Literatura
En octubre llega “El italiano”, nueva novela de Arturo Pérez-Reverte
El escritor español Arturo Pérez-Reverte definió su nuevo libro “El italiano” como una historia de “mar, amor y guerra”, según explicó este martes a la prensa en una conferencia junto al faro desde donde se divisa el Estrecho de Gibraltar, escenario de la novela, publicada por Alfaguara, que llega a la Argentina en octubre.
El protagonista, de nombre Teseo Lombardo, es un submarinista italiano al que Elena Arbúes, una librera de veintisiete años, encuentra en un paseo por la playa desvanecido entre la arena y el agua. Al decidir socorrerla iniciará una aventura que le cambiará la vida a través de una trama de espionaje en una tierra de fronteras.
La mirada de Elena es la que agiganta como un héroe a Teseo, una visión culta y lúcida contextualizada en los libros que ha leído. La librera de a poco se convertirá en la verdadera heroína de esta historia basada en hechos reales. Teseo Lombardo, el italiano de su novela, no es un héroe, sino tan solo un soldado que cumple con su deber.
El protagonista pertenece al grupo de submarinistas que se sumergían en el agua escondidos en la oscuridad de la noche y burlaban las redes de seguridad del puerto, explicó Pérez Reverte a la prensa española.
Estas acciones, “de audacia muy latina”, aseguró el escritor, supusieron el triunfo del individuo frente al aparato militar de los ingleses: “Fueron capaces de hacer lo que los ingleses eran incapaces de imaginar”.
“El italiano” se basa en hechos reales: los ataques de buzos italianos, durante la segunda guerra mundial, a barcos británicos fondeados en Gibraltar que hundieron doce embarcaciones en diferentes ataques durante un año y medio. “Los ingleses no sabían de dónde venían, creían que eran submarinos. Los italianos atacaban en pareja, salían de Algeciras en barca, al acercarse se tiraban al agua y se montaban en torpedos, que eran muy difíciles de gobernar, como caballos salvajes, por eso los llamaban ‘maiales’ (‘cerdos’). Llegaban, por debajo del agua, sin ser vistos, al casco de las naves enemigas, se deshacían de la cabeza explosiva, la adosaban al barco, la programaban para explotar a las tres horas y se daban a la fuga”, describió el autor.
Entre estos episodios está el protagonizado por el grupo Orsa Maggiore, compuesto por buceadores de combate que con sofisticados equipos submarinos se sumergían en el mar y se infiltraban en el puerto de Gibraltar para hundir los barcos de guerra británicos que atracaban allí en sus travesías. Y hundieron o dañaron catorce barcos aliados entre 1942 y 1943.
El protagonista de “El italiano”, como los de todas las novelas de Pérez-Reverte, está muy lejos de ser “un héroe compacto y luminoso”, algo que señaló como “tremendamente aburrido porque la vida está llena de matices y lo del blanco y el negro es mentira”, insistió el escritor, quien remarcó que todos los héroes son ambiguos y que, a estas alturas de su carrera como escritor, todo el mundo sabe que sus héroes son “de cualquier bando”.
El autor de la saga del Capitán Alatriste cuestionó esa “estúpida costumbre de creer que los de mi bando son todos buenos y los del otro, todos malos. Solo los tontos, los idiotas, los indocumentados o los malintencionados juegan con ese tipo de manipulaciones”.
La historia se metió en la cabeza del autor cuando era un niño de once años y su padre lo llevó al cine en Cartagena a ver una película de Vittorio de Sica ambientada en la segunda guerra mundial, protagonizada por Alberto Sordi, donde recordó que “los soldados italianos quedaban como desorganizados, patanes, mientras que los ingleses eran serios, eficaces, incluso condescendientes con sus enemigos”.
“Al salir del cine, mi padre me dijo: ‘Arturo, no te creas esto, los italianos hicieron cosas muy valientes’ y me contó la aventura de los ataques con torpedos tripulados en Gibraltar. Es la historia de cómo unos individuos ponen en jaque a toda la maquinaria militar del Imperio. Esos italianos de los que se reían en las películas fueron, en realidad, unos latinos humildes capaces de hacer cosas audaces”, relató el escritor.
Textos para escuchar
El niño de las avispas – Victoria Bayona
Victoria Bayona lee su cuento El niño de las avispas
“¿Por qué lo seguían?”, se preguntaban los habitantes de Cuerno Callado. Por un tiempo, nada más. Después, aunque parezca difícil de creerse, se olvidaron de él. Como si se hubiera desvanecido, no recordaban si había existido o lo habían soñado.
Fermín nació una madrugada en la que las estrellas parecían querer quedarse un tiempo más para esperarlo. Alrededor de las siete, un llanto menudo resonó en la casa. Los primeros insectos atravesaron la ventana poco después. Rodearon la cesta de trigos enlazados que les había regalado el hijo de un terrateniente. La madre reposaba aun dolorida por el parto, y fue el padre quien se encargó de espantarlos. Cerró las hojas de vidrio y vio cómo se agolpaban al otro lado. Buscaban cualquier resquicio para ingresar, rodeando el hogar con zumbidos y golpeteos. Lo que en un principio pareció un capricho curioso de la naturaleza, a los padres terminó por asustarles.
Cubrieron la cuna con velos, sellaron cada hueco, se ocuparon cuidadosamente de abrir solo unos segundos las puertas al entrar y salir, y consiguieron, por escasos meses, mantener a los invasores a raya. Pero Fermín crecía y, después de gatear, caminó. Tan pronto pudo acercar los bancos a los picaportes, era él quien dejaba entrar la plaga y la casa se llenaba de nubes bulliciosas.
Fue examinado por médicos, brujos y curanderas. Nada parecía explicar la atracción que sentían las criaturas por el niño. Picaban a cuanta persona estuviera al alcance. Al niño no. A él lo perdonaban de sus aguijones. Los padres entendieron que algo estaba realmente mal cuando escucharon que la primera palabra que su hijo pronunció fue “avispa”.
—¡No podemos seguir así! —gritó la madre un día, mostrándole al marido sus brazos lacerados—. ¡No podemos!
Lloraba a los gritos, y el niño la observaba parado, aferrado a los barrotes de la cuna. Al menos diez avispas revoloteaban a su alrededor. Cada vez que alguno de sus padres quería levantarlo, lo atacaban.
—Esto tiene que parar —repetía la mujer, hecha un ovillo sobre la cama—, tiene que parar.
Un extraño resentimiento crecía en sus corazones hacia el hijo. Al principio intentaron protegerlo, pero se fueron dando cuenta que los insectos no eran una amenaza para él, al contrario, parecía disfrutar su compañía. Pasaban los años y, aunque aun no pudieran confesarlo en voz alta, comenzaban a planear cómo deshacerse de él.
Casi sin mediar palabra, fueron construyendo una casita entre Cuerno Callado y Casadelmar, rodeada de árboles frondosos, bastante alejada del pueblo. Le pusieron un camastro rústico, una mesa, alacenas repletas de comida. Su plan era ir cada mediodía y cada noche a alimentarlo, que el niño durmiera allí, rodeado de los insectos sin que los afectara a ellos.
Cuando llegó el día, la madre tenía un ojo inflamado por una picadura. El padre ponía sobre las suyas un ungüento que les había formulado una curandera de Puerto Espinos. Hartos del martirio, esperaron a que Fermín, que ya tenía seis años, estuviera dormido. Lo envolvieron en una manta y lo dejaron en la cama que habían hecho para él. Lo miraron unos segundos. Cuando las avispas comenzaron a habitar la casa, huyeron.
Al día siguiente amanecieron sintiéndose extraños. El silencio era pesado. Poderoso. No había dentro de su casa un solo insecto. Nada les picaba. El cuerpo no ostentaba nuevas picaduras. Pero su hijo les faltaba. La madre rompió en llanto. El padre lloró también.
—¿Qué hicimos? —se reprocharon.
Salieron disparados rumbo a la casilla. Se convencieron de que encontrarían otras maneras de poder criarlo, que lo que habían ideado era una locura, que habían estado bajo los influjos de la alucinación producida por las picaduras. Que quizás el niño no hubiera despertado y nunca se enterara de que había pasado la noche lejos.
Cuando llegaron, Fermín no estaba. Desde entonces lo buscaron por todas partes. Pero el niño de las avispas nunca apareció.
Abrió los ojos. El olor era nuevo. Olor a madera. A bosque. Esa no era su casa, no era su cama, sin embargo se sentía bien ese despertar. Tan pronto se incorporó, varias avispas lo rodearon. Miró a un lado, a otro, era una casa pequeña. ¿Por qué estaba ahí? ¿Cómo había llegado? No sabía las respuestas a muchas de esas preguntas, pero en su inocencia terminó de entender algo que rompió su corazón: sus padres ya no lo querían.
Una extraña libertad latió en el pecho lastimado: nada lo aferraba al mundo en el que le tocó nacer. Si no corrió antes había sido por quedarse con ellos. Pero en ese momento, confirmó que había ocurrido algún error y que al fin podía enmendarlo. Extendió la mano con la palma al cielo y varios insectos se posaron en ella. Sonrió. Se sentía conectado con esas criaturas que habían sido desde siempre su familia. Por fin estaba en casa.
Corrió a través de los árboles añosos hacia lugares donde nunca había ido antes. Las avispas lo guiaban. Formaban hordas numerosas y, al pasar, los habitantes del bosque los miraban asombrados. Después de mucho tiempo, se detuvieron. Llegaron a una pared de roca que en su base tenía una zona ahuecada. Fermín sintió muchas ganas de descansar allí. Se quitó la ropa y se acurrucó en la superficie dura y fría, pero no le incomodó. Había algo reconfortante en esa rusticidad, en ese estar desnudo sin nada que lo separara de la naturaleza. Cerró los ojos y se sumió en un sueño muy profundo. Tan profundo que no advirtió las redes que los insectos tejían a su alrededor.
Despertó después de muchos meses. No abrió los ojos porque ya no tenía párpados. Simplemente pudo ver, ver. Una película lo separaba del mundo. Extendió sus brazos y rompió la crisálida que lo albergó durante su sueño. Podía sentirlo todo. La savia fluyendo en las venas de las plantas, el andar de las hormigas, el latir acelerado en el corazón de los animales. La brisa, la tierra que palpitaba en la base de sus pies. Se llevó las manos a la cara. La sintió huesuda. Sabía que algo se había transformado y quería verlo. Caminó, el instinto le indicaba dónde encontraría agua. Un séquito de avispas lo siguió.
Finalmente, el reflejo de un lago le sirvió de espejo. Su rostro se había alargado y sus ojos eran redondos, negros y brillantes. Su nueva apariencia no le disgustaba. Estaba aún estudiando sus facciones cuando sucedió lo más maravilloso: detrás de su espalda comenzaron a desplegarse destellos transparentes, un abanico mágico, el sueño que había tenido incluso antes de existir: le habían crecido alas.
Eran miles los insectos que se habían agolpado a presenciar el gran fenómeno. De pronto sus zumbidos se aunaron en uno y parecieron entonar una curiosa melodía. Estaban dándole la bienvenida. Él zumbó también. Hablaba la lengua de los insectos. Con ellos fue que se asentó en un lugar apartado y juntos construyeron un avispero magnífico, la fortaleza de cera y barro que se convertiría en el castillo de Fermín.
Con el tiempo fue olvidando sus años con los hombres. Olvidó primero el sabor de la comida, las camas, las plantas en macetas, el idioma de Cuerno Callado. Olvidó los horarios, las rutinas. Las visitas y los cantos. Y lo último que olvidó, como si no hubiera querido olvidarlas nunca, fueron las manos de su madre y la risa de su padre. Vivía con sus amigos en su nuevo hogar, recorría los alrededores, en ocasiones auxiliaba a aquellos animales que lo necesitaban. Se había convertido en un ser generoso que trabajaba por el bienestar del bosque.
Pasó una mañana. Escuchó un sonido como ningún otro. Se acercó, sigiloso, hacia donde si oído lo guiaba. En medio de un claro entre los árboles, la vio. Una joven muy bella seleccionaba y recogía plantas para luego guardarlas en su delantal. Mientras realizaba su labor, cantaba. Su canto le devolvió todo lo que había olvidado.
—Mamá —murmuró, en aquella lengua que no había usado en años.
Los ojos se le volvieron acuosos y su corazón pareció quebrarse una vez más.
Así lo encontró la joven. Aferrando sus rodillas, con la cabeza oculta.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Su voz era extremadamente dulce, como si no hubiera dejado de cantar.
Fermín alzó la vista. Por un segundo la muchacha se sobresaltó al enfrentarse a esos ojos negros y profundos. Solo después reparó en sus alas. Intentó que su asombro no se reflejara en sus facciones.
Fermín era un adolescente ya y había acumulado muchos años de rencores. Ver a la muchacha le abrió una herida aneja. De pronto estaba enojado. Enojado con su pasado, con sus padres, con sentirse solo en su singularidad. No lo pensó. La aferró entre sus brazos y voló hasta el castillo de cera, a encerrar a la joven que dolía en una torre de polen y de miel.
Historias Reflejadas
“Carrera”

Carrera
Corrían. Los pasos se alargaban más allá de sus cuerpos en busca de respuestas.
Avanzaban sobre un tiempo muerto, sin formas, las horas quietas en puntos suspensivos. El pasado se hacía presente, como una sombra, como un vidrio sucio donde se escondían las preguntas.
Corrían y en sus pies se enredaban las mentiras, una detrás de la otra; el cuerpo en movimiento, fijo en el instante, dejándose reposar en ese balanceo de la vida, para no caer en la opresiva sensación de las circunstancias.
Corrían, viajaban sobre sus pensamientos, cada pisada un encuentro con la inevitable memoria de sus cuerpos; la búsqueda y el vacío.
Andrea Viveca Sanz
Se reflejan en esta historia los siguientes textos: “Asco”, de Carolina Perrot; “Una mujer corre”, de Bibiana Ricciardi; “Vidrio”, de Gabriela Borrelli; y “Cada despedida”, de Mariana Dimópulos.
Literatura
Tres jóvenes fundaron una editorial que apuesta por la literatura de riesgo
Por Gastón Marote
Tres jóvenes emprendedores fundaron la editorial independiente La Tarea de Escribir, que ya publicó siete libros y apuesta por escrituras radicales y autores emergentes, con una propuesta estética que prioriza “lo raro antes que lo bueno”.
La editorial fue creada en 2025 por Juan Rey (27), Vinicius Fonseca (28) y María Josefina Pesado (29), y surge como continuidad del taller homónimo activo desde 2021.

Según explicaron sus fundadores, el proyecto busca acompañar obras que “se atrevan a pensar desde el borde” y no temen al error o a la incomodidad.
“Creemos que una editorial no es una vidriera sino un dispositivo de pensamiento”, sostienen los creadores, que acompañan cada libro con materiales complementarios como prólogos, notas, entrevistas o piezas visuales disponibles en un soporte digital propio.
En un comunicado, destacaron que trabajan con autores “nuevos, invisibles o directamente ilegibles para la mirada estándar del presente editorial”, y que la curaduría está guiada por una apuesta estilística abierta y desafiante.
Entre sus influencias mencionan tanto editoriales independientes como N Direcciones o la mítica 18 Whiskys, como también autores consagrados y contemporáneos como César Aira, María Negroni, Gabriela Cabezón Cámara o Pablo Katchadjian.
Los objetivos de La Tarea de Escribir están divididos en tres escalas: a corto plazo, construir un catálogo pequeño e incisivo y obtener visibilidad en eventos como la Feria del Libro o la FED; a mediano plazo, formar una comunidad interesada en la experimentación; y a largo plazo, producir un archivo vivo que integre edición, taller e investigación.
Definen a su público como lectores curiosos, móviles, interesados en lo anómalo y en obras que “se presenten como objetos capaces de abrir preguntas, no de clausurarlas”.
La circulación de sus libros se enfoca en librerías independientes, ferias, universidades y espacios culturales, aunque no descartan expandirse comercialmente para sostener el proyecto.
(*) Agencia Noticias Argentinas
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