción de poesía (muchos consideran que los versos son intraducibles), el problema fundamental en el caso de Dylan es, quizá, la enorme variedad de los artificios que emplea y la dificultad (a veces imposibilidad) de verterlos a otra lengua”.

Y menciona: “citas (desde la Biblia o Petrarca a frases tomadas del cine y la televisión), alusiones crípticas (que a menudo se pierden al cambiar de contexto), juegos de palabras, imágenes descabelladas, metáforas impenetrables, registros jergales, modismos, refranes, retruécanos, bromas privadas, etcétera. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que hemos trabajado para una edición bilingüe cuyo objetivo era servir de apoyo (o de puente) para el acceso a las letras originales”.

“Lo más notable es, tal vez, su extrema libertad. Dylan se abre a todas las influencias (cultas o populares), las asimila de una forma algo caótica y las vuelca arrolladoramente en sus letras. Nada lo intimida. Tiene, además, un talento casi instintivo para la creación de imágenes poéticas explosivas (aunque a veces muy oscuras)”, explica el traductor.

Por su parte, el crítico Pablo Gianera sostiene que “sería imposible, además de impropio, estudiar a Dylan desde una perspetiva acotadamente musical. El crítico Christopher Ricks, en su libro ‘Dylan’s Visions of Sin’, habló de un ‘pensamiento equilátero’, hecho de la música propiamente dicha, la voz y las palabras. Es cierto que Dylan, según las épocas, acentuó algunos u otros de esos vértices”.

Y continúa: “recordemos la frase: ‘Me considero primero un poeta y, en segundo lugar, un músico’. Pero lo notable de Dylan es para mí el modo en que consigue que las palabras mismas funcionen como unidades musicales. Esta virtud depende de una afinación sin fisuras (contra todo lo que pueda suponerse) y una muy particular estrategia para escandir y generar ritmos imprevistos. Por otra parte, las rimas de Dylan son inteligentísimas, en el sentido de que crean un sentido subrepticio”.

Para Gianera, en la influencia de Dylan “está sin duda la sombra de Kerouac, que desde mi punto de vista es más nítida que la de Ginsberg. Es claro que leyó también muy atentamente a T.S. Eliot y a los románticos ingleses. Creo advertir además a veces el perfume de la lírica de Brecht, que imagino que le habrá llegado por la voz de Lotte Lenya, a la que admiraba especialmente. Después y antes y sobre todo, el ‘Libro de los Libros'”.

Sobre su trabajo con el lenguaje, el poeta Horacio Fiebelkorn explica que “tanto en sus canciones iniciales, más volcadas a la protesta social, como en su rumbo posterior, donde explora una zona más vasta de la conciencia y de la lengua, está presente un trabajo muy fino con la palabra, un manejo impecable de los tiempos, los metros fijos, las rimas, imágenes audaces, combinaciones por momentos extravagantes u oscuras, tildadas a veces de “surrealistas”, a falta de mejor cosa para decir”.

“En su lírica se registra el mismo proceso de síntesis que a nivel musical. En Dylan está presente gran parte de lo mejor de la poesía de su país. De algún modo, fue el iniciador de una especie de dinastía de grandes letristas del rock y del folk. O sea, autores con un alto volumen de lecturas encima, como Lou Reed, Robbie Robertson (The Band), Robert Hunter (Grateful Dead), Leonard Cohen, Phil Ochs (su amigo y rival) o el mismo Bowie en Inglaterra, por mencionar solo algunos”, sostiene el poeta.

Otro poeta, Mario Arteca, por su parte, reflexiona sobre el lenguaje de Dylan: “da la impresión que antes de su irrupción, en 1961, esa forma de trabajar historias no existía, o estaba en forma muy incipiente en otros cantantes. El lenguaje de Dylan es directo pero no rudimentario. Y es poético porque da un paso adelante del formato canción. A veces me parece que Dylan es un escritor que devino cantante, despreocupado de la forma y la ejecución de sus canciones, pero con el lenguaje intacto”.

Según el escritor Martín Zariello “solo pensar que Lennon y McCartney modificaron sus líricas al escuchar sus canciones evidencia la huella de Dylan. Pero además de sus letras, también está su voz, que no entra en ningún parámetro estético, y es en sí mismo un instrumento que fue utilizando a lo largo de los años de diferentes maneras. Eso, más cierto hermetismo a la Salinger que lo convirtió en un mito, alcanzan para redondear, sintéticamente, su aporte a la música popular”.

“Creo que Dylan es la continuación por otros medios de grandes líneas de la literatura y de la música popular. Dylan junta a Woody Guthrie con Walt Whitman, los surrealistas y los beatniks. Lo curioso es que en alguna biografía se dice que estaba más interesado Allen Ginsberg en Dylan que al revés. O sea: Dylan no iba a los beatniks, los beatniks iban a él. Un tema como ‘Not dark yet’ podría ser un poema de ‘Fervor de Buenos Aires’, sostiene el creador del blog Ilcorvino.

Y Juan Arabia, poeta y editor, apunta que Dylan “es un hombre de campo, y creo que más bien hizo un aporte desde las tradiciones populares (musicales y experienciales) hacia lo tardíamente denominado ‘cultura de masas’. Es sorprendente cómo Dylan incluye diálogos en sus poemas, relatos o historias orales. Algo poco usual para la época, y más en la poesía”.

“Eso aparece mucho en sus primeros discos, en su claro enfrentamiento con la ciudad de Nueva York, y su condición o emergencia de clase. En Dylan, y esto es casi una excepción en el caso, se produce una fusión entre las tradiciones de la música popular estadounidense (musical y lírica de blues, folk), y lo más alto de la tradición poética: inglesa, francesa, estadounidense”, concluye Arabia.

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Literatura

Alfaguara reedita la obra de Mario Benedetti

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La editorial Alfaguara, parte de Penguin Random House Grupo Editorial, publica las obras del escritor uruguayo Mario Benedetti en Uruguay, Argentina y Chile, gracias al acuerdo firmado con la Fundación Mario Benedetti, titular de los derechos.

Escritor enormemente influyente a nivel mundial, figura clave de la llamada “Generación del 45”, la vida de Benedetti estuvo marcada por la literatura y por la solidaridad con el prójimo. Su legado literario sigue siendo profundamente relevante para los lectores contemporáneos, y su mensaje de belleza poética y compromiso con los demás es hoy más vigente que nunca.

Hasta ahora, la obra de Benedetti ha sido publicada por Alfaguara en España y gran parte de Latinoamérica. Con este nuevo acuerdo, se incorporan los países del Cono Sur, permitiendo que su legado literario llegue a todo el territorio de los lectores hispanohablantes a través del sello editorial de referencia en el campo de la creación literaria en lengua española.

(Fuente: Penguin Random House | Prensa y Comunicación)

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Literatura

Novedades de septiembre de Enero Editorial

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“El espíritu de la niebla” y “Aro de fuego” , de Andrea Cisneros y Cristina González, es una saga escrita a cuatro manos que combina la belleza del lenguaje con una tensión que crece página a página. En esta isla suspendida entre el tiempo y la bruma, cada personaje guarda una parte del enigma. Y solo quien se atreva a enfrentarlo podrá entender qué lo trajo hasta el fin del mundo.
Es una novela sobre el desarraigo, los silencios familiares, los rituales que persisten aun cuando nadie los recuerda.

En “Las casas no mueren” Marcela Orbelli convierte cada relato en un umbral, un archivo que palpita y nos confirma que las casas permanecen en la memoria. Con una prosa límpida y sensorial, la autora desmonta el paradigma del «hogar seguro» para mostrar su revés. Las casas no se derrumban del todo: siguen susurrando lo que fuimos.

“Hasta aquella duna, dije” es un umbral. Un cuaderno abierto al borde del mar, donde la memoria se moja los pies y la escritura camina sola.
Dijo Natalia Romero: “En el recorrido por los poemas de María Gabriela Moreno, nos guía el viento. A veces un graznido: los pájaros. A veces el aire manso en la quietud del verano. Gabriela es una guardiana de la memoria que se entrega al viento para ver que en la fragilidad de las flores se esconde su mayor fortaleza: forman un jardín.”

“Perros de espalda al río” propone un desplazamiento: un modo nuevo de leer lo cotidiano cuando se lo observa desde el temblor, desde la fragilidad radical de lo que creíamos estable. Emanuel Galante construye cuentos en los que la infancia, el dolor, el cuidado, la ternura y la crueldad se entrelazan sin estridencias, revelando que los vínculos se tejen también en el silencio, en la omisión, en lo que no se puede nombrar.

“Los viejos lugares de antes”, primer libro de cuentos de Leonardo Pirolo, es una obra tan profunda como personal. Estas doce historias de corte realistas, narradas con una prosa pulida, muestran personajes marcados por la erosión del tiempo, esa gota filosa que horada hasta la piedra. Dijo Pablo Ali: “Cada historia se proyecta en imágenes, uno de los lemas de la prosa estadounidense contemporánea. Eso amplía la ansiedad de lectura por descubrir qué esconden esos personajes y cuáles son los sentidos de los objetos, los gestos y las palabras”.

(Fuente: Andrea M. Vázquez – Ave Fénix Comunicación)

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Textos para escuchar

Dos mundiales y un país de fantasía – Eduardo Sacheri

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Eduardo Sacheri lee el texto “Dos mundiales y un país de fantasía” que publicara en la edición de mayo de 2012 de la revista El Gráfico

Hoy ando con ganas de escribir una ficción, aunque no la tengo fácil. Hay ocasiones en que las historias se te ocurren enteritas, de principio a fin, y el escritor lo único que tiene que hacer es dejarse llevar y poner en palabras las imágenes que le han surgido, encadenadas, dentro de sí. Pero otras veces pasa esto: uno tiene algunas imágenes, pero no todas. Entre ellas quedan huecos o mejor dicho, silencios. Eslabones vacíos. Y da mucho trabajo llenarlos. Encontrar el cemento que los aglutine, que les dé coherencia, cuerpo y entidad.

Lo que puedo hacer, por el momento, es compartir con ustedes los elementos que sí tengo. Los materiales y las imágenes de las que sí dispongo.

Imagino esta historia en 1982, en algún país de América del Sur. Tiene que ser de América del Sur porque ese país de fantasía tiene que estar gobernado por una dictadura militar. Y en América del Sur, a principios de los ochenta, esas dictaduras abundan. Y otro requisito de esta ficción que quiero construir es que se trate de un país futbolero, pero muy futbolero. Y 1982 fue un año de campeonato mundial. Y la ficción que tengo en mente incluye, de modo lateral o no tanto, al fútbol.

La cosa es así: este país sudamericano y futbolero se dispone a disputar el Mundial de España, que empieza en junio de 1982. La opinión pública, que no es nadie pero al mismo tiempo son casi todos, abriga muy firmes esperanzas de hacer un estupendo papel en ese campeonato. No son esperanzas infundadas: ese país viene de ganar, en 1978, el Mundial anterior, y en 1979, el Mundial Juvenil. Las perspectivas son estupendas: la base de los campeones del 78 sumados a los pibes del 79. Y entre esos pibes, juega el que –según unos cuantos- está destinado a convertirse en el mejor jugador de fútbol de la historia. En síntesis, la amalgama perfecta entre logros y expectativas, entre experiencia y juventud, entre solidez y lozanía. El alfa y el omega, el ying y el yang, el “nos comemos los chicos crudos” y el “ganamos la copa de punta a punta”.

Sin embargo, algo sucede en ese país de fantasía apenas unos meses antes de la hazaña inminente. El gobierno–ya dije que este país sudamericano que imagino está gobernado por una dictadura- lanza una acción militar para recuperar un territorio colonial que ese país viene reclamando desde hace mucho. Acá tengo mis dudas, con lo del territorio. No estoy seguro de dónde situarlo. Podría ser una región selvática y tropical, digamos, amazónica. Ahí da para hablar de mosquitos ponzoñosos, de un calor húmedo e insoportable, de una naturaleza hostil e intimidante. Otra opción serían sus antípodas: una región fría, helada, insular, aislada en medio del mar o del vacío. También aquí la naturaleza puede aportar una dosis de dolor y de tragedia. Creo que esta opción es la mejor. La del sur, la de unas islas frías en medio del océano. Porque, en cierto momento de esta ficción que quiero construir, necesito remarcar la sensación de soledad de los que están en ese territorio. Sí, definitivamente me quedo con las islas australes. Son un estupendo elemento trágico.

De todas maneras, elementos trágicos no me faltan. Diría que me sobran. Para poner las cosas difíciles, la reconquista territorial se hace a expensas de una potencia colonial de primer orden. Pongamos por caso, Inglaterra. Una Inglaterra gobernada por los conservadores. Esos son datos importantes. Porque si fuera un país menos colonialista, o un partido político menos colonialista, tal vez los sudamericanos tendrían una chance de salirse con la suya. De conservar ese territorio recuperado. Pero no con Inglaterra, ni con los conservadores ingleses. Porque Inglaterra va a responder a la invasión con la guerra. Ahí ya tenemos un elemento trágico importante. ¿Hay algo más trágico que una guerra?

Pero cuidado, que existen todavía más elementos para alimentar el costado trágico de la ficción. Porque este país sudamericano enviará al lugar del conflicto, un ejército formado fundamentalmente, por chicos. Habrá algunos soldados profesionales. Pero la mayoría, no. La mayoría serán chicos de dieciocho o diecinueve años. Saquemos cuentas. Serán de la clase 1962 y 1963. Chicos que son eso: chicos sin experiencia militar, chicos sin vocación de soldados, sin preparación de tales. Chicos.

Repasemos los elementos: un lugar frío, lejano y hostil. Una potencia vengadora con deseos de guerra. Un ejército de chicos que no son soldados. Tal vez se me está yendo la mano con esto de la ficción. Tal vez nadie crea posible una historia semejante. ¿Qué sociedad puede estar dispuesta a embarcarse en una aventura así?

Agreguemos algunos detalles. En este país de fantasía, el gobierno militar controla los medios de comunicación. Y aquellos medios a los que no controla, se controlan solos. Se cuidan de decir cosas que molesten al régimen. Entonces la improvisación presidencial no es improvisación sino “un plan largamente elaborado”. Y la aventura de recuperar las islas no es una aventura sino “una gesta heroica”. Y la certeza de que los ingleses van a pulverizar a ese ejército de chicos es una mentira, una vil patraña. Como mentira será la muerte, mentira serán el hambre, el frío, el maltrato y el armamento obsoleto e insuficiente. Dios es nuestro. Dios está con nosotros. Nada malo puede ocurrirnos.

Vuelvo a detenerme. Releo lo que he escrito y sí, la verdad es que se me fue la mano. Es demasiado inverosímil que un gobierno militar lleve adelante una historia como esta. Es delirante. Supongamos por un instante que no. Que hay personas lo suficientemente enloquecidas o insensibles como para intentar algo así. Pero está el freno de la sociedad. ¿Qué sociedad podría acompañar una locura semejante? Más allá de lo que digan los diarios, las radios, la tele o las revistas. ¿En qué cabeza cabe pelear una guerra contra Inglaterra con un ejército de chicos? Supongo que este debería ser el límite de la ficción que estoy construyendo. Hasta acá puedo inventar esta locura. Más allá, no puedo seguir inventando. Porque sería imposible que la sociedad, o buena parte de ella, se comiera ese caramelito ácido de mentiras y falseamientos y exageraciones e improvisaciones atadas con alambre.

Entonces, claro, lo lógico es que la sociedad se mantenga al margen. No puede oponerse abiertamente, porque se trata de una dictadura sangrienta. Pero la población de este país sudamericano, sin dudar manifiesta su oposición a esta locura vaciando las plazas, arriando las banderas, desoyendo las marchas militares. Si este es un país de gente sana, esa gente se refugia en sus casas para evitar aparecer como cómplices de la aventura.

Pero detengámonos un momento. ¿Qué ocurriría si eso no sucede? ¿Qué pasaría, en esta historia de ficción, si la hipotética población de mi hipotético país se entusiasmara hasta el paroxismo con la aventura? No digo todo el mundo, porque siempre quedan personas razonables que podrán condenar lo que sucede con su reconcentrado silencio. Digo la mayoría. Yo sé que es imposible, pero le pido al lector que me acompañe por un rato en esta fantasía. Porque, aunque humanamente esa posibilidad sería terrible, para la historia de ficción que me propongo escribir estaría buenísimo.

Imagínense. Las plazas rebosantes de manifestantes entusiastas que agitan banderas y vivan al osado general aventurero. Los voluntarios que se agolpan para ir a pelear. Los optimistas que se acercan a cualquier micrófono o cámara disponible para felicitar al gobierno. ¿Se imaginan? Una sociedad que, de buenas a primeras, y mientras espera el mundial de fútbol de España, cambia momentáneamente un deporte por otro. Deja de hablar de delanteros y mediocampistas y se convierte en especialista sobre misiles Exocet y negociaciones en las Naciones Unidas. Deja de analizar los rivales del grupo C de la Copa para analizar las chances de un desembarco inglés y la conveniencia de aproximarse al bloque de Países No Alineados. Una sociedad que deja –por unos días- de enfurecerse porque el periodismo internacional no es unánime en considerarnos los futuros campeones, para indignarse por el no cumplimiento del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca. Ya sé –repito- que es imposible que un pueblo casi entero se comporte así. Pero les pido que me acompañen en la hipótesis.

En esta historia de fantasía, un mes y medio antes del mundial empieza la guerra. Y ahí se va el país detrás, encolumnado. No digo el ejército de pibes, que ya está en ese sitio, y no tiene para dónde escapar de los tiros. Digo la sociedad que los ha enviado. ¿Será posible inventar una sociedad que, enceguecida, se crea a pies juntillas todas las barbaridades ilusorias que le cuentan? Una sociedad que empiece a computar aviones derribados y barcos hundidos como si fueran goles de ese mundial inminente. Una sociedad capaz de borrar de un plumazo la noticia brutal de un crucero propio que se hunde y que se lleva consigo a 323 compatriotas al fondo del mar. Una sociedad que se detiene, cada día, varias veces, cuando en la tele aparece el escudo y la voz en cadena nacional de los comunicados del Estado Mayor Conjunto. Una sociedad que toma lápiz y papel y anota, como en el juego de la batalla naval: A4, agua. F8, hundido. Una sociedad que todos los días se va a dormir cándidamente convencida de que “estamos ganando”.

Para completar la historia, en un momento deben confluir los dos Mundiales, el del Sur y el de España. Se me corregirá que no, que en mi historia no son dos mundiales, sino una guerra y un mundial. Y yo diré que me disculpen pero que lo del Sur, para esta sociedad enloquecida que estoy creando en esta historia, se vive más como un mundial que como una guerra. Una guerra cuyos muertos no vemos, una guerra que se festeja como un torneo que nos tiene sólidos en la punta de la tabla, una guerra en la que nos creemos cualquier mentira con tal de que llegue vestida de buena noticia, una guerra que no aceptamos ver como tal, con todo su peso de tragedia y de muerte. Una guerra que estamos dispuestos a enfrentar como un gran desafío deportivo.

Ya para esta altura de la narración voy a mezclar situaciones imposibles. Por ejemplo: la selección de este país sudamericano tendrá que jugar el partido inaugural del Mundial con la guerra todavía en marcha. Ya sé que es imposible. Que ningún país va a mandar a su selección a jugar un mundial en medio de una guerra. Pero les pido que me sigan el juego hasta el final. ¿Se imaginan? Todo el mundo con las camisetas, las banderas y las cornetas. Toda la sociedad exhumando el carnaval del mundial anterior. Toda esa gente dispuesta a ganar los dos mundiales al mismo tiempo. ¿O para qué carajo Dios es nuestro?

Se me ocurre una escena más imposible que ninguna otra: El primer tiempo del partido inaugural termina 0 a 0. En el entretiempo aparece un comunicado del Estado Mayor Conjunto, uno de esos con la marchita y el escudo, para contar que los valientes soldados de la patria combaten en los alrededores de la capital de las islas, con ahínco y fervor inusitados.

Les ruego que no dejen entrar al sentido común. Porque si lo dejan entrar, ese tiene que ser el momento en que esa sociedad, si no pudo hacerlo antes, ahora sí concluya en que se dejó estafar, se embanderó en una empresa imperdonable, que permitió con su aplauso estúpido que un montón de pibes fueran enviados a pelear en un infierno. Y la gente sale masivamente de sus casas, deja a la Selección Nacional jugando sola en los televisores, y exige que la guerra se detenga ya, que no se dispare ningún otro tiro, que ningún pibe siga en peligro.

En mi historia, no. En mi historia la gente escucha el comunicado con gravedad, con preocupación, intuyendo que las cosas son mucho peores que aquello que los medios venían anunciando –y la gente se venía creyendo-. Pero después empieza el segundo tiempo del partido con Bélgica y la gente vuelve al asunto, porque con Kempes y Maradona juntos no hay Dios que nos impida el bicampeonato.
En mis días buenos me consuelo pensando que, en 1982, yo tenía 14 años. Y que mi juventud me disculpa de mi credulidad, de mi simplismo, de mi ingenuidad cómplice que colaboró con que muchos pibes perdieran la vida, o el deseo de la vida, en esas islas lejanas. Pero en mis días malos me digo que no. Que ni los otros ni yo tenemos disculpa.

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