Historias Reflejadas
“Más allá de la luna”
Más allá de la Luna
Alguien se había robado la luna. O una parte de ella. Justo ahora que la otra Luna se había ido sin avisar. En eso estaba el niño, que más tarde sería un grande, cuando pudo escuchar lo que los animales comentaban.
No importa lo que dijo la rana, ni el gato, ni los otros gatos del tejado. Ni siquiera es importante lo que susurró la paloma. Lo verdaderamente terrible es que, fuera por el motivo que fuera, la luna había desaparecido. ¿Cuántas lunas había? ¡Qué confusión!
Tal vez, pensaba el niño, a la luna le gustaba cambiar y como era muy coqueta había días en los que no se dejaba ver. En esas noches oscuras, cuando ella estaba sin estar, muchos artistas la pintaban en cielos dibujados para que nadie dejara de admirarla. “¿Y mi Luna?” se preguntaba.
Había que buscar las tres caras de la luna. ¡Además de la suya! ¿Sólo por coquetería a veces se escondía? Era necesario bucear en las noches, mirar un poco más allá para que la luna valiera la pena.
En medio de tanto enredo, el niño, que después fue un grande, hizo un descubrimiento que le permitió mirar el lado oculto de las cosas, las cercanas y las lejanas.
Cierta tarde, cuando sus preguntas se habían enmarañado en una tristeza inexplicable, una lágrima se convirtió en respuesta. Primero fue una idea y muy pronto su imaginación se puso en marcha. Fue justamente por eso que a partir de entonces la vida del niño se transformó. Había nacido un genio, de esos que inventan cosas para que las verdades se revelen.
Un tiempo después, aquel pequeño inventor miraba por la ventana con un gran catalejo todo lo que había más allá de la luna. A su lado otra Luna, que había estado jugando a las escondidas, movía la cola.
Andrea Viveca Sanz
Se reflejan en esta historia: “Galileo y el cataestrellas”, con textos de Carlos Pinto e ilustraciones de Leo Bolzicco; “Una luna junto a la laguna”, de Adela Basch con ilustraciones de Alberto Pez; “La mejor luna”, de Liliana Bodoc; y “El hombre que creía en la luna”, de Esteban Valentino.
Historias Reflejadas
“Derrumbe”

Derrumbe
La vida se derrumbaba. Las olas del pasado arrastraban los recuerdos. Sin embargo, entre los escombros, sus miradas lograron encontrarse.
Sus ojos se buscaron por encima de las cenizas, más allá de las fronteras de la muerte. Los límites se desdibujaron, las voces, una distinta de la otra, múltiples, diversas, se fundieron sobre el suelo que las unía.
El agua arrojó las palabras, como el viento del monte, como la tierra que temblaba y se abría en una boca sin nombres; como la fiebre y la guerra, que eran voces invisibles dispuestas a manifestarse.
Andrea Viveca Sanz
Se reflejan en esta historia las siguientes novelas: “Renacer de los escombros”, de Gabriela Exilart; “La canción del mar”, de Gloria Casañas; “La princesa de las pampas”, de Gabriela Margall; y “Los amantes de San Telmo”, de Graciela Ramos.
Historias Reflejadas
Puro cuento

Puro cuento
La vida es puro cuento, un ovillo de historias que ruedan sobre los objetos, como si fuera un viaje de palabras. Como si las palabras crecieran y se multiplicaran en las ruedas de mi bicicleta, que arrastra los hilos y los enreda.
En el manubrio, una mariposa naranja sostiene mi canción de primavera, puro deseo de oruga, que de tanto repetirla se le hizo costumbre y de tanta costumbre, letra cantada, siempre distinta, siempre canción, puro cuento.
Una pelota cruza por el aire y atraviesa mi camino, puro cuento. La veo caer y transformarse. Veo un castillo y un secreto que me llevo en las ruedas de la bicicleta, que canta, que viaja, que se convierte en mariposa; hasta que se posa en la tele de mi casa, justo sobre la novela de mi mamá. Y ahí se terminan los vuelos y me tengo que encerrar en mi capullo para no escuchar lo que ya sé de memoria, puro cuento.
Andrea Viveca Sanz
Se reflejan en esta historia los siguientes textos: “Edelmira Latele”, de Adela Basch; “En la puntita de una hoja”, de Magdi Kelisek; “El sueño de Magrela”, de Rita Taraborelli; y “Secretos”, de Teresa Prost.
Historias Reflejadas
“Rebobinar”

Rebobinar
Las palabras buscaban su lugar en la memoria, necesitaban aquietarse en el sitio exacto, el espacio al que pertenecían. Como una correntada que arrastraba los recuerdos, como un viento imprevisto, los hilos del pasado se desenrollaban sobre el presente. Eran barro y cenizas, imágenes sin materia, sólo voces inventadas.
Había huecos sin nombres, mundos vacíos en los que la vida avanzaba sin retorno y, sin embargo, desde allí provenían las voces, resonancias de un tiempo viejo, que se filtraba como un resto, como un silencio obligado a manifestarse.
Las hebras del destino se enredaban en nudos de angustia y de deseo, las partículas de vida afloraban como brotes de esperanza entre los agujeros del miedo. Todo mutaba y todo estaba quieto, como si nunca hubiera sucedido, a pesar de las palabras, más allá de las voces, era suficiente rebobinar para poder avanzar.
Andrea Viveca Sanz
Se reflejan en esta historia las siguientes obras literarias: “Agosto”, de Romina Paula; “Magdalufi”, de Verónica Sánchez Viamonte; “El lecho”, de Esteban López Brusa; y “Cruzar la noche”, de Alicia Barberis.
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