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El río (Final de Juego) – Julio Cortazar

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Y sí, parece que es así, que te has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a tirar al Sena, algo por el estilo, una de esas frases de plena noche, mezcladas de sábana y boca pastosa, casi siempre en la oscuridad o con algo de mano o de pie rozando el cuerpo del que apenas escucha, porque hace tanto que apenas te escucho cuando dices cosas así, eso viene del otro lado de mis ojos cerrados, del sueño que otra vez me tira hacia abajo. Entonces está bien, qué me importa si te has ido, si te has ahogado o todavía andas por los muelles mirando el agua, y además no es cierto porque estás aquí dormida y respirando entrecortadamente, pero entonces no te has ido cuando te fuiste en algún momento de la noche antes de que yo me perdiera en el sueño, porque te habías ido diciendo alguna cosa, que te ibas a ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado y de golpe estás ahí casi tocándome, y te mueves ondulando como si algo trabajara suavemente en tu sueño, como si de verdad soñaras que has salido y que después de todo llegaste a los muelles y te tiraste al agua. Así una vez más, para dormir después con la cara empapada de un llanto estúpido, hasta las once de la mañana, la hora en que traen el diario con las noticias de los que se han ahogado de veras.

Me das risa, pobre. Tus determinaciones trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas como una actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas patéticas untadas de lágrimas y ajetivos y recuentos. Merecerías a alguien más dotado que yo para que te diera la réplica, entonces se vería alzarse a la pareja perfecta, con el hedor exquisito del hombre y la mujer que se destrozan mirándose en los ojos para asegurarse el aplazamiento más precario, para sobrevivir todavía y volver a empezar y perseguir inagotablemente su verdad de terreno baldío y fondo de cacerola. Pero ya ves, escojo el silencio, enciendo un cigarrillo y te escucho hablar, te escucho quejarte (con razón, pero qué puedo hacerle), o lo que es todavía mejor me voy quedando dormido, arrullado casi por tus imprecaciones previsibles, con los ojos entrecerrados mezclo todavía por un rato las primeras ráfagas de los sueños con tus gestos de camisón rídiculo bajo la luz de la araña que nos regalaron cuando nos casamos, y creo que al final me duermo y me llevo, te lo confieso casi con amor, la parte más aprovechable de tus movimientos y tus denuncias, el sonido restallante que te deforma los labios lívidos de cólera. Para enriquecer mis propios sueños donde jamás a nadie se le ocurre ahogarse, puedes creerme.

Pero si es así me pregunto qué estás haciendo en esta cama que habías decidido abandonar por la otra más vasta y más huyente. Ahora resulta que duermes, que de cuando en cuando mueves una pierna que va cambiando el dibujo de la sábana, pareces enojada por alguna cosa, no demasiado enojada, es como un cansancio amargo, tus labios esbozan una mueca de desprecio, dejan escapar el aire entrecortadamente, lo recogen a bocanadas breves, y creo que si no estaría tan exasperado por tus falsas amenazas admitiría que eres otra vez hermosa, como si el sueño te devolviera un poco de mi lado donde el deseo es posible y hasta reconciliación o nuevo plazo, algo menos turbio que este amanecer donde empiezan a rodar los primeros carros y los gallos abominablemente desnudan su horrenda servidumbre. No sé, ya ni siquiera tiene sentido preguntar otra vez si en algún momento te habías ido, si eras tú la que golpeó la puerta al salir en el instante mismo en que yo resbalaba al olvido, y a lo mejor es por eso que prefiero tocarte, no porque dude de que estés ahí, probablemente en ningún momento te fuiste del cuarto, quizá un golpe de viento cerró la puerta, soñé que te habías ido mientras tú, creyéndome despierto, me gritabas tu amenaza desde los pies de la cama. No es por eso que te toco, en la penumbra verde del amanecer es casi dulce pasar una mano por ese hombro que se estremece y me rechaza. La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos, el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa, pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando los brazos por sobre mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos para volver a cerrar sus tenazas monstruosas que quisieran separarme de mí mismo. Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo sabes, lo he hecho siempre con una gracia ceremonial), sin hacerte daño voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus ojos abiertos.

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La Red – Silvina Ocampo

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Mi amiga Kêng-Su me decía:

—En la ventana del hotel brillaba esa luz diáfana que a veces y de un modo fugaz anticipa, en diciembre, el mes de marzo. Sientes como yo la presencia del mar: se extiende, penetra en todos los objetos, en los follajes, en los troncos de los árboles de todos los jardines, en nuestros rostros y en nuestras cabelleras. Esta sonoridad, esta frescura que sólo hay en las grutas, hace dos meses entró en mi luminosa habitación, trayendo en sus pliegues azules y verdes algo más que el aire y que el espectáculo diario de las plantas y del firmamento. Trajo una mariposa amarilla con nervaduras anaranjadas y negras. La mariposa se posó en la flor de un vaso: reflejada en el espejo agregaba pétalos a la flor sobre la cual abría y cerraba las alas. Me acerqué tratando de no proyectar una sombra sobre ella: los lepidópteros temen las sombras. Huyó de la sombra de mi mano para posarse en el marco del espejo. Me acerqué de nuevo y pude apresar sus alas entre mis dedos delicados. Pensé: “Tendría que soltarla. No es una flor, no puedo colocarla en un florero, no puedo darle agua, no puedo conservarla entre las hojas de un libro, como un pensamiento”. Pensé: “No es un pájaro, no puedo encerrarla en una jaula de mimbre con una pequeña bañera y un tarrito enlozado, con alpiste”.

—Sobre la mesa —prosiguió—, entre mis peinetas y mis horquillas, había un alfiler de oro con una turquesa. Lo tomé y atravesé con dificultad el cuerpo resistente de la mariposa —ahora cuando recuerdo aquel momento me estremezco como si hubiera oído una pequeña voz quejándose en el cuerpo oscuro del insecto. Luego clavé el alfiler con su presa en la tapa de una caja de jabones donde guardo la lima, la tijera y el barniz con que pinto mis uñas. La mariposa abría y cerraba las alas como siguiendo el ritmo de mi respiración. En mis dedos quedó un polvillo irisado y suave. La dejé en mi habitación ensayando su inmóvil vuelo de agonía.

A la noche, cuando volví, la mariposa había volado llevándose el alfiler. La busqué en el jardín de la plaza, situada frente al hotel, sobre las favoritas y las retamas, sobre las flores de los tilos, sobre el césped; sobre un montón de hojas caídas. La busqué vanamente.

En mis sueños sentí remordimientos. Me decía: ¿Por qué no la encerré adentro de una caja? ¿Por que no la cubrí con un vaso de vidrio? ¿Por qué no la perforé con un alfiler mis grueso y pesado?”

Kêng-Su permaneció un instante silenciosa. Estábamos sentadas sobre la arena, debajo de la carpa. Escuchábamos el rumor de las olas tranquilas. Eran las siete de la tarde y hacía un inusitado calor.

—Durante muchos días no vine a la playa —continuó Kêng-Su anudando su cabellera negra—, tenía que terminar de bordar una tapicería para Miss Eldington, la dueña del hotel. Sabes cómo es de exigente. Además yo necesitaba dinero para pagar los gastos.

Durante muchos días sucedieron cosas insólitas en mi habitación. Tal vez las he soñado.

Mi biblioteca se compone de cuatro o cinco libros que siempre llevo a veranear conmigo. La lectura no es uno de mis entretenimientos favoritos, pero siempre mi madre me aconsejaba, para que mis sueños fueran agradables, la lectura de estos libros: El libro de Mencius, La Fiesta de las LinternasHoeï-Lan-Ki (Historia del circulo de tiza) y El Libro de las Recompensas y de las Penas.

Varias veces encontré el último de estos libros abierto sobre mi mesa, con algunos párrafos marcados con pequeños puntitos que parecían hechos con un alfiler. Después yo repetía, involuntariamente, de memoria estos párrafos. No puedo olvidarlos.

—Kêng-Su, repítelos, por favor. No conozco esos libros y me gustaría oír esas palabras de tus labios.

Kêng-Su palideció levemente y jugando con la arena me dijo:

—No tengo inconveniente.

A cada día correspondía un párrafo. Bastaba que saliera un momento de mi habitación para que me esperara el libro abierto y la frase marcada con los inexplicables puntitos. La primera frase que leí fue la siguiente:

“Si deseamos sinceramente acumular virtudes y atesorar méritos tenemos que amar no sólo a los hombres, sino a los animales, pájaros, peces, insectos, y en general a todos los seres diferentes de los hombres, que vuelan, corren y se mueven.”

Al otro día leí:

“Por pequeños que seamos, nos anima el mismo principio de vida: todos estamos arraigados en la existencia y del mismo modo tememos la muerte.”

Guardé el libro dentro del armario, pero al otro día lo encontré sobre mi cama, con este párrafo marcado:

“Caminando, de pie sentada o acostada, si ves un insecto pereciendo, trata de liberarlo y de conservarle la vida. ¡Si lo matas con tus propias manos, qué destino te esperará!…”

Escondí el libro en el cajón de la cómoda, que cerré con llave; al otro día estaba sobre la cómoda, con la siguiente leyenda subrayada:

“Song-Kiao, que vivió bajo la dinastía de los Song, un día construyó un puente con pequeñas cañas para que unas hormigas cruzaran un arroyo, y obtuvo el primer grado de Tchoang-Youen (primer doctor entre los doctores). Kêng-Su, ¿qué obtendrás por tu oscuro crimen?…”

A las dos de la mañana, el día de mi cumpleaños, creí volverme loca al leer:

“Aquel que recibe un castigo injusto conserva un resentimiento en su alma.”

Busqué en la enciclopedia de una librería (conozco al dueño, un hombre bondadoso, y me permitió consultar varios libros) el tiempo que viven los insectos lepidópteros después de la última metamorfosis; pero como existen cien mil especies diferentes es difícil conocer la duración de la vida de los individuos de cada especie; algunos, en estado de imago, viven dos o tres días; pero ¿pertenecía mi mariposa a esta especie tan efímera?

Los párrafos seguían apareciendo en el libro, misteriosamente subrayados con puntitos:

“Algunos hombres caen en la desdicha; otros obtienen la dicha. No existe un camino determinado que los conduzca a una u otra parte. Depende todo del hombre, que tiene el poder de atraer el bien o el mal, con su conducta. Si el hombre obra rectamente obtiene la felicidad; si obra perversamente recibe la desdicha. Son rigurosas las medidas de la dicha y de la aflicción, y proporcionadas a las virtudes y a la gravedad de los crímenes.”

Cuando mis manos bordaban, mis pensamientos urdían las tramas horribles de un mundo de mariposas.

Tan obcecada estaba, que estas marcas de mis labores, que llevo en la yema de los dedos, me parecían pinchazos de la mariposa.

Durante las comidas intentaba conversaciones sobre insectos, con los compañeros de mesa. Nadie se interesaba en estas cuestiones, salvo una señora que me dijo: “A veces me pregunto cuánto vivirán las mariposas. ¡Parecen tan frágiles! Y he oído decir que cruzan (en grandes bandadas) el océano, atravesando distancias prodigiosas. El año pasado había una verdadera plaga en estas playas”.

A veces tenía que deshacer una rama entera de mi labor: insensiblemente había bordado con lanas amarillas, en lugar de hojas o de pequeños dragones, formas de alas.

En la parte superior de la tapicería tuve que bordar tres mariposas. ¿Por qué hacerlas me repugnaba tanto, ya que involuntariamente, a cada instante, bordaba sus alas?

En esos días, como sentía cansada la vista, consulté a un médico. En la sala de espera me entretuve con esas revistas viejas que hay en todos los consultorios. En una de ellas vi una lámina cubierta de mariposas. Sobre la imagen de una mariposa me pareció descubrir los puntitos del alfiler; no podría asegurar que esto fuera justificado, pues el papel tenía manchas y no tuve tiempo de examinarlo con atención.

A las once de la noche caminé hasta el espigón proyectando un viaje a las montañas. Hacía frío y el agua me contemplaba con crueldad.

Antes de regresar al hotel me detuve debajo de los árboles de la plaza, para respirar el olor de las flores. Buscando siempre la mariposa, arranqué una hoja y vi en la verde superficie una serie de agujeritos: pertenecían, sin duda, a un hormiguero. Pero en aquel momento pensé que mi visión del mundo se estaba transformando y que muy pronto mi piel, el agua, el aire, la tierra y hasta el cielo se cubrirían de esos puntitos, y entonces —fue cómo el relámpago de una esperanza— pensé que no tendría motivos de inquietud, ya que una sola mariposa, con un alfiler, a menos de ser inmortal, no sería capaz de tanta actividad.

Mi tapicería estaba casi concluida y las personas que la vieron me felicitaron.

Hice nuevas incursiones en el jardín de la plaza, hasta que descubrí, entre un montón de hojas, la mariposa. Era la misma, sin duda. Parecía una flor mustia. Envejecidas las alas, no brillaban. Ese cuerpo, horadado, torcido, había sufrido. La miré sin compasión. Hay en el mundo tantas mariposas muertas. Me sentí aliviada. Busqué en vano el alfiler de oro con la turquesa. Mi padre me lo había regalado. En el mundo no hallaría otro alfiler como ése. Tenía el prestigio que sólo tienen los recuerdos de familia.

*   *   *
Pero una vez más en el libro tuve que ver un párrafo marcado:

“Hay personas que inmediatamente son castigadas o recompensadas; hay otras cuyas recompensas y castigos tardan tanto en llegar que no las alcanzan sino en los hijos o en los nietos. Por eso hemos visto morir a jóvenes cuyas culpas no parecían merecer un castigo tan severo, pero esas culpas se agravaban con los crímenes que habían cometido sus antepasados.”

Luego leí una frase interrumpida:

“Como la sombra sigue los cuerpos…”

Con qué impaciencia había esperado esa mañana, y qué indiferente resultó después de tantos días de sufrimiento: pasé la aguja con la última lana por la tapicería (esa lana era del color oscuro que daña mi vista). Me saqué los anteojos y salí del trabajo como de un túnel. La alegría de terminar un bordado se parece a la inocencia. Logré olvidarme de la mariposa —continuó Kêng-Su ajustando en sus cabellos una tira de papel amarillo—. El mar, como un espejo, con sus volados blancos de espuma, me besaba los pies. Yo he nacido en América y me gustan los mares. Al penetrar en las ondas vi algunas mariposas muertas que ensuciaban la orilla. Salté para no tocarlas con mis pies desnudos.

Soy buena nadadora. Me has visto nadar algunas veces, pero las olas entorpecían mis movimientos. Soy nadadora de agua dulce y no me gusta nadar con la cabeza dentro del agua. Tengo siempre la tentación de alejarme de la costa, de perderme debajo del cóncavo cielo.

—¿No tienes miedo? A doscientos metros de la costa ya me asusta la idea de encontrar delfines que podrían escoltarme hasta la muerte —le dije. Kêng-Su desaprobó mis temores. Sus oblicuos ojos brillaban.

—Me deslicé perezosamente —continuó—. Creo que sonreí al ver el cielo tan profundo y al sentir mi cuerpo transparente e impersonal como el agua. Me parecía que me despojaba de los días pasados como de una larga pesadilla, como de una vestidura sucia, como de una enfermedad horrible de la piel. Suavemente recobraba la salud. La felicidad me penetraba, me anonadaba. Pero un momento después una sombra diminuta sobre el mar me perturbó: era como la sombra de un pétalo o de una hoja doble; no era la sombra de un pez. Alcé los ojos. Vi la mariposa: las llamas de sus alas luminosas oscurecían el color del cielo. Con el alfiler fijo en el cuerpo —como un órgano artificial pero definitivamente adherido—, me seguía. Se elevaba y bajaba, rozaba apenas el agua delante de mí, como buscando un apoyo en flores invisibles. Traté de capturarla. Su velocidad vertiginosa y el sol me deslumbraban. Me seguía, vacilante y rápida; al principio parecía que la brisa la llevaba sin su consentimiento; luego creí ver en ella más resolución y más seguridad. ¿Qué buscaba? Algo que no era el agua, algo que no era el aire, algo que no era una sombra. (Me dirás que esto es una locura; a veces he desechado la idea que ahora te confieso.) Buscaba mis ojos, el centro de mis ojos, para clavar en ellos su alfiler. El terror se apoderó de mis ojos indefensos como si no me pertenecieran, como si ya no pudiera defenderlos de ese ataque omnipotente. Trataba de hundir la cara en el agua. Apenas podía respirar. El insecto me asediaba por todos lados. Sentía que ese alfiler, ese recuerdo de familia que se había transformado en el arma adversa, horrible, me pinchaba la cabeza. Afortunadamente, yo estaba cerca de la orilla. Cubrí mis ojos con una mano y nadé durante cinco minutos que me parecieron cinco años, hasta la costa. El bullicio de los bañistas seguramente ahuyentó a la mariposa. Cuando abrí los ojos, había desaparecido. Casi me desmayé en la arena. Este papel, donde pinté yo misma un dios con tinta colorada, me preserva ahora de todo mal.

Kêng-Su me enseñó el papel amarillo, que había colocado tan cuidadosamente entre los dientes de su peineta, sobre su cabellera.

—Me rodearon unos bañistas y me preguntaron qué me sucedía. Les dije: “He visto un fantasma”. Un señor muy amable me dijo: “Es la primera vez que un hecho así ocurre en esta playa”, y agregó: “Pero no es peligroso. Usted es una gran nadadora. No se aflija”.

Durante una semana entera pensé en ese fantasma. Podría dibujártelo, si me dieras un papel y un lápiz. No se trata de una mariposa común; se trata de un pequeño monstruo. A veces, al mirarme al espejo, veía sus ojos sobrepuestos a los míos. He visto hombres con caras de animales y me han inspirado cierta repugnancia; un animal con cara humana me produce terror.

Imagínate una boca desdeñosa, de labios finos, rizados; unos ojos penetrantes, duros y negros; una frente abultada y resuelta, cubierta de pelusa. Imagínate una cara diminuta y mezquina —como una noche oscura—, con cuatro alas amarillas, dos antenas y un alfiler de oro; una cara que al desmembrarse conservaría en cada una de sus partes la totalidad de su expresión y de su poder. Imagínate ese monstruo, de apariencia frágil, volando, inexorable (por su misma pequeñez e inestabilidad); llegando siempre —tal como yo lo imagino— de la avenida de las tumbas de los Ming.

—Habrás contribuido a formar una nueva especie de mariposas, Kêng-Su: una mariposa temible, maravillosa. Tu nombre figurará en los libros de ciencia  —le dije mientras nos desvestíamos para bañarnos.

Consulté mi reloj.

—Son ]as ocho de la noche. Entremos en el mar. Las mariposas no vuelan de noche.

Nos acercábamos a la orilla. Kêng-Su puso un dedo sobre los labios, para que nos calláramos, y señaló el cielo. La arena estaba tibia. Tomadas de la mano, entramos en el mar lentamente para admirar mejor los reflejos del cielo en las olas. Estuvimos un rato con el agua hasta la cintura, refrescando nuestros rostros. Después comenzamos a nadar, con temor y con deleite. El agua nos llevaba en sus reflejos dorados, como a peces felices, sin que hiciéramos el menor esfuerzo.

—¿Crees en los fantasmas?

Kêng-Su me contestaba:

—En una noche como ésta… Tendría que ser un fantasma para creer en fantasmas. El silencio agrandaba los minutos. El mar parecía un río enorme. En los acantilados se oía el canto de los grillos, y llegaban ráfagas de olores vegetales y de removidas tierras húmedas. Iluminados por la luna, los ojos de Kêng-Su se abrieron desmesuradamente, como los ojos de un animal. Me habló en inglés:

—Ahí está. Es ella.

Vi nítidamente la luna amarilla recortada en el cielo nacarado. Lloraba en la voz de Kêng-Su una súplica. Creo que el agua desfigura las voces, suele comunicarles una sonoridad de llanto; pero esta vez Kêng-Su lloraba, y no podré olvidar su llanto mientras exista mi memoria. Me repitió en inglés:

—Ahí está. Mírala como se acerca buscando mis ojos.

En la dorada claridad de la luna, Kêng-Su hundía la cabeza en el agua y se alejaba de la costa. Luchaba contra un enemigo para mí invisible. Yo oía el horrible chapoteo del agua y el sonido confuso de unas palabras entrecortadas. Traté de nadar, de seguirla. La llamé desesperadamente. No podía alcanzarla. Nadé hacia la orilla a pedir socorro. Busqué inútilmente al guardamarina, al bañero. Oí el ruido del mar; vi una vez más el reflejo imperturbable de la luna. Me desmayé en la arena. Después debajo de la carpa encontré la tira de papel amarillo, con el ídolo pintado.

Cuando pienso en Kêng-Su, me parece que la conocí en un sueño.

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La luz es como el agua – Gabriel García Márquez

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En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.

-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.

-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?

-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.

-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.

-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.

-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.

El padre le reprochó su intransigencia.

-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

-Es una prueba de madurez -dijo.

-Dios te oiga -dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

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