

Literatura
Kazuo Ishiguro, Premio Nobel de Literatura 2017
El inglés Kazuo Ishiguro fue galardonado este jueves con el Premio Nobel de Literatura, informó la Academia Sueca, que consideró que “en novelas de gran fuerza emocional ha descubierto el abismo bajo nuestro ilusorio sentido de conexión con el mundo”.
Las novelas de Ishiguro, fueron traducidas a más de cuarenta idiomas y muchas de ellas distinguidas en distintas premiaciones.
El británico es autor de siete novelas: “Pálida luz en las colinas” (Premio Winifred Holtby), “Un artista del mundo flotante” (Premio Whitbread), “Los restos del día” (Premio Booker), “Los inconsolables” (Premio Cheltenham), “Cuando fuimos huérfanos”, “Nunca me abandones” (Premio Novela Europea Casino de Santiago, 2005), “El gigante enterrado” y el libro de relatos “Nocturnos”, obras que Anagrama publicó en castellano.
En 1995 lo nombraron “Oficial de la Orden del Imperio Británico” y en 1998, “Caballero de las Artes y las Letras” por el gobierno francés.
Los anteriores ganadores del presente milenio fueron:
- 2016: Bob Dylan (Estados Unidos)
- 2015: Svetlana Alexievich (Bielorrusia)
- 2014: Patrick Modiano (Francia)
- 2013: Alice Munro (Canadá)
- 2012: Mo Yan (China)
- 2011: Thomas Tranströmer (Suecia)
- 2010: Mario Vargas Llosa (Perú/España)
- 2009: Herta Müller (Rumania/Alemania)
- 2008: Jean-Marie Gustave Le Clézio (Francia/Islas Mauricio).
- 2007: Doris Lessing (Reino Unido)
- 2006: Orhan Pamuk (Turquía)
- 2005: Harold Pinter (Reino Unido)
- 2004: Elfriede Jelinek (Austria)
- 2003: John M. Coetzee (Sudáfrica)
- 2002: Imre Kertész (Hungría)
- 2001: Sir Vidiadhar Surajprasad Naipaul (Reino Unido)
- 2000: Gao Xingjian (China/Francia).

Literatura
Una colección de libros para enfrentar el bullying, el autismo, la dislexia y el TDAH


AZ Editora presenta “Qué hacer (y qué no hacer)”, una colección de libros que busca dar respuestas concretas a situaciones cotidianas pero complejas en el ámbito educativo. La colección aborda cuatro temáticas clave: bullying, autismo, dislexia y TDAH, con propuestas claras, listas para aplicar y diseñadas especialmente para educadores, orientadores, familias y toda persona interesada en una educación más inclusiva y consciente.
La serie surge como una guía accesible y rigurosa para comprender mejor los desafíos que enfrentan niños y niñas con estos diagnósticos o experiencias. Cada volumen ofrece estrategias eficaces de acompañamiento que contemplan no solo al niño o niña, sino también a su entorno educativo y familiar. A partir de una mirada comprensiva y basada en la evidencia, se detallan prácticas que promueven la integración, el respeto y el trabajo conjunto entre escuela y hogar.
Los libros dedicados a autismo, dislexia y TDAH desarrollan pautas claras para enfrentar comportamientos característicos de cada condición, comprendiendo las necesidades específicas y ofreciendo recursos concretos para favorecer la participación y el aprendizaje.
En tanto, el título dedicado al bullying propone un enfoque integral que incluye a todos los actores involucrados: quien agrede, quien recibe la agresión, el grupo testigo y los adultos responsables. La mirada se centra en construir relaciones escolares más empáticas, activas y protectoras.
El contenido fue desarrollado por especialistas italianos de la prestigiosa editorial Erickson, reconocida internacionalmente en el ámbito de la educación, y adaptado para el contexto local por el licenciado Nahuel Prado, experto en inclusión educativa. Los libros, traducidos a más de 10 idiomas, llegan ahora al público hispanohablante con un lenguaje claro y accesible.
Con esta nueva colección, AZ Editora reafirma su compromiso con la educación inclusiva, brindando recursos que articulan conocimiento técnico y sensibilidad humana, en pos de escuelas más justas, respetuosas y preparadas para acompañar a todos los estudiantes.
(Fuente: Agencia Noticias Argentinas)
Literatura
Un libro que repasa lo que una generación aprendió del mundo Cris Morena

Para aquellos que crecieron en los años noventa y dos mil, las series de Cris Morena fueron más que un entretenimiento. Se trataba, más bien, de una forma de mirar el mundo. Ese fenómeno, lejos de apagarse, se expande y genera los mismos fanatismos que años atrás, ahora en aquellos que nacieron en este siglo. En Generación Cris, la editora y periodista Belén Marinone explora ese vínculo emocional profundo con historias como Chiquititas, Rebelde Way, Floricienta y Casi Ángeles, entre otras, y propone una lectura sensible sobre el impacto emocional que aún hoy perdura. El libro no apela solo a la nostalgia, sino que invita a pensar por qué aquellas ficciones siguen vivas en la memoria colectiva y qué dicen de quienes fuimos y de lo que seguimos buscando.
Publicado por Ediciones B (Penguin Random House), el libro propone un recorrido por ese universo que marcó la infancia y la adolescencia de millones de personas en Argentina y otros países de habla hispana. Generación Cris recuerda, celebra y emociona.
Dividido en capítulos breves que combinan recuerdos personales, análisis cultural y testimonios generacionales, Generación Cris construye una narrativa íntima pero colectiva. Marinone no se detiene en las tramas ni en la cronología, sino que se pregunta —y le pregunta a quienes crecieron con ese universo— por qué esas ficciones nos marcaron con tanta intensidad.
Así, el libro repasa emociones que siguen latiendo: el deseo de pertenecer, la alegría de compartir, el valor de lo colectivo, el lenguaje propio, la sensibilidad como fuerza. Recupera enseñanzas que se alojaron en la memoria afectiva —como la idea de que los sueños son un mapa y el amor, una brújula— y rescata valores que hoy, en la adultez, vuelven a adquirir sentido: la importancia de la ternura, la empatía, el poder de imaginar mundos posibles, y la certeza de que hay vínculos que, aunque no sean de sangre, también forman familia.
Belén Marinone es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la UBA, magíster en Comunicación y Cultura, y periodista especializada en cultura, feminismos y medios. Trabajó en Editorial Planeta, Leamos, Bajalibros, Infobae, Clarín y otros medios. Es una apasionada de la TV, lectora de revistas del corazón y académica, con un enfoque que combina sensibilidad y análisis.
“Volver a esas enseñanzas en la adultez no es un acto de nostalgia sin matices. Es recordar que hubo un momento en que creímos que el amor podía sanar, que la amistad era refugio y que los sueños tenían fuerza. Recuperar eso, hoy, es una forma de resistir al cinismo, la crueldad y de volver a mirar la vida con ternura y convicción”, dice Marinone a Noticias Argentinas.
Y agrega: “Las series de Cris Morena fueron nuestra educación emocional; y moldearon nuestra subjetividad y sensibilidad. Hoy, entre trabajos, crianza y facturas, necesitamos volver a esas series para volver a pensar en el amor, la amistad, la resiliencia, la rebeldía, y que nadie se salva solo”.
La autora levanta en estas páginas una suerte de altar laico a aquellas historias que nos enseñaron a amar, a perder, a resistir y a bailar. Pero no lo hace desde la nostalgia vacía. Lo hace con precisión generacional y afectiva. Marinone escribe: “Quienes fuimos niños y adolescentes cautivados por las historias de Cris Morena somos como semillas que, a fuerza de paciencia, crecimos y nos convertimos en un gran árbol”.
Un mapa de los recuerdos
El libro se organiza en capítulos temáticos que funcionan como estaciones emocionales: “Bailar, reír y divertirnos”, “Amar”, “Buscar la identidad”, “Ser resilientes”, “Valorar la amistad”, “Rebelarse y luchar”, “Aceptar el dolor, la maldad, las sombras” y muchas más. En cada uno, Marinone se sumerge en escenas, personajes y canciones de Chiquititas, Floricienta, Verano del 98, Rebelde Way, Casi Ángeles y Aliados, con una narrativa fresca, inteligente y cercana.
Cada capítulo está lleno de momentos icónicos. Como la llegada de los chicos de Rincón de Luz a Disney, ese cruce de universos mágicos que “nos enseñó que los sueños no son solo para quienes tienen todas las puertas abiertas, sino para quienes saben creer”. O la fogata de los deseos en Verano del 98, donde “escribir un anhelo en un papelito y verlo arder se convirtió en un ritual iniciático”. O la irrupción de Erreway en Rebelde Way, con canciones como “Bonita de más” o “Será de Dios”, que musicalizaron amores, peleas y amistades adolescentes.
Una lectura para volver a creer
Más que un libro de análisis, Generación Cris es un álbum coral que invita al lector a reconocerse en lo que vio, cantó y soñó. Por eso no hay una perspectiva exterior ni condescendiente: hay comunidad, hay códigos compartidos. “¿Te acordás del paso del regador? ¿De cuando creíste que eras Belén Fraga? ¿De cuando lloraste con Jose en Verano del 98?” El libro interpela con preguntas que no buscan respuestas, sino conexión.
Marinone no esquiva lo complejo. Habla del despertar sexual, del dolor, de la injusticia, de las madres ausentes y los villanos cotidianos. Pregunta, por ejemplo: “¿Con cuántas Malalas Torres Oviedo, viuda de Santillán, nos cruzamos a diario, encarnadas en compañeros de trabajo, papis y mamis del colegio, amigas, conocidos?”. Porque las historias de Cris Morena no eran ingenuas, aunque usaran la fantasía como vehículo.
Y también están los seres de luz, la idea de que lo mágico no solo existe, sino que nos acompaña. Como cuando Marinone rescata una de las escenas más conmovedoras de Verano del 98: “Cuando Jose le dice a Tomás ‘Cuando sientas un beso en el viento, voy a ser yo’. Volvió en forma de ángel luminoso para darle un beso en el cachete”.
El valor de lo compartido
El libro también reflexiona sobre lo colectivo. Sobre cómo el lenguaje —“chufa”, “flikiti”, “momentos milanesa”— creó una comunidad de sentido. Sobre cómo el Gran Rex fue una meca emocional. Y sobre cómo las series moldearon nuestras formas de ser, de amar y de entender el mundo. “Sabemos que las historias no son solo historias, moldearon nuestra manera de ver el mundo y de soñarlo”, escribe la autora.
El libro apela a quienes vivieron esa época pero también a quienes se acercan hoy a esos mundos a través de nuevas plataformas. Porque Chiquititas, Rebelde Way o Floricienta hoy están en YouTube, en TikTok, en la memoria familiar que se transmite. Marinone lo dice con claridad: “Pasaron los años, pero la huella de esos programas sigue resonando y vibrando en nosotros de formas inesperadas”.
Generación Cris no es solo un libro para fans. Es una carta de amor a los relatos que nos formaron. Una brújula emocional para reencontrarnos con la niña o el niño que fuimos. Una invitación a soñar, incluso hoy, cuando el cinismo parece ganar terreno.
“Porque los sueños no desaparecen, siguen ahí, esperando pacientemente a que les demos atención. Y lo hermoso es que no importa cuán grande o pequeño sea el sueño: todos nos empujan hacia adelante”. Marinone lo recuerda y lo escribe con ternura, pero también con convicción.
Generación Cris es esa ventana que se abre para que el alma baile otra vez. Y, como dice el final del libro: “Y que nos volvamos a ver”.
(Fuente: Agencia Noticias Argentinas)
Textos para escuchar
El niño de las avispas – Victoria Bayona

Victoria Bayona lee su cuento El niño de las avispas
“¿Por qué lo seguían?”, se preguntaban los habitantes de Cuerno Callado. Por un tiempo, nada más. Después, aunque parezca difícil de creerse, se olvidaron de él. Como si se hubiera desvanecido, no recordaban si había existido o lo habían soñado.
Fermín nació una madrugada en la que las estrellas parecían querer quedarse un tiempo más para esperarlo. Alrededor de las siete, un llanto menudo resonó en la casa. Los primeros insectos atravesaron la ventana poco después. Rodearon la cesta de trigos enlazados que les había regalado el hijo de un terrateniente. La madre reposaba aun dolorida por el parto, y fue el padre quien se encargó de espantarlos. Cerró las hojas de vidrio y vio cómo se agolpaban al otro lado. Buscaban cualquier resquicio para ingresar, rodeando el hogar con zumbidos y golpeteos. Lo que en un principio pareció un capricho curioso de la naturaleza, a los padres terminó por asustarles.
Cubrieron la cuna con velos, sellaron cada hueco, se ocuparon cuidadosamente de abrir solo unos segundos las puertas al entrar y salir, y consiguieron, por escasos meses, mantener a los invasores a raya. Pero Fermín crecía y, después de gatear, caminó. Tan pronto pudo acercar los bancos a los picaportes, era él quien dejaba entrar la plaga y la casa se llenaba de nubes bulliciosas.
Fue examinado por médicos, brujos y curanderas. Nada parecía explicar la atracción que sentían las criaturas por el niño. Picaban a cuanta persona estuviera al alcance. Al niño no. A él lo perdonaban de sus aguijones. Los padres entendieron que algo estaba realmente mal cuando escucharon que la primera palabra que su hijo pronunció fue “avispa”.
—¡No podemos seguir así! —gritó la madre un día, mostrándole al marido sus brazos lacerados—. ¡No podemos!
Lloraba a los gritos, y el niño la observaba parado, aferrado a los barrotes de la cuna. Al menos diez avispas revoloteaban a su alrededor. Cada vez que alguno de sus padres quería levantarlo, lo atacaban.
—Esto tiene que parar —repetía la mujer, hecha un ovillo sobre la cama—, tiene que parar.
Un extraño resentimiento crecía en sus corazones hacia el hijo. Al principio intentaron protegerlo, pero se fueron dando cuenta que los insectos no eran una amenaza para él, al contrario, parecía disfrutar su compañía. Pasaban los años y, aunque aun no pudieran confesarlo en voz alta, comenzaban a planear cómo deshacerse de él.
Casi sin mediar palabra, fueron construyendo una casita entre Cuerno Callado y Casadelmar, rodeada de árboles frondosos, bastante alejada del pueblo. Le pusieron un camastro rústico, una mesa, alacenas repletas de comida. Su plan era ir cada mediodía y cada noche a alimentarlo, que el niño durmiera allí, rodeado de los insectos sin que los afectara a ellos.
Cuando llegó el día, la madre tenía un ojo inflamado por una picadura. El padre ponía sobre las suyas un ungüento que les había formulado una curandera de Puerto Espinos. Hartos del martirio, esperaron a que Fermín, que ya tenía seis años, estuviera dormido. Lo envolvieron en una manta y lo dejaron en la cama que habían hecho para él. Lo miraron unos segundos. Cuando las avispas comenzaron a habitar la casa, huyeron.
Al día siguiente amanecieron sintiéndose extraños. El silencio era pesado. Poderoso. No había dentro de su casa un solo insecto. Nada les picaba. El cuerpo no ostentaba nuevas picaduras. Pero su hijo les faltaba. La madre rompió en llanto. El padre lloró también.
—¿Qué hicimos? —se reprocharon.
Salieron disparados rumbo a la casilla. Se convencieron de que encontrarían otras maneras de poder criarlo, que lo que habían ideado era una locura, que habían estado bajo los influjos de la alucinación producida por las picaduras. Que quizás el niño no hubiera despertado y nunca se enterara de que había pasado la noche lejos.
Cuando llegaron, Fermín no estaba. Desde entonces lo buscaron por todas partes. Pero el niño de las avispas nunca apareció.
Abrió los ojos. El olor era nuevo. Olor a madera. A bosque. Esa no era su casa, no era su cama, sin embargo se sentía bien ese despertar. Tan pronto se incorporó, varias avispas lo rodearon. Miró a un lado, a otro, era una casa pequeña. ¿Por qué estaba ahí? ¿Cómo había llegado? No sabía las respuestas a muchas de esas preguntas, pero en su inocencia terminó de entender algo que rompió su corazón: sus padres ya no lo querían.
Una extraña libertad latió en el pecho lastimado: nada lo aferraba al mundo en el que le tocó nacer. Si no corrió antes había sido por quedarse con ellos. Pero en ese momento, confirmó que había ocurrido algún error y que al fin podía enmendarlo. Extendió la mano con la palma al cielo y varios insectos se posaron en ella. Sonrió. Se sentía conectado con esas criaturas que habían sido desde siempre su familia. Por fin estaba en casa.
Corrió a través de los árboles añosos hacia lugares donde nunca había ido antes. Las avispas lo guiaban. Formaban hordas numerosas y, al pasar, los habitantes del bosque los miraban asombrados. Después de mucho tiempo, se detuvieron. Llegaron a una pared de roca que en su base tenía una zona ahuecada. Fermín sintió muchas ganas de descansar allí. Se quitó la ropa y se acurrucó en la superficie dura y fría, pero no le incomodó. Había algo reconfortante en esa rusticidad, en ese estar desnudo sin nada que lo separara de la naturaleza. Cerró los ojos y se sumió en un sueño muy profundo. Tan profundo que no advirtió las redes que los insectos tejían a su alrededor.
Despertó después de muchos meses. No abrió los ojos porque ya no tenía párpados. Simplemente pudo ver, ver. Una película lo separaba del mundo. Extendió sus brazos y rompió la crisálida que lo albergó durante su sueño. Podía sentirlo todo. La savia fluyendo en las venas de las plantas, el andar de las hormigas, el latir acelerado en el corazón de los animales. La brisa, la tierra que palpitaba en la base de sus pies. Se llevó las manos a la cara. La sintió huesuda. Sabía que algo se había transformado y quería verlo. Caminó, el instinto le indicaba dónde encontraría agua. Un séquito de avispas lo siguió.
Finalmente, el reflejo de un lago le sirvió de espejo. Su rostro se había alargado y sus ojos eran redondos, negros y brillantes. Su nueva apariencia no le disgustaba. Estaba aún estudiando sus facciones cuando sucedió lo más maravilloso: detrás de su espalda comenzaron a desplegarse destellos transparentes, un abanico mágico, el sueño que había tenido incluso antes de existir: le habían crecido alas.
Eran miles los insectos que se habían agolpado a presenciar el gran fenómeno. De pronto sus zumbidos se aunaron en uno y parecieron entonar una curiosa melodía. Estaban dándole la bienvenida. Él zumbó también. Hablaba la lengua de los insectos. Con ellos fue que se asentó en un lugar apartado y juntos construyeron un avispero magnífico, la fortaleza de cera y barro que se convertiría en el castillo de Fermín.
Con el tiempo fue olvidando sus años con los hombres. Olvidó primero el sabor de la comida, las camas, las plantas en macetas, el idioma de Cuerno Callado. Olvidó los horarios, las rutinas. Las visitas y los cantos. Y lo último que olvidó, como si no hubiera querido olvidarlas nunca, fueron las manos de su madre y la risa de su padre. Vivía con sus amigos en su nuevo hogar, recorría los alrededores, en ocasiones auxiliaba a aquellos animales que lo necesitaban. Se había convertido en un ser generoso que trabajaba por el bienestar del bosque.
Pasó una mañana. Escuchó un sonido como ningún otro. Se acercó, sigiloso, hacia donde si oído lo guiaba. En medio de un claro entre los árboles, la vio. Una joven muy bella seleccionaba y recogía plantas para luego guardarlas en su delantal. Mientras realizaba su labor, cantaba. Su canto le devolvió todo lo que había olvidado.
—Mamá —murmuró, en aquella lengua que no había usado en años.
Los ojos se le volvieron acuosos y su corazón pareció quebrarse una vez más.
Así lo encontró la joven. Aferrando sus rodillas, con la cabeza oculta.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Su voz era extremadamente dulce, como si no hubiera dejado de cantar.
Fermín alzó la vista. Por un segundo la muchacha se sobresaltó al enfrentarse a esos ojos negros y profundos. Solo después reparó en sus alas. Intentó que su asombro no se reflejara en sus facciones.
Fermín era un adolescente ya y había acumulado muchos años de rencores. Ver a la muchacha le abrió una herida aneja. De pronto estaba enojado. Enojado con su pasado, con sus padres, con sentirse solo en su singularidad. No lo pensó. La aferró entre sus brazos y voló hasta el castillo de cera, a encerrar a la joven que dolía en una torre de polen y de miel.
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