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Dos mundiales y un país de fantasía – Eduardo Sacheri

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Eduardo Sacheri lee el texto “Dos mundiales y un país de fantasía” que publicara en la edición de mayo de 2012 de la revista El Gráfico

Hoy ando con ganas de escribir una ficción, aunque no la tengo fácil. Hay ocasiones en que las historias se te ocurren enteritas, de principio a fin, y el escritor lo único que tiene que hacer es dejarse llevar y poner en palabras las imágenes que le han surgido, encadenadas, dentro de sí. Pero otras veces pasa esto: uno tiene algunas imágenes, pero no todas. Entre ellas quedan huecos o mejor dicho, silencios. Eslabones vacíos. Y da mucho trabajo llenarlos. Encontrar el cemento que los aglutine, que les dé coherencia, cuerpo y entidad.

Lo que puedo hacer, por el momento, es compartir con ustedes los elementos que sí tengo. Los materiales y las imágenes de las que sí dispongo.

Imagino esta historia en 1982, en algún país de América del Sur. Tiene que ser de América del Sur porque ese país de fantasía tiene que estar gobernado por una dictadura militar. Y en América del Sur, a principios de los ochenta, esas dictaduras abundan. Y otro requisito de esta ficción que quiero construir es que se trate de un país futbolero, pero muy futbolero. Y 1982 fue un año de campeonato mundial. Y la ficción que tengo en mente incluye, de modo lateral o no tanto, al fútbol.

La cosa es así: este país sudamericano y futbolero se dispone a disputar el Mundial de España, que empieza en junio de 1982. La opinión pública, que no es nadie pero al mismo tiempo son casi todos, abriga muy firmes esperanzas de hacer un estupendo papel en ese campeonato. No son esperanzas infundadas: ese país viene de ganar, en 1978, el Mundial anterior, y en 1979, el Mundial Juvenil. Las perspectivas son estupendas: la base de los campeones del 78 sumados a los pibes del 79. Y entre esos pibes, juega el que –según unos cuantos- está destinado a convertirse en el mejor jugador de fútbol de la historia. En síntesis, la amalgama perfecta entre logros y expectativas, entre experiencia y juventud, entre solidez y lozanía. El alfa y el omega, el ying y el yang, el “nos comemos los chicos crudos” y el “ganamos la copa de punta a punta”.

Sin embargo, algo sucede en ese país de fantasía apenas unos meses antes de la hazaña inminente. El gobierno–ya dije que este país sudamericano que imagino está gobernado por una dictadura- lanza una acción militar para recuperar un territorio colonial que ese país viene reclamando desde hace mucho. Acá tengo mis dudas, con lo del territorio. No estoy seguro de dónde situarlo. Podría ser una región selvática y tropical, digamos, amazónica. Ahí da para hablar de mosquitos ponzoñosos, de un calor húmedo e insoportable, de una naturaleza hostil e intimidante. Otra opción serían sus antípodas: una región fría, helada, insular, aislada en medio del mar o del vacío. También aquí la naturaleza puede aportar una dosis de dolor y de tragedia. Creo que esta opción es la mejor. La del sur, la de unas islas frías en medio del océano. Porque, en cierto momento de esta ficción que quiero construir, necesito remarcar la sensación de soledad de los que están en ese territorio. Sí, definitivamente me quedo con las islas australes. Son un estupendo elemento trágico.

De todas maneras, elementos trágicos no me faltan. Diría que me sobran. Para poner las cosas difíciles, la reconquista territorial se hace a expensas de una potencia colonial de primer orden. Pongamos por caso, Inglaterra. Una Inglaterra gobernada por los conservadores. Esos son datos importantes. Porque si fuera un país menos colonialista, o un partido político menos colonialista, tal vez los sudamericanos tendrían una chance de salirse con la suya. De conservar ese territorio recuperado. Pero no con Inglaterra, ni con los conservadores ingleses. Porque Inglaterra va a responder a la invasión con la guerra. Ahí ya tenemos un elemento trágico importante. ¿Hay algo más trágico que una guerra?

Pero cuidado, que existen todavía más elementos para alimentar el costado trágico de la ficción. Porque este país sudamericano enviará al lugar del conflicto, un ejército formado fundamentalmente, por chicos. Habrá algunos soldados profesionales. Pero la mayoría, no. La mayoría serán chicos de dieciocho o diecinueve años. Saquemos cuentas. Serán de la clase 1962 y 1963. Chicos que son eso: chicos sin experiencia militar, chicos sin vocación de soldados, sin preparación de tales. Chicos.

Repasemos los elementos: un lugar frío, lejano y hostil. Una potencia vengadora con deseos de guerra. Un ejército de chicos que no son soldados. Tal vez se me está yendo la mano con esto de la ficción. Tal vez nadie crea posible una historia semejante. ¿Qué sociedad puede estar dispuesta a embarcarse en una aventura así?

Agreguemos algunos detalles. En este país de fantasía, el gobierno militar controla los medios de comunicación. Y aquellos medios a los que no controla, se controlan solos. Se cuidan de decir cosas que molesten al régimen. Entonces la improvisación presidencial no es improvisación sino “un plan largamente elaborado”. Y la aventura de recuperar las islas no es una aventura sino “una gesta heroica”. Y la certeza de que los ingleses van a pulverizar a ese ejército de chicos es una mentira, una vil patraña. Como mentira será la muerte, mentira serán el hambre, el frío, el maltrato y el armamento obsoleto e insuficiente. Dios es nuestro. Dios está con nosotros. Nada malo puede ocurrirnos.

Vuelvo a detenerme. Releo lo que he escrito y sí, la verdad es que se me fue la mano. Es demasiado inverosímil que un gobierno militar lleve adelante una historia como esta. Es delirante. Supongamos por un instante que no. Que hay personas lo suficientemente enloquecidas o insensibles como para intentar algo así. Pero está el freno de la sociedad. ¿Qué sociedad podría acompañar una locura semejante? Más allá de lo que digan los diarios, las radios, la tele o las revistas. ¿En qué cabeza cabe pelear una guerra contra Inglaterra con un ejército de chicos? Supongo que este debería ser el límite de la ficción que estoy construyendo. Hasta acá puedo inventar esta locura. Más allá, no puedo seguir inventando. Porque sería imposible que la sociedad, o buena parte de ella, se comiera ese caramelito ácido de mentiras y falseamientos y exageraciones e improvisaciones atadas con alambre.

Entonces, claro, lo lógico es que la sociedad se mantenga al margen. No puede oponerse abiertamente, porque se trata de una dictadura sangrienta. Pero la población de este país sudamericano, sin dudar manifiesta su oposición a esta locura vaciando las plazas, arriando las banderas, desoyendo las marchas militares. Si este es un país de gente sana, esa gente se refugia en sus casas para evitar aparecer como cómplices de la aventura.

Pero detengámonos un momento. ¿Qué ocurriría si eso no sucede? ¿Qué pasaría, en esta historia de ficción, si la hipotética población de mi hipotético país se entusiasmara hasta el paroxismo con la aventura? No digo todo el mundo, porque siempre quedan personas razonables que podrán condenar lo que sucede con su reconcentrado silencio. Digo la mayoría. Yo sé que es imposible, pero le pido al lector que me acompañe por un rato en esta fantasía. Porque, aunque humanamente esa posibilidad sería terrible, para la historia de ficción que me propongo escribir estaría buenísimo.

Imagínense. Las plazas rebosantes de manifestantes entusiastas que agitan banderas y vivan al osado general aventurero. Los voluntarios que se agolpan para ir a pelear. Los optimistas que se acercan a cualquier micrófono o cámara disponible para felicitar al gobierno. ¿Se imaginan? Una sociedad que, de buenas a primeras, y mientras espera el mundial de fútbol de España, cambia momentáneamente un deporte por otro. Deja de hablar de delanteros y mediocampistas y se convierte en especialista sobre misiles Exocet y negociaciones en las Naciones Unidas. Deja de analizar los rivales del grupo C de la Copa para analizar las chances de un desembarco inglés y la conveniencia de aproximarse al bloque de Países No Alineados. Una sociedad que deja –por unos días- de enfurecerse porque el periodismo internacional no es unánime en considerarnos los futuros campeones, para indignarse por el no cumplimiento del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca. Ya sé –repito- que es imposible que un pueblo casi entero se comporte así. Pero les pido que me acompañen en la hipótesis.

En esta historia de fantasía, un mes y medio antes del mundial empieza la guerra. Y ahí se va el país detrás, encolumnado. No digo el ejército de pibes, que ya está en ese sitio, y no tiene para dónde escapar de los tiros. Digo la sociedad que los ha enviado. ¿Será posible inventar una sociedad que, enceguecida, se crea a pies juntillas todas las barbaridades ilusorias que le cuentan? Una sociedad que empiece a computar aviones derribados y barcos hundidos como si fueran goles de ese mundial inminente. Una sociedad capaz de borrar de un plumazo la noticia brutal de un crucero propio que se hunde y que se lleva consigo a 323 compatriotas al fondo del mar. Una sociedad que se detiene, cada día, varias veces, cuando en la tele aparece el escudo y la voz en cadena nacional de los comunicados del Estado Mayor Conjunto. Una sociedad que toma lápiz y papel y anota, como en el juego de la batalla naval: A4, agua. F8, hundido. Una sociedad que todos los días se va a dormir cándidamente convencida de que “estamos ganando”.

Para completar la historia, en un momento deben confluir los dos Mundiales, el del Sur y el de España. Se me corregirá que no, que en mi historia no son dos mundiales, sino una guerra y un mundial. Y yo diré que me disculpen pero que lo del Sur, para esta sociedad enloquecida que estoy creando en esta historia, se vive más como un mundial que como una guerra. Una guerra cuyos muertos no vemos, una guerra que se festeja como un torneo que nos tiene sólidos en la punta de la tabla, una guerra en la que nos creemos cualquier mentira con tal de que llegue vestida de buena noticia, una guerra que no aceptamos ver como tal, con todo su peso de tragedia y de muerte. Una guerra que estamos dispuestos a enfrentar como un gran desafío deportivo.

Ya para esta altura de la narración voy a mezclar situaciones imposibles. Por ejemplo: la selección de este país sudamericano tendrá que jugar el partido inaugural del Mundial con la guerra todavía en marcha. Ya sé que es imposible. Que ningún país va a mandar a su selección a jugar un mundial en medio de una guerra. Pero les pido que me sigan el juego hasta el final. ¿Se imaginan? Todo el mundo con las camisetas, las banderas y las cornetas. Toda la sociedad exhumando el carnaval del mundial anterior. Toda esa gente dispuesta a ganar los dos mundiales al mismo tiempo. ¿O para qué carajo Dios es nuestro?

Se me ocurre una escena más imposible que ninguna otra: El primer tiempo del partido inaugural termina 0 a 0. En el entretiempo aparece un comunicado del Estado Mayor Conjunto, uno de esos con la marchita y el escudo, para contar que los valientes soldados de la patria combaten en los alrededores de la capital de las islas, con ahínco y fervor inusitados.

Les ruego que no dejen entrar al sentido común. Porque si lo dejan entrar, ese tiene que ser el momento en que esa sociedad, si no pudo hacerlo antes, ahora sí concluya en que se dejó estafar, se embanderó en una empresa imperdonable, que permitió con su aplauso estúpido que un montón de pibes fueran enviados a pelear en un infierno. Y la gente sale masivamente de sus casas, deja a la Selección Nacional jugando sola en los televisores, y exige que la guerra se detenga ya, que no se dispare ningún otro tiro, que ningún pibe siga en peligro.

En mi historia, no. En mi historia la gente escucha el comunicado con gravedad, con preocupación, intuyendo que las cosas son mucho peores que aquello que los medios venían anunciando –y la gente se venía creyendo-. Pero después empieza el segundo tiempo del partido con Bélgica y la gente vuelve al asunto, porque con Kempes y Maradona juntos no hay Dios que nos impida el bicampeonato.
En mis días buenos me consuelo pensando que, en 1982, yo tenía 14 años. Y que mi juventud me disculpa de mi credulidad, de mi simplismo, de mi ingenuidad cómplice que colaboró con que muchos pibes perdieran la vida, o el deseo de la vida, en esas islas lejanas. Pero en mis días malos me digo que no. Que ni los otros ni yo tenemos disculpa.

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1 comentario

1 comentario

  1. Mónica Concepción Báez

    02/04/2019 a 17:04

    Gracias, Eduardo Sacheri. Gracias por ponerle palabras a este dolor y a esta culpa. Gracias.

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Los sapos sueltan historias – Andrea Viveca Sanz por Gabriela Romero

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Gabriela Romero lee el cuento Los sapos sueltan historias, de Andrea Viveca Sanz.


Los sapos del mundo habían hecho silencio. Con sus ojitos curiosos espiaban desde un agujero sin tiempo. Sus patas, preparadas para saltar en el momento oportuno, se aferraban a la tierra. Sobre su piel rugosa se ocultaban historias, de sapos, por supuesto.

Cuentan que una primera palabra, atrapada en la boca de un renacuajo recién nacido, se estiró, creció y se multiplicó hasta formar una burbuja de cuentos que flotaron en el agua. Eran los cuentos que habitaban el mundo de los sapos y que se escondían en sus lenguas pegajosas para adherirse al paisaje y así rodar entre amigos, de boca en boca, entre moscas y mariposas.

Sucedió desde el principio, cada vez que la línea del agua se fundía con la línea de la tierra, en el instante en el que la existencia de estas criaturas se prolongaba mucho más allá. Era en ese segundo preciso cuando los relatos pasaban de nadar entre colas y branquias, para asentarse en los bosques, en los montes, en el barro o en los charcos, donde la vida volvía a comenzar y recuperaba el sabor de las vivencias compartidas.

Ahora todos ellos, los habitantes de la tierra, se preparaban para dar el gran salto. Alguien decidió croar, apenas un murmullo de sapo impaciente comenzó a hilvanar una canción en el mutismo del paisaje. Los sonidos despertaron a las palabras guardadas en los huecos oscuros. Las historias avanzaron y se enredaron entre los oídos de otros animales, que no pudieron evitar contar lo que antes habían escuchado.

Los sapos del mundo habían hecho silencio. En los rincones de los libros, escondidos entre sus páginas, se disponían a saltar para dar comienzo a una gran suelta de historias.

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El tiempo que nos une – Alejandro Palomas

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Alejandro Palomas lee un fragmento de su novela El tiempo que nos une


Es un vacío, un tropezón de aire que se te atraganta en los pulmones cada vez que respiras. Como un pellizco, a veces suave, a veces agudo y a traición. No es ni un antes ni un después. Es lo que no habrá de llegar. Sueños no articulados por falta de tiempo, no de imaginación. Es un crujido en el alma, eso es exactamente: el momento en que sabemos que tenemos alma porque la hemos oído crujir.
Es la muerte.
Es la muerte de una hija.
Es la muerte de una hija cuyo cadáver nunca apareció, empotrándome contra la peor de las preguntas: «¿Y si no? ¿Y si no fue? ¿Y si no fue y sigue viva en alguna parte?».
Es invocarla en secreto.
Es no bajar nunca al mar por miedo a ver entre las rocas alguna señal, algún rastro de ella.
Es seguir nadando de espaldas contra las olas, a ciegas, sin miedo a tocar lo intocable. Aprender a vivir con un jadeo de angustia al despertar por la mañana. No está. Mi hija no está. Salió a navegar y desde entonces no existe. ¿Qué madre se conforma con eso? Helena y su ausencia. Yo no sé hablar de muerte. Helena no está.
Está ida.  Literalmente. Exactamente.
Me dijeron que era más fácil así. Que si hay que perder a un hijo, más vale que sea de golpe, desde lo inesperado, que no haya tiempo para predecir, que el dolor no logre hacerse hueco entre él y tú por la puerta de la enfermedad. La muerte de un hijo es inexplicable. Ningún padre es capaz de imaginarla, por mucho que te la cuenten, por mucho testimonio y mucha confesión en primera persona que intenten hacerte llegar. No es posible. No es pensable. Incapacita la mente.
Si es accidente, el tiempo se paraliza y la vida se te cae de las manos como una hucha medio llena, estampándose contra el suelo, hecha añicos. Dedicas el resto de tu tiempo a pegar trozos, montando un rompecabezas inmenso sobre la mesa del salón mientras lo que queda va devolviéndote poco a poco una cara que no reconoces, que no te interesa.
Si es enfermedad, el tiempo gasta y mancha, matando a contrarreloj.
Pero si es accidente y no hay cuerpo que velar, queda siempre la imaginación. Sólo una madre de un hijo ausente lo sabe: la combinación trenzada de duelo, ausencia e imaginación crea monstruos.
Un día, hace un par de años, después de oírme hablar por teléfono con Helena, Flavia me dijo que lo que más envidiaba de mí era la relación que tenía —y que tengo aún— con mis hijas.
—Sobre todo con Helena —añadió, un poco a disgusto, torciendo la mirada para que no pudiera verle los ojos.
Sonreí al oírla hablar así. Quién me iba a decir a mí veinte años antes que mi niña mayor, ese iceberg de ojos blancos y manos de alambre que durante tanto tiempo me había convertido en el espejo de la peor de sus sombras, era, desde las dos semanas que habíamos pasado juntas en Berlín, mi mejor amiga.
—Qué extraño, ¿no? Con lo mal que os habíais llevado siempre —continuó Flavia, como no hablándole a nadie—. Y de repente, así, sin más…
Sin más. Claro. Cómo no.
Sin más no, Flavia.
Helena nunca me perdonó como madre. Probablemente, a su edad era ya consciente de que nunca aprendería a hacerlo. La madrugada en que la llamé a Berlín y me dijo que estaba embarazada, no supe oír lo que no me estaba diciendo. «Lía», eso fue lo que dijo. Lía. Mi hija decidió entonces rebautizarme con mi propio nombre y despojarme del papel que no había sabido representar para ella. Incapaz de dejar de odiar a su madre, tenía que cambiarla por otra, había que matarla para dejar entrar a Lía, para dejarme entrar.
Porque no hay hija capaz de pedirle a una madre que la ayude a deshacerse de su bebé. Ni siquiera cuando corre peligro su vida.
A una amiga sí. A Lía sí.
Sin más no, Flavia.
La ayudé, claro.
Muerta la madre, llegó la amiga. No hubo nada que perdonar. Ningún reproche. Lía y Helena. Nos reinventamos. Supimos hacerlo y funcionó. Nadie lo entendió.
Y Martín empezó a odiarme.
Desde hace meses vivo convencida de que es imposible entender la muerte de alguien como Helena. Imposible concebir la existencia de un ser como ella. Hay personas así, es cierto. Son pocas y parecen demasiado humanas, de vida demasiado grande para la pequeñez de lo vivido. Ésa era Helena. Cuando hablabas con ella, tenías la sensación de estar compartiendo unos minutos preciosos con alguien que había llegado a la vida aprendida, con las cartas marcadas, siempre dispuesta a darte una lección con esa alegría que a mí me robaba el aliento y con esas verdades generosas y a bocajarro que te arrugaban el corazón y de las que ella ni siquiera era consciente.
Desde que se fue, ya nadie me llama Lía. No con su voz. No desde un aeropuerto entre el rebote de voces aburridas de las azafatas de tierra anunciando vuelos. Desde que se fue, no consigo encontrarme la mía. Mi voz. La de la amiga.
“Mala mar. Hija de puta”, me oigo pensar con una sonrisa de vergüenza, apartando en seguida los ojos de una enorme vela blanca que cruza el horizonte más cercano y que no tarda en perderse cielo adentro. Una vela. Ocultándose tras el faro.
—Mala mar. Hija de puta —susurro sin darme cuenta mientras partimos y vamos alejándonos poco a poco desde el pequeño embarcadero rumbo a la isla.

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Una lluvia de pájaros – Gustavo Roldán por Laura Roldán Devetach

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Laura Roldán Devetach lee el cuento Una lluvia de pájaros, de Gustavo Roldán.


Un pájaro puede volar muy alto. Dos pájaros pueden enamorarse. Pueden hacer un nido para poner tres huevitos blancos que cuidarán todos los días, de donde saldrán tres pichones que crecerán y crecerán. Que aprenderán a volar y recorrerán distancias y conocerán miles de pájaros. Y cada uno volará muy alto, casi hasta la esquina del sol, y se encontrará con una pajarita y volarán juntos. Porque dos pájaros pueden enamorarse para hacer una lluvia de pájaros.

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Propietario: Contarte Cultura
Domicilio:La Plata, Provincia de Buenos Aires
Registro DNDA En Trámite
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