Textos para escuchar
La grasita – Mercedes Pérez Sabbi
La escritora Mercedes Pérez Sabbi lee un fragmento de La grasita, su nueva novela (Editorial Comunicarte).
“Llegamos al Café Tortoni para buscar a Dora, pero no podíamos entrar por la puerta principal porque los empleados y los familiares entran por la puerta de atrás. Vi que era hermosísimo el café. Con una puerta de madera con cortinitas blancas y adornos de bronce para abrirla. Pero no, no la abrimos, porque dimos la vuelta por la calle Rivadavia, y entramos por un pasillo con cajones de botellas y bolsas con mercadería, parecido al depósito del almacén de mi papá. Ahí preguntamos por Dora Rodríguez. Un muchacho de delantal, gorrita blanca y camisa desteñida nos dijo que enseguida la llamaba. Al ratito apareció Dora, arregladita como para salir de paseo. Alta estaba, por los zapatos con plataforma.
—Las hice esperar para cambiarme. ¿Les gustaría pispear el bar?
—Sí, me gustaría —dije.
—Bueno, las hago mirar por acá, porque por el frente solo entran los clientes.Pasamos por otro pasillo y Dora nos corrió unos cortinados de terciopelo azul. Hermoso lo que vimos: las paredes de madera y papel con flores, el techo con cuadraditos de vidrios de arabescos de colores, unas columnas gigantes de mármol marrón, las sillas tapizadas de negro, las mesas redondas con señoras de sombreros elegantes y señores de trajes muy distinguidos… Parecía un palacio de película.
—¿Puedo ir al baño que me hago pis…? —le pregunté a Dora.
—Bueno, andá al baño principal porque el del personal está medio cochino —y me señaló el lugar—. Ves allá que hay una mesa grande redonda, seguís a la izquierda y ahí está el tualet de damas. Te esperamos acá.
—¿El tualet?
—Sí, es baño en francés. Acá es así.
—Dejame el tapado así vas más cómoda —me dijo mi mamá.Y me quedé con mi pollera escocesa y mi saquito azul. Bonitos.
Tualet, tualet, tualet…
Toalette, decía en la puerta, con una figurita de mujer.
Adentro había una señora de sombrero azul con su hija de bucles rubios. Saludé y me quedé mirando adónde ir, porque había varias puertas y lavatorios y espejos con lámparas como copas. La señora se dio cuenta de algo y me preguntó:
—¿De dónde sos?
—De Maizoro.
—¡Ah! ¿dónde queda eso? —me preguntó mientras se pintaba los labios y la nena me miraba.
—Lejos. Hay que tomar un tren en Constitución y después otro.
—Podés pasar ahí —me cortó señalándome uno de los baños.
—Gracias —y entré.Desde el inodoro escucho que la nena le pregunta:
—¿Quién es mami?
—Una grasita —le respondió, mientras se cerraba la puerta.
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A brazadas – Susana Szwarc
Susana Szwarc lee su poema inédito A Brazadas, del libro Caracú que publicara Pixel Editora para la Feria de Editores de octubre de 2021.
A brazadas
Za shtil, majnicht cain gueride…
(De una canción popular. Para las artistas como Laura)
No, no hagas ruido.
¿No ves que hay en ese hacer (mecer)
lo frágil intenso que desmenuza
las columnas?En cada girar (de página)
la intemperie
hace chispas.
Casi a la manera de Odradek
que busca cuerpo.
Ahora Odradek se mueve
ruidoso y causa
en ella
el moverse de la niebla.
(La mueve con un pie,
la sostiene sobre el empeine,
la alza como a una flor
redonda, verde todavía.
Después la acerca.)
En esa niebla, a veces
se desdibuja el mundo.
En esa niebla –cuando espesa-
los desdenes se empujan
lejos.Los dedos sobre las cejas.
No todos juntos
sino uno por vez. Y otra vez.Torsiona/desliza/escribe:
¿Abrir y cerrar una ventana?
¿Reforzar la brazada o el efecto
de luz sobre el perfil de cada pasajero?No hagas ruido.
No estropees el silencio.
¿No ves acaso que ella insiste
dibuja envolvente el sol entre las manos?
Alza el índice
después el pulgar
y cubre el sol y te alivia la extrañeza
del ojo.Dobla en cuatro el papel.
El sol tropieza en la ventanilla.
Decimos palabras que suenan
como vértebras y reímos más
de la paradoja.Vuelta.
Otra vuelta de página.
Entrelíneas.
Con delicadeza.En tempo.
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Dilema – Susana Vaquero por Graciela Aletti
Graciela Aletti adapta para su narración el cuento Dilemas, de Susana Vaquero.
La página está en blanco, debo poblarlas de letras que formen palabras que se enlacen en frases que tengan sentido, con las comas en su lugar; no abusar del punto y coma y no olvidarme del punto final. Los signos para enfatizar o preguntar al inicio y fin de la oración, como debe ser. Ni hablemos de los errores, que para eso existe el diccionario de la Real Academia.
Los verbos en presente si hablo de hoy, pero ayer iban en pasado, con el futuro veré que hago. Tal vez olvido algunas reglas, aunque éstas son suficientes para empezar con la escritura.
Los pensamientos se organizan en bandos sugiriendo hacia dónde debe ir la trama. ¡Un policial!, de aquellos donde el asesino no tiene piedad por la víctima y cree que terminará impune, hasta que el novato de la comisaría encuentra la pista, por casualidad, lo arresta, es condecorado y la muchacha más linda del pueblo se enamora de él.
Sin sangre –dice el bando del drama– aceptando a la muchacha más linda del pueblo, ya casada con el novato condecorado y embarazada casi por parir cuando una terrible enfermedad la condena a la silla de ruedas y prefiere morir.
¡Comedia! Grita el bando de los pensamientos rezagados y beodos por efecto del tinto que estaba en mi copa, ahora vacía. Ellos también aceptan a la muchacha más linda del pueblo pero casquivana, mintiéndole al novato condecorado, cada vez que salía en el patrullero de ronda nocturna, total si resultó ser un tonto de capirote al que se le escapaban los presos que terminaban en la alcoba con su mujer.
Un minúsculo grupo formado por éticos, existencialistas y desencantados porque sí, con voz grave vociferan ¡Un manifiesto!, pero otra copa de vino tinto los anula y de tan mareados entran a discutir entre ellos hasta hacer mutis detrás de una neurona.
Los escucho a todos al mismo tiempo y cuando estaba por decidirme por alguno de ellos, el maldito corazón, endulzándome los oídos, susurra: “De Amor, las páginas en blanco hay que llenarlas de Amor”.
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Una larga noche negra – María Verónica Puyó por Mariano Rodríguez
Mariano Rodríguez lee el cuento Una larga noche negra de María Verónica Puyó
Era de día y, sin embargo, la noche se irguió de repente. No lo notamos al principio, pero el manto negro se extendió tan veloz como una gran mancha de aceite. Hasta entonces éramos felices.
Lo éramos. Pero un péndulo de acero glacial nos rozaba las cabezas y nos soplaba su aliento de verdugo. Y nosotros, inmutables, permanecíamos latiendo, viviendo a nuestro antojo sin medir ni calcular finales.
Un buen día me dijiste algo del miedo. Ciertamente no presté mucha atención, te escuché sin oír lo que decías. Simplemente recuerdo que hablaste de algo así como de un monstruo voraz y sanguinario. Siempre tenías esos temas, no me pareció extraño, pero ahora que trato de visualizar tus ojos, me doy cuenta que tenían un fulgor distinto, más brillante. Después dijiste que no había que dejarse morder por el miedo, que nunca lo harías. Sinceramente, no sabía de qué hablabas.
Poco después de aquella tarde vinieron a buscarte. Estaba oscuro y el toque de queda había barrido las calles como una feroz tormenta de otoño. A esa hora tomábamos un té en la cocina, era como una ceremonia, y el mundo podía caérsenos encima mientras tanto sin que nosotros soltáramos las tazas. Entonces oímos patear la puerta, y unas sombras desnudas se arrinconaron tras el cristal. Me levanté asustada y fui a ver qué querían. Creo que te paraste y permaneciste como congelado al lado de la silla. Cuando abrí se lanzaron como buitres, te vieron, te ataron las manos en la espalda y, sin oír mis preguntas aterradas, te apoyaron un revólver en la sien. Enmudecí y los ojos se me nublaron. Me parece verte pálido todavía, diciéndome algo del miedo, y yo no te escuchaba.
Te sacaron sin decirme una palabra, me cerraron la puerta y alcancé a verte tras el vidrio empañado, subiendo a un auto verde con los ojos perdidos. Grité y no me escuchaste, y entonces, solo entonces, comprendí lo del miedo.
Esa noche no dormí y por la mañana corrí temprano a preguntar dónde estabas. Me atendió un hombre alto, de anteojos, que, pasando varias veces el dedo de arriba a abajo en el papel lánguido me dijo que no estabas en la lista de los detenidos, como otros cientos. No se cómo volví a casa, ni cómo esa noche, recostada en el sillón, te soñé caminando mientras un niño pequeño te arrastraba de la mano hasta un precipicio. En el borde, a punto de caer, me gritabas algo, y yo no te oía. Te alcancé una mano y la tuya se escurrió como agua entre mis dedos. Resbalaste al vacío y, desesperada, quería caerme contigo pero no podía.
He escuchado muchos toques de queda desde entonces y creo que, desde algún lugar, desde alguna celda fría o pozo oculto continúas llamándome. Muchas veces me pregunté qué habías hecho, y otras muchas me respondí que no habías temido, que no habías aportado tu cuota al régimen del temor soberano. Hoy, tras años de preguntas sin respuestas, de calabozos sin registros, de silencio y noche negra; hoy, recién, aclara el día. Y sin embargo para mí la noche no se ha ido.
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