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Una lluvia de pájaros – Gustavo Roldán por Laura Roldán Devetach

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Laura Roldán Devetach lee el cuento Una lluvia de pájaros, de Gustavo Roldán.


Un pájaro puede volar muy alto. Dos pájaros pueden enamorarse. Pueden hacer un nido para poner tres huevitos blancos que cuidarán todos los días, de donde saldrán tres pichones que crecerán y crecerán. Que aprenderán a volar y recorrerán distancias y conocerán miles de pájaros. Y cada uno volará muy alto, casi hasta la esquina del sol, y se encontrará con una pajarita y volarán juntos. Porque dos pájaros pueden enamorarse para hacer una lluvia de pájaros.

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La grasita – Mercedes Pérez Sabbi

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La escritora Mercedes Pérez Sabbi lee un fragmento de La grasita, su nueva novela (Editorial Comunicarte).


“Llegamos al Café Tortoni para buscar a Dora, pero no podíamos entrar por la puerta principal porque los empleados y los familiares entran por la puerta de atrás. Vi que era hermosísimo el café. Con una puerta de madera con cortinitas blancas y adornos de bronce para abrirla. Pero no, no la abrimos, porque dimos la vuelta por la calle Rivadavia, y entramos por un pasillo con cajones de botellas y bolsas con mercadería, parecido al depósito del almacén de mi papá. Ahí preguntamos por Dora Rodríguez. Un muchacho de delantal, gorrita blanca y camisa desteñida nos dijo que enseguida la llamaba. Al ratito apareció Dora, arregladita como para salir de paseo. Alta estaba, por los zapatos con plataforma.

—Las hice esperar para cambiarme. ¿Les gustaría pispear el bar?
—Sí, me gustaría —dije.
—Bueno, las hago mirar por acá, porque por el frente solo entran los clientes.

Pasamos por otro pasillo y Dora nos corrió unos cortinados de terciopelo azul. Hermoso lo que vimos: las paredes de madera y papel con flores, el techo con cuadraditos de vidrios de arabescos de colores, unas columnas gigantes de mármol marrón, las sillas tapizadas de negro, las mesas redondas con señoras de sombreros elegantes y señores de trajes muy distinguidos… Parecía un palacio de película.

—¿Puedo ir al baño que me hago pis…? —le pregunté a Dora.
—Bueno, andá al baño principal porque el del personal está medio cochino —y me señaló el lugar—. Ves allá que hay una mesa grande redonda, seguís a la izquierda y ahí está el tualet de damas. Te esperamos acá.
—¿El tualet?
—Sí, es baño en francés. Acá es así.
—Dejame el tapado así vas más cómoda —me dijo mi mamá.

Y me quedé con mi pollera escocesa y mi saquito azul. Bonitos.

Tualet, tualet, tualet…

Toalette, decía en la puerta, con una figurita de mujer.

Adentro había una señora de sombrero azul con su hija de bucles rubios. Saludé y me quedé mirando adónde ir, porque había varias puertas y lavatorios y espejos con lámparas como copas. La señora se dio cuenta de algo y me preguntó:

—¿De dónde sos?
—De Maizoro.
—¡Ah! ¿dónde queda eso? —me preguntó mientras se pintaba los labios y la nena me miraba.
—Lejos. Hay que tomar un tren en Constitución y después otro.
—Podés pasar ahí —me cortó señalándome uno de los baños.
—Gracias —y entré.

Desde el inodoro escucho que la nena le pregunta:

—¿Quién es mami?
—Una grasita —le respondió, mientras se cerraba la puerta.

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La Botella – Gabriela Romero

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Gabriela Romero lee su cuento La Botella.


Créame que todavía hoy, ni estando en este lugar, puedo definir si lo que pasó aquella noche fue una maldición o si estaba predeterminado. Lo cierto es que mi cuñado Alfonso hizo una pregunta y el universo se las ingenió para responderle. Todo comenzó el 20 de noviembre de 1991 durante el festejo de los treinta y un años de mi hermana Sonia. Solo estábamos la familia. Los cinco hermanos: cuatro mujeres y un varón. Y nuestras respectivas parejas. Más nuestra madre, que quedó viuda joven. Más los tres hijos de Sonia, la que está allá; los dos de Mercedes, y la única nena que al momento tenía Silvana, la que recién se acercó; más los cuatro hijos de nuestro hermano José Arturo y los dos míos. Además de los padres de Alfonso, el marido de Sonia, estaban sus tres hermanos con las esposas y los seis hijos, resultantes de las tres parejas. En total éramos: 37. Muchísimos. Ya habíamos cenado y los chicos corrían por el jardín mientras los adultos conversábamos, algunos dentro del quincho y otros en la galería, o junto al bar que Sonia había armado a un costado de la pileta. Minutos antes de las doce de la noche Alfonso nos llamó para el brindis y nos dijo algo así:

— ¡Gente, vengan a brindar por mi esposa!

Él había ubicado las copas en la barra del bar y nos esperaba con una botella envuelta en una servilleta de tela blanca. Era evidente que alguna broma se traía entre manos porque intentaba ocultar la risa en su mueca ladeada. Lo amenazamos con tirarlo a la pileta si nos bañaba con el champán.

—No soy tan infantil —nos dijo Alfonso y agregó con una voz cavernosa —: ¿¡A ver a quién le toca!?

Entonces hizo presión y el corcho se elevó como un cohete, pero en vez de perderse entre las plantas del jardín o estrellarse lejos en el pasto cayó sobre tres de nosotras. En Sonia, en nuestra cuñada y en mí. Recuerdo nuestro griterío cuando nos golpeó el corcho y la pelea de los nenes por quién se quedaba con ese corcho maldito y también las risas de los otros a causa de nuestros gritos, y de la cara de Alfonso.

— ¿Qué pasó, cuñado? ¿Te salió el tiro por la culata? —le dijo mi hermano José Arturo riéndose.

Todos miramos a Alfonso. No se reía. Mantenía la botella en alto, inmóvil. Sonia caminó hasta él y le quitó la botella de las manos.

— ¡Las Viudas! —gritó—. ¡El champán se llama Las Viudas! —y antes de beber directamente del pico le dijo a su marido—: ¡A tu salud!

— ¡Alfonso, serás el primero en morir! —grité—.

Sí, eso le dije yo. Mi marido se indignó, para él no le es fácil vivir en una familia que tiene humor negro. A Alfonso le bajó la presión. Era de esos tipos que no se aguantan una broma, pero que viven cargando a los demás.

Murió a la semana. El 27 de noviembre de 1991.

Su muerte nos desgarró. Tan imprevista. Y él tan joven. Y tan joven mi hermana y tan chiquitos sus tres hijos. ¿Quién podría creer que se haría realidad lo que sucedió en el cumpleaños de Sonia? Cuando me avisaron creí que era una broma de mal gusto. Decile a Alfonso que se deje de joder, le dije al amigo que me llamó. Y le colgué. El teléfono sonó al instante. Se murió, Malena. Alfonso se murió. Entonces, se me vino a la mente mi sentencia. Serás el primero en morir. ¿Cómo miraría a sus padres?, me pregunté. Aunque después preferí culparlo, al final de cuentas el que había comenzado todo esto había sido él. En su velatorio recordamos lo ocurrido en el cumpleaños de Sonia. Ahora sigo yo, me dijo José Arturo al oído.

Él murió veinte años después, el 15 de julio de 2011.

Qué dolor. Pobre mi madre y mi cuñada y mis cuatro sobrinos. Y hoy estamos acá velando al marido de Mercedes. ¿Usted de dónde conocía a mi cuñado? Sabe, aquella noche mi hermana se encontraba a mi lado, pero a ella el corcho no la tocó. En eso el oráculo falló. Las Viudas. Me pregunto si tal vez aquello que decía mi esposo cuando era un niño, y que mis suegros contaban con tanta gracia, no fue una suerte de amuleto. ¿Un amuleto que lo protege de lo que está escrito o de lo que sucedió a partir de aquella noche? ¿Qué vas a ser cuando seas grande?, le preguntaban mis suegros divertidos con la respuesta que siempre les daba su hijo. Viudo, les respondía él.

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Desde la ventana – Vanesa Spinelli

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Vanesa Spinelli lee su cuento Desde la ventana, del libro Alma de abril – Historias de amor y desamor.


Ciudad de Buenos Aires, 21 de septiembre de 2015

Amado mío:

Hoy, al fin, he decidido escribirte esta carta a corazón abierto. Fue aquel día, lo recuerdo bien, hace trescientos sesenta y cinco días atrás. Era el inicio de la primavera, cuando al igual que hoy, las gotas de lluvia danzaban intermitentes en puertas y ventanas. Dibujos fugaces de agua, que con delicadeza se formaban en las copas de los árboles. Yo me había servido un café fuerte con dos cucharadas de azúcar; tenía frío, el tiempo no acompañaba la calidez que indicaba el calendario.

Me había sentado en mi sillón blanco con ribetes de encajes marfilados, llevaba puesta una remera larga que tenía la inscripción “Love, Love, Love” en distintas topografías y colores, como anticipando lo que luego sería la tortura más dulce de mi vida. Tomé mi libreta para escribir lo que se me ocurriese; una frase, una palabra, un sentimiento. Llovía y la ventana entreabierta me traía ese aroma húmedo y revuelto que me fascinaba, que me inspiraba. Seguía con frío, ninguna palabra se deslizaba en mí… nada.

Entonces decidí levantarme, acercarme a la ventana, contemplar la calle, la plazoleta, observar a las personas que iban y venían, sonrientes unos; apurados o vacilantes, otros.

El frío se había intensificado, y fue en el mismo instante en el que decidí cerrar la ventana, cuando te vi.

Un temblor me recorrió el cuerpo, sin entender aún mucho a qué emoción tu imagen apelaba. El cabello oscuro, la tez blanca; los ojos, imaginé sin duda, que eran almendrados, profundos. Vestías un sobretodo negro, los zapatos te brillaban. Llevabas un ramo de rosas turquesas. No eran blancas. No eran rojas. Y yo me pregunté para quién serían esas flores que albergabas en tus manos. No pude dejar de mirarte. Sentí envidia. Sentí celos.

Creerás que estoy loca, y a lo mejor estás en lo cierto. Pasaron unos minutos, y la llovizna abrazando tu rostro era una poesía que me atrapaba. No podía cerrar la ventana. No podía dejar de mirarte. Segundos después llegó ella enfundada en un traje de color rosa pastel, con zapatos y cartera haciendo juego, parecía una sirena del océano. Imaginé que sería empresaria, abogada, arquitecta. Nunca supe a qué se dedicaba. La abrazaste delicadamente. Cuando la besaste pude sentir tu beso.

Temblé otra vez y mi mente se interrogó desde cuándo uno se queda estupefacto mirando a alguien, desde lejos, desde una ventana. Le ofreciste las flores con humildad, con dulzura. Ella las rechazó. Tu rostro comenzó a cambiar de expresión: sorpresa, enojo, culpa, tristeza. No sé cuánto duró la conversación, la gesticulación de las manos, el abrazo casi robado que intentaste al final…La vi marcharse, sin detenerse ni un minuto para mirar hacia atrás. Recuerdo perfectamente que te sentaste debajo del árbol de la plazoleta, como para protegerte de tu propio dolor.

Te llevaste las manos a la cara, y mientras vi cómo se desgarraban tus lágrimas, yo sentí que se desgarraba mi alma.

Hubiese corrido para consolarte, para darte calor con mi cuerpo y proponerte un amor sin final. Pero solo pude cerrar la ventana, sentarme de nuevo en mi sofá y preguntarme por qué amamos tanto a quién no nos ama. Desde ese día solo abro la ventana para contemplarte cuando te detenés, a la misma hora, en el mismo lugar, y no pierdo la esperanza de que algún día tendré la valentía suficiente para bajar a la calle, abrazarte y decirte que te he estado amando desde una ventana.

Esperando el milagro…

Con amor, Sofía.

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