

Historias Reflejadas
“Lecturas cruzadas”

Lecturas cruzadas
A veces era necesario leer el paisaje, sumergirse en sus voces, dejarse llevar por el eco desconocido para mutar en un lenguaje nuevo, sin límites.
Las voces familiares conservaban una distancia prudente, como puntos unidos por hebras invisibles, descosidas, que se habían soltado en el camino. Puntos quietos, anclados en la permanencia de las horas, cada tiempo prolongado en otro, lejano de sí. Y entonces, en aquella lectura improvisada, se desataban respuestas que nadie buscaba.
Hundidos en la oscuridad de sus mentes se habían atrevido al viaje, a esa transición de geografías cargadas de palabras. Las palabras se movieron y rodaron como un texto sin puntos, una cosa dentro de la otra, detrás de la otra, una obsesión que creció en las páginas de sus vidas hasta romperlas para derramar el dolor sobre cada espacio vacío.
Una gota espesa y necesaria pendía de una grieta y se descascaraba en los silenciosos laberintos de la memoria; era el recuerdo guardado, el recorrido de letras que los constituían, las voces que resonaban en el desierto y se perdían en el paisaje para que alguien pudiera leerlas.
Andrea Viveca Sanz
Se reflejan en esta historia los siguientes textos: “Las horas derramadas”, de Pablo Di Marco; “Las rotas”, de David Muchnik; “Desierto sonoro”, de Valeria Luiselli; y “Los incapaces”, de Alberto Montero.

Historias Reflejadas
“Los muros del silencio”

Los muros del silencio
Detrás de los muros la vida busca expandirse, pero no lo logra. Espirales de miedo conducen, una y otra vez, al mismo sitio en el que las palabras se han quedado quietas.
Entre los rincones se instala un silencio denso y frío que abraza lo callado y lo esconde para que no se vea.
Una danza continua, envuelve recuerdos sin forma y los atrapa en una repetición monótona y gris.
El viaje, más allá del viaje, duerme en un laberinto de mapas que no conducen a ninguna parte.
Las horas huecas se han quedado inmóviles y la muerte abre su boca para engullir otras muertes, las que la han antecedido, en las sutilezas de lo cotidiano.
La vida se sumerge en un foso profundo donde nada germina, una oscuridad sonora multiplica el silencio que muta y se transforma en túneles imposibles de atravesar.
La verdad se revela y resucita en pesadillas que, como arañas, tejen una tela que atrapa los pensamientos congelados.
Detrás de los muros, un largo silencio apaga la vida…
Andrea Viveca Sanz
Se reflejan en esta historia los siguientes cuentos: “El extranjero”, de Sergio Chejfec (libro “Los viajes”); “La tercera resignación”, de Gabriel García Márquez (libro “Ojos de perro azul”); “El último tren”, de Silvia Iparraguirre (libro “Narrativa breve”); y “Ahora”, de Liliana Heker (libro “Cuentos”).
Historias Reflejadas
“La llave de los silencios”

La llave de los silencios
Adormecidos en las fisuras del pasado, hay recuerdos que se infiltran despacio y amurallan el presente.
Sepultados en las fosas de la memoria muchos secretos anuncian una desgracia.
Una aguja atraviesa las entrañas y sumerge en el olvido lo que lastima y aflora como un puñal.
Gotas de miedo que atan las palabras se evaporan para liberar aquello que, de tanto callar, se encuentra enterrado en un sótano de silencios.
El cuerpo, territorio de historias escondidas, hilvana lágrimas que lavan el mutismo de los sentimientos.
Una foto velada congela el instante que mucho más tarde se revelará nítido, en las orillas de otro tiempo, para manifestarse.
Un dolor oculto en viejos escondrijos espera callado en las grietas del olvido.
Sobre una pared las sombras juegan y se desvanecen borrosas, una y otra vez, ahogando a la verdad que puja por salir.
Hay un cerrojo que calla y una llave que abre los silencios, para que los fantasmas del pasado emerjan desde las cavernas del alma y se conviertan en un haz de luz que todo lo transforme.
Andrea Viveca Sanz
Se reflejan en esta historia: “La mujer del tiempo”, de Ana María Bovo; “La estrella prohibida”, de María Border; “La hora del lobo”, de Cristina Loza; y “La casa maldita”, de Bárbara Wood.
Historias Reflejadas
“Más allá de la luna”

Más allá de la Luna
Alguien se había robado la luna. O una parte de ella. Justo ahora que la otra Luna se había ido sin avisar. En eso estaba el niño, que más tarde sería un grande, cuando pudo escuchar lo que los animales comentaban.
No importa lo que dijo la rana, ni el gato, ni los otros gatos del tejado. Ni siquiera es importante lo que susurró la paloma. Lo verdaderamente terrible es que, fuera por el motivo que fuera, la luna había desaparecido. ¿Cuántas lunas había? ¡Qué confusión!
Tal vez, pensaba el niño, a la luna le gustaba cambiar y como era muy coqueta había días en los que no se dejaba ver. En esas noches oscuras, cuando ella estaba sin estar, muchos artistas la pintaban en cielos dibujados para que nadie dejara de admirarla. “¿Y mi Luna?” se preguntaba.
Había que buscar las tres caras de la luna. ¡Además de la suya! ¿Sólo por coquetería a veces se escondía? Era necesario bucear en las noches, mirar un poco más allá para que la luna valiera la pena.
En medio de tanto enredo, el niño, que después fue un grande, hizo un descubrimiento que le permitió mirar el lado oculto de las cosas, las cercanas y las lejanas.
Cierta tarde, cuando sus preguntas se habían enmarañado en una tristeza inexplicable, una lágrima se convirtió en respuesta. Primero fue una idea y muy pronto su imaginación se puso en marcha. Fue justamente por eso que a partir de entonces la vida del niño se transformó. Había nacido un genio, de esos que inventan cosas para que las verdades se revelen.
Un tiempo después, aquel pequeño inventor miraba por la ventana con un gran catalejo todo lo que había más allá de la luna. A su lado otra Luna, que había estado jugando a las escondidas, movía la cola.
Andrea Viveca Sanz
Se reflejan en esta historia: “Galileo y el cataestrellas”, con textos de Carlos Pinto e ilustraciones de Leo Bolzicco; “Una luna junto a la laguna”, de Adela Basch con ilustraciones de Alberto Pez; “La mejor luna”, de Liliana Bodoc; y “El hombre que creía en la luna”, de Esteban Valentino.
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