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Entrevistas

“Los dos ombúes”: un recorrido por la última obra de Margara Averbach, de la mano de su autora

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

Dos ombúes alargan sus ramas, sus hojas se rozan apenas, como si cada consecuencia tuviera una causa, como si las voces que habitan sus ramas se fundieran para manifestarse. Debajo, cobijadas por la sombra de sus copas, se desvanecen otras sombras, las raíces se entrelazan en un deseo colectivo, las palabras se abren paso para arribar, justas, al punto de encuentro.

Márgara Averbach es parte de muchos universos fantásticos que ha construído con su voz y con su pluma. En esta oportunidad, la historia de Latinoamérica se enredó en sus palabras para dar vida a una ficción distópica en la que vale la pena sumergirse.

En diálogo con ContArte Cultura la escritora cuenta como vivió el proceso creativo de su obra e invita a transitar sus páginas.

—Si pudieras elegir una imagen o una palabra que represente el punto de partida de esta novela, ¿cuál sería y por qué?
—Pienso en dos imágenes:

  • La silla de ruedas del Oso al lado del ombú en el que se refugian él y Mara.  
  • La ropa de colores en el valle cuando finalmente encuentran a los chicos secuestrados.

Poner una sola palabra me resulta difícil siempre… pero digamos que para mí, en cuanto al proceso creativo, esa palabra sería “Ayotzinapa”.

—¿De qué manera transitaste el proceso creativo de “Los dos ombúes”?
—Como hago siempre con todo lo que escribo. Yo empiezo con una idea muy vaga, sin nada claro sobre los personajes ni sobre el argumento. No planifico nada. No me sale. Empiezo con una imagen o una idea. En este caso, la noticia de lo que había pasado en Ayotzinapa y ver los retratos de los cuarenta y pico de desaparecidos en la Sala de Profesores de la Facultad de Filosofía y Letras, me golpeó con mucha fuerza. Empecé por ahí. Y al mismo tiempo, recordé mi escuela de Banfield y lo que pasó en ella cuando yo ya no estaba (pero sí mi hermano) y desaparecieron muchos chicos de secundaria, que ahora llevan el nombre de “la división perdida” y sus fotos y nombres están en la escuela en baldosas y la escalera que va al primer piso. A partir de ahí, escribí mi borrador, escribo la primera vez a mano, en cuadernos, y así me salen los personajes, lo que pasa, el índice. Todo viene así, escribiendo. Cuando terminé el borrador, que me llevó unos cuantos meses, empecé a pasarlo a la computadora y ahí corregí. Corregí mucho, mi método lo exige. Todo salió de la necesidad de escribir algo sobre lo que había leído en el diario, ese secuestro intolerable. No mudé las cosas a México porque no puedo escribir sobre lo que no conozco. Por México pasé una sola vez, un mes apenas, como turista. Cuando me senté a escribir, me salió pasarlo a un futuro distópico en Argentina, a la pampa que conozco.

—¿Cómo llegaste al título?
—Los títulos los busco al final. Cuando terminé la primera corrección, vi que el libro empezaba en un ombú, algo así como el ombú de la desesperación, y terminaba en otro, el del encuentro, en cierto modo. Y eso me gustó. Había pensado en otros títulos con la palabra “Alambrado”, que es el símbolo de la represión. Pero los ombúes eran más ambiguos y más interesantes. La editora, Nora Galia, también estuvo de acuerdo cuando hablamos del tema. 

—Contanos acerca de los escenarios en los que se mueven tus personajes, ¿qué elementos históricos o geográficos te sirvieron para recrearlos con tus palabras?
—Pensé en la costa argentina de Buenos Aires, el mar, en un alambrado hacia el oeste, y después en un camino hacia las montañas. Yo viajé mucho por el país. Conozco esos paisajes…, no me cuesta nada evocarlos. En cuanto a los paisajes urbanos, seguramente hay mucho de mi barrio de toda la vida, en Banfield, Lomas de Zamora, cambiado claro. Los trenes fueron mi medio de transporte desde que tenía 18 años, cuando empecé a ir a la facultad en Capital Federal. Y los pueblos y comunidades del “afuera”, esos los inventé como lo hago con los lugares cuando escribo fantasía, mundos en los que hay magia y que invento al correr de la pluma y después los corrijo hasta que los siento posibles, creíbles.

—¿Qué nos podés adelantar de los protagonistas? ¿Cómo construiste sus rasgos físicos o psicológicos?
—Como el argumento, los personajes me vienen cuando escribo. Es mágico en cierto modo: si tengo una idea sobre lo que quiero -en este caso, escribir sobre la desaparición de un grupo de chicos- me sale. Es como un poder con el que me sorprendo cada vez. Se me va ocurriendo y, por supuesto, sostengo las reglas de lo que sale cuando sale…, las del mundo, las de los personajes, las de las historias. Trato de ser coherente. Mi método requiere mucha corrección y se va mejorando y afinando el relato hasta que me parece razonable. Y las últimas veces que corrijo, estoy mucho más segura porque entiendo un poco más lo que pasa. Como me dijo una vez Saramago en una entrevista que le hice para la revista Ñ, yo creo que todos los rasgos de esos personajes vienen de mí, de mis experiencias con personas que conocí y conozco. No sabría cómo separarlos. Sé, por ejemplo, que la soledad del Oso (por la silla de ruedas) en la escuela se parece un poco a la mía por otras razones. Pero no mucho más que eso.

—¿Cómo lograste dar vida a ese mundo de ficción, distópico, en el que la historia latinoamericana se hace visible a través de tus letras?
—Yo empiezo a escribir y el mundo aparece y voy dibujando el mapa a medida que lo conozco más y más. Se me va abriendo. En este caso, lo geográfico está en mi país, no es que haya inventado mucho. La distopía era necesaria, pero nosotros en Argentina, en México, en América Latina en general, vivimos muchas distopías y fueron muy pero muy reales, eso tampoco es imaginación pura ni mucho menos. No es difícil pensarlas. Yo no escribo tanta ciencia ficción como fantasía, mundos inventados donde hay magias variadas, pero este es mi segundo libro de este tipo, el otro es La charla. También es la primera vez que escribo un libro sobre hechos de espanto político y no lo hago en un tiempo realista, como mi libro Cuarto menguante, sobre la dictadura, o Los que volvieron, sobre lo de Melincué. Eso sí es nuevo para mí.

—¿Qué te gustaría decirles a los lectores que tengan la posibilidad de llegar a tu nueva obra?
—Me gustaría que lo leyeran como lo que es: una ficción que reflexiona sobre el horror de las desapariciones y que lo ve como un desastre colectivo, no individual. Y lo mira desde abajo. Es un desastre que tiene que resistirse también desde lo colectivo, y desde abajo. No suelen interesarme los personajes del poder, los que ordenan estos horrores, salvo como personajes secundarios. Entiendo a los escritores que ponen el foco en ellos, es más, me gusta leerlos, pero yo no puedo. Lo mío es siempre al contrario: yo miro el espanto desde quienes lo sufren. Tal vez lo segundo que me gustaría decir es que mis libros son colectivos, corales. Trato de no escribir sobre un único personaje central. Es, tal vez, mi primera característica. Eso hace que algunos me digan que mis libros son difíciles de leer. Yo digo que esa forma de contar está enraizada en muchas cosas, desde convicciones propias (políticas y estéticas) a lecturas anteriores. Espero que les guste. Un libro no es nada si nadie lo lee…, eso es un cliché pero es verdadero.

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Cynthia Edul repasa “El punto de costura”, una obra donde lo familiar y lo laboral disparan y sostienen la historia

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

Es un hilo más otro hilo. Y otro. Manos urdiendo la trama, el lenguaje de los dedos, un sonido que teje. 

Es una palabra encima del hilo, las voces cosidas, el acento en la aguja, un hilván que sostiene.

Es la tela y el hilo en la tela, la tijera y el silencio, texturas superpuestas, voces asomándose entre los puntos, una costura del verbo.

Es antes y después, todos los hilos y todas las palabras, la sintaxis de la trama.

“El punto de costura” es una obra que se introduce en el universo textil, una trama tejida con hilos personales que se expande más allá del escenario.

En diálogo con ContArte Cultura, Cynthia Edul, autora de los textos, directora y responsable de la lectura en la obra, tira de un hilo y de otros, indaga, cose y corta con su voz, con los sonidos que despiertan, texturas y nombres, en el punto de sus propias costuras.

—Sin dudas a lo largo de nuestras vidas existen hilos de historias que nos cosen por dentro, palabras en las telas de los cuerpos, costuras que nos definen. Para comenzar y a modo de presentación, si pudieras elegir la imagen de una “costura” que te represente, ¿cómo sería? ¿Qué hilos formarían parte de esa trama?

—Creo que la imagen textil que me representa es el Boro. En Japón es un tipo de costura como el patchwork que se hace con retazos y esas prendas se heredan de generación en generación. Cada generación sigue usando ese traje y las memorias de toda la familia se conservan en ese texto.

—Y porque hay hilos que permanecen a lo largo del tiempo, nos gustaría llegar a los orígenes, a tu propio primer punto de costura. ¿Qué vivencias personales te acercaron al mundo textil?

—En mi caso, mi familia paterna se dedicó a lo textil. Desde que llegaron de Siria se iniciaron en ese rubro, así que la tradición del trabajo familiar era ese. Y también el mandato de ese negocio pesaba mucho en mi familia. Yo me dediqué a la literatura, pero siempre estuve involucrada en el negocio familiar y en la pandemia me tuve que hacer cargo… no tuve opción. Entonces empecé a escribir sobre qué sentidos puede tener regresar a los oficios familiares, a la historia del trabajo familiar y recuperar mis experiencia con todo ese mundo.

—¿Cuáles fueron los disparadores para empezar a poner en palabras esas vivencias hasta llegar a dar vida a tu obra “El punto de costura”?

—El primer disparador, como comentaba antes, fue el regreso a los oficios familiares textiles en primera persona. A partir de ahí comencé a construir esa primera línea, que tenía que ver directamente con el motivo del regreso. Después empecé a tirar hilos que se relacionaban con la historia familiar: la historia del algodón, las historias de las hilanderas. Y a sumar otras como las historias de opresión y de resistencia a través del textil. Recuperando eso fui reencontrando las vivencias personales, a la luz de otras vivencias, históricas y sociales.

—Toda la escenografía da cuenta de ese universo donde una trama se superpone a la otra, la palabra y la imagen, el sonido y las texturas, ¿quiénes colaboraron en el proceso creativo del mundo textil sobre el escenario?

—La escenografía fue algo que fuimos construyendo con María Venancio y Nicolás Zuñiga, en un principio, y luego con Sebastián Francia. La idea era hilar texto, imagen y sonoridad, construyendo de alguna manera las mesas de costura. En una trabaja Guillermina Etkin y en otra yo, con un espacio que es la alfombra, el espacio textil tan sagrado para muchas religiones también. Y así, simplificando pero dándole sentido específico a cada función, fuimos construyendo ese espacio, que tiene en el centro al telar y la máquina de coser. Dos elementos que se vuelven centrales en el relato.

—También hay un trabajo muy interesante con la música, un paisaje sonoro que se une a la voz y al piano para crear texturas nuevas. ¿Cómo fue el trabajo con Guillermina para lograr esa fusión de sonidos que ayudan a narrar?

—Con Guillermina leíamos el texto y a partir de eso ella empezaba a componer sonoridades, canciones, tonos, que expresaran el sentido profundo que le provocaba lo que leía. Así que fuimos buscando parte por parte, investigando la sonoridad en cada momento. Además, teníamos una premisa que era usar los textiles como elementos sonoros: de ahí el telar, la máquina de coser, las telas, el costurero y la amplificación de esos sonidos que, como decía John Cage, “actúan”.

—Para concluir, detengámonos entonces en esos sonidos. Si pudieras elegir el que represente el espíritu de la obra, ¿cuál sería y por qué?

—Difícil pregunta, pero si tengo que elegir uno: la máquina de coser. Ese sonido mecánico y al mismo tiempo familiar, ese objeto con el que trabajaron nuestras abuelas, nuestras madres, nuestras tías. Hay está el espíritu de las mujeres costureras. Creo que ese representa muy bien el espíritu de la obra.

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Gabriela Margall: “Necesitaba una vuelta a mis raíces y ahí estaban los libros esperando”

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

El fuego arrasa, incendia los nombres. Es la guerra sobre el amor, que resiste y se deja abrazar por las llamas. Hay una revolución en los cuerpos, una intuición de libertad, como si adentro y afuera se encontraran en una misma batalla.

Y es que los combates se dan primero en los cuerpos, en las ideas capaces de encender otras chispas y alimentar otras llamas.

Tres mujeres, tres historias atravesadas por el fuego y por la guerra. Tres deseos de libertad encerrados en aquello que no puede nombrarse, pero igual crece.

La trilogía de Gabriela Margall, que incluye sus novelas “Si encuentro tu nombre en el fuego”, “Con solo nombrarte” y “La viajera del sur” y fue publicada por Del Fondo Editorial, recorre los tiempos de las invasiones inglesas y de las guerras napoleónicas para sumergir a los lectores en tres historias de amor capaces de resistir cualquier batalla.

ContArte Cultura charló con la autora e historiadora para acercarnos al proceso de escritura de esta saga, cuyas protagonistas seguramente serán capaces de trascender las páginas que las contienen a través de cada lectura.

—La guerra y la libertad son dos temas que atraviesan tu trilogía. Entre las páginas se desatan revoluciones históricas pero también las personales. Vamos a detenernos ahí. Para comenzar esta charla y a modo de presentación, hagamos foco en esos movimientos personales que te llevaron a escribir a las protagonistas femeninas de estas novelas. Si pudieras elegir dos cosas de esas mujeres en las que te veas reflejada, ¿cuáles serían?

—No siempre construyo personajes porque me reflejo en ellos. Si hago una historia de las protagonistas, probablemente no haya muchas características similares. De hecho, me gusta trabajar con personajes y elementos que no tienen que ver conmigo, porque lo que me interesa es la reconstrucción de un período histórico y qué ocurría con los seres humanos dentro de ese tiempo. 

—Como todo tiene un comienzo y un final que suelen tocarse, nos gustaría llegar a ese punto de contacto: ¿Qué fue lo que te movilizó para escribir aquella primera novela “Si encuentro tu nombre en el fuego” y luego de tantos años llegar a la escritura de “La viajera del sur” para cerrar la historia de la familia Torres?

—Como decía antes, lo que me gusta es la reconstrucción de un período histórico. El fin del Virreinato del Río de la Plato, las Invasiones Inglesas, la Revolución de Mayo y la guerra por la independencia de España, son períodos que están muy estudiados en la historia argentina. Tenemos mucha información, incluso sobre la actuación de las mujeres y otros sectores subalternos. Escribir esa historia, incluso desde la ficción, es una de mis cosas favoritas.

—En ese lapso de tiempo entre una y otra obra escribiste “Con solo nombrarte”, una novela ambientada en los escenarios de la segunda invasión inglesa a Buenos Aires. ¿Cómo fue el proceso de reconstruir aquellos días y de darle continuidad a tu primera historia?

Si encuentro tu nombre en el fuego y Con solo nombrarte fueron concebidas juntas. Las dos salieron para los bicentenarios de la primera y segunda invasión inglesa y por eso nunca existió la urgencia de continuar la historia. Y tampoco hubo urgencia después, sino que fue un proceso de cambio y continuidad que se dio con los años. Necesitaba una vuelta a mis raíces y ahí estaban los libros esperando.

—Si hay un punto en común en esta trilogía es la presencia de mujeres fuertes, que se atreven a todo, algo que no era común en esos tiempos, ¿de qué manera trabajaste para darle vida a cada una de tus protagonistas?

—En las tres protagonistas lo que busqué fue “ir un poco más allá”. Las tres, Paula, Jimena, Julieta, tienen una base histórica, podemos establecer que sí, que algunas mujeres hicieron lo que hacen ellas (con algunos límites). Lo que busqué en las novelas fue que eso que hacían (el acceso a libros y organización de reuniones, la participación en batallas y el comercio y actuación como espías) quedase bien definido y con algunas licencias. Pero todo tiene un anclaje en la realidad.

—Más allá de los vínculos de sangre que las unen, qué  te parece que podría representar a tus tres protagonistas: Paula, Jimena y Julieta.

—Están en el mismo punto de vista político, las tres son parte de ese grupo que va a liderar el proceso de revolución e independencia de España. A veces se considera que solo son hombres los que tenían ideas políticas, pero basta leer las cartas de Guadalupe Cuenca a Mariano Moreno para saber que ella tenía un conocimiento claro de la realidad política del momento.

—Y hablando de Julieta, ella es la que va a cruzar el océano para hacerse parte de otra guerra, ¿qué fue lo que más disfrutaste o padeciste al momento de “viajar” con ella hacia los tiempos napoleónicos.

—Mucho antes de que supiera qué historia iba a contar con Julieta, sabía que iba a ser una novela de viajes. Así que fue un proceso tranquilo.

—¿Cuál fue la batalla que más te costó escribir y por qué?

—La batalla por la Reconquista de Buenos Aires en Con solo nombrarte. Conocía bien la ciudad y las calles, pero las tropas de ambos bandos avanzaban y retrocedían, entraban en casas, había túneles, arroyos en la ciudad, no fue sencillo tener todo eso en la cabeza y traducirlo en una novela.

—Más allá de las guerras, cerca de ellas siempre late el amor, ¿de qué manera surgieron en vos las historias de amor de tus protagonistas?

—Siempre pienso en los protagonistas como una pareja, nacen así, y considero con atención qué es lo que los separa, porque es el centro de la novela, y cómo se va a resolver, si es que se resuelve.

—Con la trilogía completa, ¿qué sigue ahora en el universo Margall?

—Veremos. Hay varias cosas que tengo en mente y no me alcanza el tiempo para todas. La historia siempre está presente, aunque me gustaría probar con la épica fantástica.

—Para terminar, te invitamos a elegir tres telas o vestimentas que representen respectivamente a cada una de tus novelas.

Si encuentro tu nombre en el fuego: una mantilla de encaje.
Con solo nombrarte: un abanico.
La viajera del sur: un vestido verde oscuro.

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Verónica Sordelli: “Escribir fue la manera de leer mi vida”

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

Las huellas de sus pies desaparecen, se hunden en la arena como si nada hubiera existido, después de los deseos. Son partículas de tiempo disolviéndose, nada. Cada paso los acerca y los aleja. Son un espejismo de sus propias palabras. No basta con pronunciar sus nombres, el viento se los lleva, los arrastra al vacío, donde alguna vez existieron castillos de arena.

“Castillos de arena”, la última novela de Verónica Sordelli, cuenta una historia que se pierde en las arenas del desierto, en un escenario que muta para dejar en los lectores un viento de preguntas que, poco a poco, van revelando los otros desiertos, los que habitan en el interior de sus protagonistas.

En diálogo con ContArte Cultura, la autora cuenta acerca de su propia ruta en el camino de la escritura, especialmente de su última obra, donde invita al lector a viajar a través de sus palabras.

—La arena, su liviandad, esa convergencia de partículas en movimiento y la textura al pisarla suelen llevarnos a distintos escenarios donde nuestros pies han dejado sus marcas. En tu novela el desierto es un gran protagonista, es por eso que para comenzar nos gustaría detenernos en las sensaciones que la arena haya despertado en vos, en sus huellas, que de alguna manera puedan ayudar a presentarte.

—Soy de Necochea, la arena me acompaña desde mi infancia. Siempre fue la misma, soy yo la que con el paso de los años la fui viendo distinta, porque en cada etapa de mi vida despertó sensaciones diversas: una infancia construida de la misma manera que con la pala y los rastrillos se construyen los pozos esperando que desde su interior surja el mar. El asombro de no entender por qué sucedía y la alegría de que así fuera. Una adolescencia donde la arena representó los fogones con amigos, el primer beso de amor y tal vez la primera lágrima de desamor. Una adultez donde comencé a caminarla, y se la presenté a mis hijos y los ayudé a construir sus castillos y los escuché gritar de alegría y tuve que consolarlos cuando el mar, en cuestión de segundos, los desmoronaba. Miré muchas veces para atrás, no estaban solamente mis huellas, y lloré mucho despidiendo algunas que se fueron y agradecí recibiendo a aquellas que se sumaron. ¡Y si! ¡Así es la vida! Y como aquella niña siento el asombro de no saber porque sucede y la alegría de que así sea.

—Y en ese desplazamiento que significa viajar, vayamos a tus comienzos como escritora. ¿Recordás en qué momento de tu vida se despertó tu deseo de contar historias?

—Mi primera novela surgió de la necesidad de contar la historia de las playas de Quequén, una historia llena de naufragios, con uno de los hoteles más imponentes de Sudamérica. El momento exacto fue cuando una de las tantas mañanas que salí a trotar por la costa, sentí el privilegio de vivir en este maravilloso lugar. 

—Mirando hacia atrás, ¿qué hilos temáticos atraviesan todas tus obras?

—Escribir fue la manera de leer mi vida. En mis libros estoy. Entonces diría que el hilo rojo que une a mis novelas es la mujer. En algunos momentos de la historia, o de la cultura en la que vivió, no tuvo demasiado o ningún poder de decisión, en otros pudo hacerlo. Pero siempre luchó para ser fiel a sus pensamientos.

—Tu novela “Castillos de arena”, publicada por Del Fondo Editorial, es una historia de amor y de fusión de culturas, ¿cuál fue el disparador para su escritura?

—La importancia que tiene la religión en la cultura árabe y la maravillosa diferencia con el occidente me llevó a preguntarme: ¿Qué tenemos en común? Por encima de toda diferencia tenemos en común el amor. A partir de ahí comenzó la historia.

—¿Cómo viviste el proceso de cruzar el desierto para acercarte a una cultura tan diferente de la nuestra?

—Agradezco haber podido viajar en tres oportunidades a encontrarme con la cultura árabe. En cada una de ellas mi premisa fue no cuestionarla y respetarla. Fue lo que me ayudó a entender la importancia de los mandatos sociales y religiosos en sus vidas y como viven para cumplirlos. Fue también entender que somos distintos, ni mejores ni peores, solo distintos. Toda cultura se merece ser respetada, pero creo que para lograrlo hay que estudiarla, no desde los extremismos porque gente mala y buena hay en todas, sino desde la esencia del ser humano.

—¿Qué o quiénes te ayudaron a darle vida a Jayif, el protagonista de “Castillos de arena”?

—Jayif fue creado a partir del lugar que ocupaba en su cultura y con los mandatos que ella le imponía.

—Y si tuvieras que definir a Elena, tu otra protagonista, en una sola palabra, ¿cuál sería?

—Superación

—Al avanzar en la historia aparecen situaciones límite donde el dolor y la muerte envuelven a tus personajes, ¿qué fue lo que más te costó al momento de escribir esas escenas?

—Investigué y leí muchísimos testimonios. Lo más difícil fue aceptar que se trataba de situaciones reales.

—Un deseo sin spoilear… ¿hay vida después de la muerte?

—No lo sé, sólo puedo afirmar que la muerte es la no presencia física, pero siempre estaremos vivos en el recuerdo de aquellos que nos aman. Dicen que la vida es corta, pero también dicen que las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan.

—Para terminar, ¿qué aroma creés que representaría a tus “Castillos de arena” y por qué?

—Mi preferido: el perfume que siento cuando abrazo a una persona que amo. Porque el amor sana y salva.

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Propietaria/Directora: Andrea Viveca Sanz
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