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Juan Fernández Marauda: “En este momento me cuesta pensarme como algo más que un novelista”

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini

Un regreso al punto de partida, las palabras escondidas en el origen; el pasado recortado en la memoria, como un fragmento quieto que avanza y revela.

Sin embargo, todo es movimiento, como el agua de un río, como un silencio que cuestiona y suelta preguntas en una geografía que, de pronto, se vuelve desconocida.

Transitar el camino de las palabras es dejarse conducir por sus formas, por el sonido que vibra entre sus letras y marca el ritmo de las historias que contienen.

Juan Fernández Marauda es docente y escritor, su vínculo con la palabra lo ha llevado a cruzar un puente cargado de voces en el que se balancea su primera novela “El puente de las brujas”, editada por EME Editorial en este 2020.

—Comencemos esta charla atravesando un puente de palabras. Ese paso imaginario te conduce a la casa de tu niñez. ¿Cuáles son las primeras palabras que percibís en ese camino y qué dicen de vos? ¿Qué vocablo olvidado aparece cuando abrís la puerta de esa casa?
—Ahora pienso que aquella casa también tenía un puente. No lo recordaba. Era un cruce peatonal para atravesar la ruta, a trescientos metros de la casa, sin agua, ni concreto, ni árboles a los lados. La casa estaba en uno de los márgenes del pueblo, al borde de la ruta que viene de Buenos Aires y sigue al sur. Desandando la ruta, hacia el norte, estaban el cementerio y el basural. Siguen estando, en realidad. El que se fue soy yo. Pensaba en la palabra márgenes, cuando empecé a escribir, pero la palabra justa, en realidad, es migrante. Llegamos ahí desde Lanús, yo recién nacido, y luego seguimos bajando. Del margen al centro, del centro al otro margen: el que tiene río, árboles y una garita de seguridad en la entrada al barrio. Ellos, en realidad. Yo me fui. Viví un tiempo en Capital Federal, como si quisiera reclamar una herencia, y de ahí me vine a La Plata, como quién se desangra. Acá volví a dibujar mis márgenes y a encontrarme con lo que significa venir del sur, escribir un sur más inventado que recordado, y vivirlo en Buenos Aires. El centro y la periferia, la gravedad de la tradición.

—Y ya que llegamos a la casa de tu infancia, ¿fue dentro de esas paredes donde nació tu gusto por las letras y la escritura?
—Mis viejos son muy lectores. Mis primeras lecturas fueron lecturas suyas, antes. Ellos me leían cuentos que venían en colecciones de Página/12. Mucho Jack London y Rudyard Kipling; algo de Ray Bradbury antes de dormir. Luego Mario Benedetti, poesía y prosa, y, sobre todo, Osvaldo Soriano. Con él me di cuenta que quería escribir. Y, además, que quería escribir como él: peleando con la inadecuación y con los géneros. Hace poco también descubrí que mi viejo escribía. Poemas de amor, traducciones propias de canciones de los Beatles, textos dibujados en cuadernos que habían quedado guardados en un galpón, numerados del ‘76 al ‘81. Él nunca los mencionó. Los encontré ya de grande, enterrados entre sus discos de pasta y las escopetas de mi abuelo.

—¿Qué libros o autores pudieron resultar “puentes” para llegar a tu primera novela?
—Investigué muchísimo para escribir El puente de las brujas. Buscaba y pedía y leía cuanto autor alguna vez dijo “río”. Volví a Saer, a El limonero real, a La Ribera, de Wernicke, a Sudeste, de Conti. Juan Bautista Duizeide, que fue un faro durante todo el proceso, me presentó la preciosura escondida que es Historia de los galgos, de Sara Gallardo y, aunque nunca lo pretendió, también me abrió la puerta a sus cuentos con olor a mar. Yo quería dejarme tapar por un lenguaje particular, un imaginario compartido. Que me inunde para luego trastocarlo, corromperlo. Como quién envenena un pozo.

—¿Cuál fue el punto de partida de esa historia?
—Creo que en el origen de todo están el comienzo de El extranjero, por un lado, y por el otro una cita sin contexto de Joyce:

¿Qué es un fantasma? preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.

Jugando con esta frase fui armando un personaje que la encarnara. Alguien que, en un descuido, pudiera pasar por aparecido. El fantasma que camina. Por otro lado, soy perfectamente consciente de que no escribí una novela panfletaria, ni siquiera una abierta denuncia de nada. Sin embargo, creo que en esto hay un comentario, la imagen de un pueblo que quizás se parezca al lugar en el que crecí. Ya diré que la geografía es la misma, los paisajes, los animales. También algunas ideas. Formas de ver el mundo que no le son exclusivas pero que echan raíz en el hermetismo de los paisajes patagónicos. La corrupción y los prejuicios naturalizados. Hay una voz hegemónica que dice que no hay que ver a la primera y al mismo tiempo actuar sin tapujos sobre los segundos, sobre los otros.

—¿De qué manera construiste al protagonista y a los personajes con los que comparte su vida y sus dolores?
—Quería encontrar un narrador moroso, una primera persona incómoda con su lugar y sus responsabilidades para con el relato. Incómodo o imposibilitado. Quería que esa sustracción personal fuera menos reserva que vulnerabilidad. Construir a un hombre que, justamente, ya no pudiera compartir nada. Los otros personajes son espejos con los que el narrador debería enfrentarse. Imágenes distorsionadas de un futuro que no se volvió presente. Encarnaciones de la ingenuidad y del sadismo que son particularidades que, cuando se las deja solas, juegan para el mismo bando.

—¿Cómo dibujaste con tus palabras los distintos escenarios, esa geografía donde los recuerdos y la muerte se adhieren al paisaje?
—Durante un verano y un invierno volví al sur con una libreta en la que anoté cuanta imagen me llamó la atención, aunque mas no sea de manera fugaz. Desde el vuelo de los pájaros al sentido de los remolinos en el agua. Hice archivo de impresiones, de ruidos, de comportamientos. Miré a los perros durante tardes enteras en las que hacían poco más que dar vueltas en círculos por el patio de mis padres, para luego ir y echarse al sol. Al pueblo en sí, lo construí como Frankenstein a su monstruo: con pedazos de muertos. Elementos robados del cementerio de la memoria, cosidos entre sí para ser más que la suma de sus partes, pero radicalmente distintos a lo que alguna vez fueron. Nunca me interesó retratar a mi pueblo, sino más bien reconocer aquellos elementos que cualquiera podría tomar y decir “yo conozco ese lugar”.

—¿Qué fue lo más difícil en el proceso de dar forma a la trama de este policial en el que las preguntas quedan en el aire?
—No aceptar, nunca, que estaba escribiendo un policial. Alejarme del lugar del detective, dejar de buscar justicia. Evitar los lugares comunes y las casillas de los géneros y permitirme, al mismo tiempo, tantear otras herramientas del terror, del fantástico. Medir las palabras para que nada se revele por completo, acaso solo se intuya. Sostener la voz del narrador y no sucumbir a la tentación de confesar.

—¿Hay recorridos de tu propia historia en esta ficción?
—La respuesta rápida es no, en cuanto no es algo que me interesó trabajar. No pretendí escribir un testimonio ni hacer memoria ni purgar culpas. Me borré explícitamente del texto para darle lugar a la historia y algo de esa sustracción recayó, eventualmente, en el narrador, que no piensa, que no sabe, que no dice, que no quiere. Que tan solo ve. Dicho esto, la propia vida siempre es cántaro al que se vuelve. Uno toma posturas, modos de ver, detalles, fragmentos de historias, pequeñas anécdotas. Escenografía, alumbrado y extras. Indio, Apache y Lola son los perros de mis viejos. David Williams existió y desapareció tal cómo se lo hice decir a Bruno Alfano. El himno que canta la madre de Javier en un recuerdo lo cantaron en el funeral de mi abuelo. Los fragmentos de mensajes al poblador rural fueron tomados de una radio AM que a veces escucho en las vacaciones. De la casa de mis padres tomé el patio, los árboles, los pájaros y el río. Desde ese fondo se ve el puente y los camiones lo dominan tanto como a mi relato. Cuando imaginé al comisario pensé en un compañero del secundario al que le tuve miedo, y cuando hice al veterinario tenía en mente a un amigo que ahora es veterinario en Trelew. A pesar de esto cada uno se volvió su propia cosa, casi enteramente distintos. Ningún nombre es real. Todo lo que cuento pudo haber pasado, pero, hasta donde sé, no pasó. No hice archivo de noticias ni investigué de forma alguna. Así y todo, de a pedazos y sin conexión entre sí, puede ser que cada fragmento haya sucedido y pertenezca a historias distintas. Así funcionan los pueblos. Creo que lo inquietante es que todo suene demasiado posible.

—¿Cómo sigue este año para vos? ¿Existen nuevos proyectos en camino?
—Nunca concebí la escritura y la publicación de ésta novela como un hito único, como quien tacha algo de la lista antes de seguir adelante. Más bien debe ser una carta de presentación, una suerte de habilitación para seguir publicando, ya que, paralelamente, todo el tiempo estoy escribiendo. En este momento me cuesta pensarme como algo más que un novelista. Todo lo que hago rápidamente se inclina para ese lado, aunque empiece por la descripción mínima de algún detalle curioso. Actualmente tengo un par de proyectos que son como perros que tironean para lados distintos, aunque, paradójicamente, todos construyen, entre sí, una suerte de esfera de influencia. Escribo uno y otro de manera alternativa y desordenada. Todos me gustan y todos son el principal por un día, hasta que encuentro algo que siento que funcionaría muy bien, pero en el otro, y así avanzo a los saltos.  

—Para terminar, regresemos por el mismo puente de palabras del comienzo, ¿qué deseo te gustaría arrojar al río que corre por debajo?
—¿Qué significa arrojar un deseo al río? ¿Esperar que se cumpla? ¿O desprenderse de su peso como quién descarta un cadáver? Quizás la respuesta a ambas posibilidades sea la misma: que la novela se aleje de mí. Que llegue a lectores lejanos, aunque yo nunca me entere. Que siga el curso de la corriente, debajo, hasta donde yo ya no pueda ni siquiera pretender dominarla.

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Cynthia Edul repasa “El punto de costura”, una obra donde lo familiar y lo laboral disparan y sostienen la historia

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

Es un hilo más otro hilo. Y otro. Manos urdiendo la trama, el lenguaje de los dedos, un sonido que teje. 

Es una palabra encima del hilo, las voces cosidas, el acento en la aguja, un hilván que sostiene.

Es la tela y el hilo en la tela, la tijera y el silencio, texturas superpuestas, voces asomándose entre los puntos, una costura del verbo.

Es antes y después, todos los hilos y todas las palabras, la sintaxis de la trama.

“El punto de costura” es una obra que se introduce en el universo textil, una trama tejida con hilos personales que se expande más allá del escenario.

En diálogo con ContArte Cultura, Cynthia Edul, autora de los textos, directora y responsable de la lectura en la obra, tira de un hilo y de otros, indaga, cose y corta con su voz, con los sonidos que despiertan, texturas y nombres, en el punto de sus propias costuras.

—Sin dudas a lo largo de nuestras vidas existen hilos de historias que nos cosen por dentro, palabras en las telas de los cuerpos, costuras que nos definen. Para comenzar y a modo de presentación, si pudieras elegir la imagen de una “costura” que te represente, ¿cómo sería? ¿Qué hilos formarían parte de esa trama?

—Creo que la imagen textil que me representa es el Boro. En Japón es un tipo de costura como el patchwork que se hace con retazos y esas prendas se heredan de generación en generación. Cada generación sigue usando ese traje y las memorias de toda la familia se conservan en ese texto.

—Y porque hay hilos que permanecen a lo largo del tiempo, nos gustaría llegar a los orígenes, a tu propio primer punto de costura. ¿Qué vivencias personales te acercaron al mundo textil?

—En mi caso, mi familia paterna se dedicó a lo textil. Desde que llegaron de Siria se iniciaron en ese rubro, así que la tradición del trabajo familiar era ese. Y también el mandato de ese negocio pesaba mucho en mi familia. Yo me dediqué a la literatura, pero siempre estuve involucrada en el negocio familiar y en la pandemia me tuve que hacer cargo… no tuve opción. Entonces empecé a escribir sobre qué sentidos puede tener regresar a los oficios familiares, a la historia del trabajo familiar y recuperar mis experiencia con todo ese mundo.

—¿Cuáles fueron los disparadores para empezar a poner en palabras esas vivencias hasta llegar a dar vida a tu obra “El punto de costura”?

—El primer disparador, como comentaba antes, fue el regreso a los oficios familiares textiles en primera persona. A partir de ahí comencé a construir esa primera línea, que tenía que ver directamente con el motivo del regreso. Después empecé a tirar hilos que se relacionaban con la historia familiar: la historia del algodón, las historias de las hilanderas. Y a sumar otras como las historias de opresión y de resistencia a través del textil. Recuperando eso fui reencontrando las vivencias personales, a la luz de otras vivencias, históricas y sociales.

—Toda la escenografía da cuenta de ese universo donde una trama se superpone a la otra, la palabra y la imagen, el sonido y las texturas, ¿quiénes colaboraron en el proceso creativo del mundo textil sobre el escenario?

—La escenografía fue algo que fuimos construyendo con María Venancio y Nicolás Zuñiga, en un principio, y luego con Sebastián Francia. La idea era hilar texto, imagen y sonoridad, construyendo de alguna manera las mesas de costura. En una trabaja Guillermina Etkin y en otra yo, con un espacio que es la alfombra, el espacio textil tan sagrado para muchas religiones también. Y así, simplificando pero dándole sentido específico a cada función, fuimos construyendo ese espacio, que tiene en el centro al telar y la máquina de coser. Dos elementos que se vuelven centrales en el relato.

—También hay un trabajo muy interesante con la música, un paisaje sonoro que se une a la voz y al piano para crear texturas nuevas. ¿Cómo fue el trabajo con Guillermina para lograr esa fusión de sonidos que ayudan a narrar?

—Con Guillermina leíamos el texto y a partir de eso ella empezaba a componer sonoridades, canciones, tonos, que expresaran el sentido profundo que le provocaba lo que leía. Así que fuimos buscando parte por parte, investigando la sonoridad en cada momento. Además, teníamos una premisa que era usar los textiles como elementos sonoros: de ahí el telar, la máquina de coser, las telas, el costurero y la amplificación de esos sonidos que, como decía John Cage, “actúan”.

—Para concluir, detengámonos entonces en esos sonidos. Si pudieras elegir el que represente el espíritu de la obra, ¿cuál sería y por qué?

—Difícil pregunta, pero si tengo que elegir uno: la máquina de coser. Ese sonido mecánico y al mismo tiempo familiar, ese objeto con el que trabajaron nuestras abuelas, nuestras madres, nuestras tías. Hay está el espíritu de las mujeres costureras. Creo que ese representa muy bien el espíritu de la obra.

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Gabriela Margall: “Necesitaba una vuelta a mis raíces y ahí estaban los libros esperando”

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

El fuego arrasa, incendia los nombres. Es la guerra sobre el amor, que resiste y se deja abrazar por las llamas. Hay una revolución en los cuerpos, una intuición de libertad, como si adentro y afuera se encontraran en una misma batalla.

Y es que los combates se dan primero en los cuerpos, en las ideas capaces de encender otras chispas y alimentar otras llamas.

Tres mujeres, tres historias atravesadas por el fuego y por la guerra. Tres deseos de libertad encerrados en aquello que no puede nombrarse, pero igual crece.

La trilogía de Gabriela Margall, que incluye sus novelas “Si encuentro tu nombre en el fuego”, “Con solo nombrarte” y “La viajera del sur” y fue publicada por Del Fondo Editorial, recorre los tiempos de las invasiones inglesas y de las guerras napoleónicas para sumergir a los lectores en tres historias de amor capaces de resistir cualquier batalla.

ContArte Cultura charló con la autora e historiadora para acercarnos al proceso de escritura de esta saga, cuyas protagonistas seguramente serán capaces de trascender las páginas que las contienen a través de cada lectura.

—La guerra y la libertad son dos temas que atraviesan tu trilogía. Entre las páginas se desatan revoluciones históricas pero también las personales. Vamos a detenernos ahí. Para comenzar esta charla y a modo de presentación, hagamos foco en esos movimientos personales que te llevaron a escribir a las protagonistas femeninas de estas novelas. Si pudieras elegir dos cosas de esas mujeres en las que te veas reflejada, ¿cuáles serían?

—No siempre construyo personajes porque me reflejo en ellos. Si hago una historia de las protagonistas, probablemente no haya muchas características similares. De hecho, me gusta trabajar con personajes y elementos que no tienen que ver conmigo, porque lo que me interesa es la reconstrucción de un período histórico y qué ocurría con los seres humanos dentro de ese tiempo. 

—Como todo tiene un comienzo y un final que suelen tocarse, nos gustaría llegar a ese punto de contacto: ¿Qué fue lo que te movilizó para escribir aquella primera novela “Si encuentro tu nombre en el fuego” y luego de tantos años llegar a la escritura de “La viajera del sur” para cerrar la historia de la familia Torres?

—Como decía antes, lo que me gusta es la reconstrucción de un período histórico. El fin del Virreinato del Río de la Plato, las Invasiones Inglesas, la Revolución de Mayo y la guerra por la independencia de España, son períodos que están muy estudiados en la historia argentina. Tenemos mucha información, incluso sobre la actuación de las mujeres y otros sectores subalternos. Escribir esa historia, incluso desde la ficción, es una de mis cosas favoritas.

—En ese lapso de tiempo entre una y otra obra escribiste “Con solo nombrarte”, una novela ambientada en los escenarios de la segunda invasión inglesa a Buenos Aires. ¿Cómo fue el proceso de reconstruir aquellos días y de darle continuidad a tu primera historia?

Si encuentro tu nombre en el fuego y Con solo nombrarte fueron concebidas juntas. Las dos salieron para los bicentenarios de la primera y segunda invasión inglesa y por eso nunca existió la urgencia de continuar la historia. Y tampoco hubo urgencia después, sino que fue un proceso de cambio y continuidad que se dio con los años. Necesitaba una vuelta a mis raíces y ahí estaban los libros esperando.

—Si hay un punto en común en esta trilogía es la presencia de mujeres fuertes, que se atreven a todo, algo que no era común en esos tiempos, ¿de qué manera trabajaste para darle vida a cada una de tus protagonistas?

—En las tres protagonistas lo que busqué fue “ir un poco más allá”. Las tres, Paula, Jimena, Julieta, tienen una base histórica, podemos establecer que sí, que algunas mujeres hicieron lo que hacen ellas (con algunos límites). Lo que busqué en las novelas fue que eso que hacían (el acceso a libros y organización de reuniones, la participación en batallas y el comercio y actuación como espías) quedase bien definido y con algunas licencias. Pero todo tiene un anclaje en la realidad.

—Más allá de los vínculos de sangre que las unen, qué  te parece que podría representar a tus tres protagonistas: Paula, Jimena y Julieta.

—Están en el mismo punto de vista político, las tres son parte de ese grupo que va a liderar el proceso de revolución e independencia de España. A veces se considera que solo son hombres los que tenían ideas políticas, pero basta leer las cartas de Guadalupe Cuenca a Mariano Moreno para saber que ella tenía un conocimiento claro de la realidad política del momento.

—Y hablando de Julieta, ella es la que va a cruzar el océano para hacerse parte de otra guerra, ¿qué fue lo que más disfrutaste o padeciste al momento de “viajar” con ella hacia los tiempos napoleónicos.

—Mucho antes de que supiera qué historia iba a contar con Julieta, sabía que iba a ser una novela de viajes. Así que fue un proceso tranquilo.

—¿Cuál fue la batalla que más te costó escribir y por qué?

—La batalla por la Reconquista de Buenos Aires en Con solo nombrarte. Conocía bien la ciudad y las calles, pero las tropas de ambos bandos avanzaban y retrocedían, entraban en casas, había túneles, arroyos en la ciudad, no fue sencillo tener todo eso en la cabeza y traducirlo en una novela.

—Más allá de las guerras, cerca de ellas siempre late el amor, ¿de qué manera surgieron en vos las historias de amor de tus protagonistas?

—Siempre pienso en los protagonistas como una pareja, nacen así, y considero con atención qué es lo que los separa, porque es el centro de la novela, y cómo se va a resolver, si es que se resuelve.

—Con la trilogía completa, ¿qué sigue ahora en el universo Margall?

—Veremos. Hay varias cosas que tengo en mente y no me alcanza el tiempo para todas. La historia siempre está presente, aunque me gustaría probar con la épica fantástica.

—Para terminar, te invitamos a elegir tres telas o vestimentas que representen respectivamente a cada una de tus novelas.

Si encuentro tu nombre en el fuego: una mantilla de encaje.
Con solo nombrarte: un abanico.
La viajera del sur: un vestido verde oscuro.

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Verónica Sordelli: “Escribir fue la manera de leer mi vida”

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

Las huellas de sus pies desaparecen, se hunden en la arena como si nada hubiera existido, después de los deseos. Son partículas de tiempo disolviéndose, nada. Cada paso los acerca y los aleja. Son un espejismo de sus propias palabras. No basta con pronunciar sus nombres, el viento se los lleva, los arrastra al vacío, donde alguna vez existieron castillos de arena.

“Castillos de arena”, la última novela de Verónica Sordelli, cuenta una historia que se pierde en las arenas del desierto, en un escenario que muta para dejar en los lectores un viento de preguntas que, poco a poco, van revelando los otros desiertos, los que habitan en el interior de sus protagonistas.

En diálogo con ContArte Cultura, la autora cuenta acerca de su propia ruta en el camino de la escritura, especialmente de su última obra, donde invita al lector a viajar a través de sus palabras.

—La arena, su liviandad, esa convergencia de partículas en movimiento y la textura al pisarla suelen llevarnos a distintos escenarios donde nuestros pies han dejado sus marcas. En tu novela el desierto es un gran protagonista, es por eso que para comenzar nos gustaría detenernos en las sensaciones que la arena haya despertado en vos, en sus huellas, que de alguna manera puedan ayudar a presentarte.

—Soy de Necochea, la arena me acompaña desde mi infancia. Siempre fue la misma, soy yo la que con el paso de los años la fui viendo distinta, porque en cada etapa de mi vida despertó sensaciones diversas: una infancia construida de la misma manera que con la pala y los rastrillos se construyen los pozos esperando que desde su interior surja el mar. El asombro de no entender por qué sucedía y la alegría de que así fuera. Una adolescencia donde la arena representó los fogones con amigos, el primer beso de amor y tal vez la primera lágrima de desamor. Una adultez donde comencé a caminarla, y se la presenté a mis hijos y los ayudé a construir sus castillos y los escuché gritar de alegría y tuve que consolarlos cuando el mar, en cuestión de segundos, los desmoronaba. Miré muchas veces para atrás, no estaban solamente mis huellas, y lloré mucho despidiendo algunas que se fueron y agradecí recibiendo a aquellas que se sumaron. ¡Y si! ¡Así es la vida! Y como aquella niña siento el asombro de no saber porque sucede y la alegría de que así sea.

—Y en ese desplazamiento que significa viajar, vayamos a tus comienzos como escritora. ¿Recordás en qué momento de tu vida se despertó tu deseo de contar historias?

—Mi primera novela surgió de la necesidad de contar la historia de las playas de Quequén, una historia llena de naufragios, con uno de los hoteles más imponentes de Sudamérica. El momento exacto fue cuando una de las tantas mañanas que salí a trotar por la costa, sentí el privilegio de vivir en este maravilloso lugar. 

—Mirando hacia atrás, ¿qué hilos temáticos atraviesan todas tus obras?

—Escribir fue la manera de leer mi vida. En mis libros estoy. Entonces diría que el hilo rojo que une a mis novelas es la mujer. En algunos momentos de la historia, o de la cultura en la que vivió, no tuvo demasiado o ningún poder de decisión, en otros pudo hacerlo. Pero siempre luchó para ser fiel a sus pensamientos.

—Tu novela “Castillos de arena”, publicada por Del Fondo Editorial, es una historia de amor y de fusión de culturas, ¿cuál fue el disparador para su escritura?

—La importancia que tiene la religión en la cultura árabe y la maravillosa diferencia con el occidente me llevó a preguntarme: ¿Qué tenemos en común? Por encima de toda diferencia tenemos en común el amor. A partir de ahí comenzó la historia.

—¿Cómo viviste el proceso de cruzar el desierto para acercarte a una cultura tan diferente de la nuestra?

—Agradezco haber podido viajar en tres oportunidades a encontrarme con la cultura árabe. En cada una de ellas mi premisa fue no cuestionarla y respetarla. Fue lo que me ayudó a entender la importancia de los mandatos sociales y religiosos en sus vidas y como viven para cumplirlos. Fue también entender que somos distintos, ni mejores ni peores, solo distintos. Toda cultura se merece ser respetada, pero creo que para lograrlo hay que estudiarla, no desde los extremismos porque gente mala y buena hay en todas, sino desde la esencia del ser humano.

—¿Qué o quiénes te ayudaron a darle vida a Jayif, el protagonista de “Castillos de arena”?

—Jayif fue creado a partir del lugar que ocupaba en su cultura y con los mandatos que ella le imponía.

—Y si tuvieras que definir a Elena, tu otra protagonista, en una sola palabra, ¿cuál sería?

—Superación

—Al avanzar en la historia aparecen situaciones límite donde el dolor y la muerte envuelven a tus personajes, ¿qué fue lo que más te costó al momento de escribir esas escenas?

—Investigué y leí muchísimos testimonios. Lo más difícil fue aceptar que se trataba de situaciones reales.

—Un deseo sin spoilear… ¿hay vida después de la muerte?

—No lo sé, sólo puedo afirmar que la muerte es la no presencia física, pero siempre estaremos vivos en el recuerdo de aquellos que nos aman. Dicen que la vida es corta, pero también dicen que las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan.

—Para terminar, ¿qué aroma creés que representaría a tus “Castillos de arena” y por qué?

—Mi preferido: el perfume que siento cuando abrazo a una persona que amo. Porque el amor sana y salva.

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Propietaria/Directora: Andrea Viveca Sanz
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