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El tiempo que nos une – Alejandro Palomas

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Alejandro Palomas lee un fragmento de su novela El tiempo que nos une


Es un vacío, un tropezón de aire que se te atraganta en los pulmones cada vez que respiras. Como un pellizco, a veces suave, a veces agudo y a traición. No es ni un antes ni un después. Es lo que no habrá de llegar. Sueños no articulados por falta de tiempo, no de imaginación. Es un crujido en el alma, eso es exactamente: el momento en que sabemos que tenemos alma porque la hemos oído crujir.
Es la muerte.
Es la muerte de una hija.
Es la muerte de una hija cuyo cadáver nunca apareció, empotrándome contra la peor de las preguntas: «¿Y si no? ¿Y si no fue? ¿Y si no fue y sigue viva en alguna parte?».
Es invocarla en secreto.
Es no bajar nunca al mar por miedo a ver entre las rocas alguna señal, algún rastro de ella.
Es seguir nadando de espaldas contra las olas, a ciegas, sin miedo a tocar lo intocable. Aprender a vivir con un jadeo de angustia al despertar por la mañana. No está. Mi hija no está. Salió a navegar y desde entonces no existe. ¿Qué madre se conforma con eso? Helena y su ausencia. Yo no sé hablar de muerte. Helena no está.
Está ida.  Literalmente. Exactamente.
Me dijeron que era más fácil así. Que si hay que perder a un hijo, más vale que sea de golpe, desde lo inesperado, que no haya tiempo para predecir, que el dolor no logre hacerse hueco entre él y tú por la puerta de la enfermedad. La muerte de un hijo es inexplicable. Ningún padre es capaz de imaginarla, por mucho que te la cuenten, por mucho testimonio y mucha confesión en primera persona que intenten hacerte llegar. No es posible. No es pensable. Incapacita la mente.
Si es accidente, el tiempo se paraliza y la vida se te cae de las manos como una hucha medio llena, estampándose contra el suelo, hecha añicos. Dedicas el resto de tu tiempo a pegar trozos, montando un rompecabezas inmenso sobre la mesa del salón mientras lo que queda va devolviéndote poco a poco una cara que no reconoces, que no te interesa.
Si es enfermedad, el tiempo gasta y mancha, matando a contrarreloj.
Pero si es accidente y no hay cuerpo que velar, queda siempre la imaginación. Sólo una madre de un hijo ausente lo sabe: la combinación trenzada de duelo, ausencia e imaginación crea monstruos.
Un día, hace un par de años, después de oírme hablar por teléfono con Helena, Flavia me dijo que lo que más envidiaba de mí era la relación que tenía —y que tengo aún— con mis hijas.
—Sobre todo con Helena —añadió, un poco a disgusto, torciendo la mirada para que no pudiera verle los ojos.
Sonreí al oírla hablar así. Quién me iba a decir a mí veinte años antes que mi niña mayor, ese iceberg de ojos blancos y manos de alambre que durante tanto tiempo me había convertido en el espejo de la peor de sus sombras, era, desde las dos semanas que habíamos pasado juntas en Berlín, mi mejor amiga.
—Qué extraño, ¿no? Con lo mal que os habíais llevado siempre —continuó Flavia, como no hablándole a nadie—. Y de repente, así, sin más…
Sin más. Claro. Cómo no.
Sin más no, Flavia.
Helena nunca me perdonó como madre. Probablemente, a su edad era ya consciente de que nunca aprendería a hacerlo. La madrugada en que la llamé a Berlín y me dijo que estaba embarazada, no supe oír lo que no me estaba diciendo. «Lía», eso fue lo que dijo. Lía. Mi hija decidió entonces rebautizarme con mi propio nombre y despojarme del papel que no había sabido representar para ella. Incapaz de dejar de odiar a su madre, tenía que cambiarla por otra, había que matarla para dejar entrar a Lía, para dejarme entrar.
Porque no hay hija capaz de pedirle a una madre que la ayude a deshacerse de su bebé. Ni siquiera cuando corre peligro su vida.
A una amiga sí. A Lía sí.
Sin más no, Flavia.
La ayudé, claro.
Muerta la madre, llegó la amiga. No hubo nada que perdonar. Ningún reproche. Lía y Helena. Nos reinventamos. Supimos hacerlo y funcionó. Nadie lo entendió.
Y Martín empezó a odiarme.
Desde hace meses vivo convencida de que es imposible entender la muerte de alguien como Helena. Imposible concebir la existencia de un ser como ella. Hay personas así, es cierto. Son pocas y parecen demasiado humanas, de vida demasiado grande para la pequeñez de lo vivido. Ésa era Helena. Cuando hablabas con ella, tenías la sensación de estar compartiendo unos minutos preciosos con alguien que había llegado a la vida aprendida, con las cartas marcadas, siempre dispuesta a darte una lección con esa alegría que a mí me robaba el aliento y con esas verdades generosas y a bocajarro que te arrugaban el corazón y de las que ella ni siquiera era consciente.
Desde que se fue, ya nadie me llama Lía. No con su voz. No desde un aeropuerto entre el rebote de voces aburridas de las azafatas de tierra anunciando vuelos. Desde que se fue, no consigo encontrarme la mía. Mi voz. La de la amiga.
“Mala mar. Hija de puta”, me oigo pensar con una sonrisa de vergüenza, apartando en seguida los ojos de una enorme vela blanca que cruza el horizonte más cercano y que no tarda en perderse cielo adentro. Una vela. Ocultándose tras el faro.
—Mala mar. Hija de puta —susurro sin darme cuenta mientras partimos y vamos alejándonos poco a poco desde el pequeño embarcadero rumbo a la isla.

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El Atajo – Adolfo Bioy Casares

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El atajo
de Adolfo Bioy Casares, leído por Osvaldo Bazán

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Arañas – Eduardo Galeano

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Eduardo Galeano
lee su texto Arañas

Pasito a paso, hilo tras hilo, el araño se acerca a la araña. Le ofrece música, convirtiendo la telaraña en arpa, y danza para ella, mientras poquito a poco va acariciando, hasta el desmayo, su cuerpo de terciopelo.

Entonces, antes de abrazarla con sus ocho brazos, el araño envuelve a la araña en la telaraña y la ata bien atada. Si no la ata, ella lo devora después del amor.

Al araño no le gusta nada esta costumbre de la araña, de modo que ama y huye antes de que la prisionera se despierte y exija el servicio completo de cama y comida.

¿Quién entiende al araño? Ha podido amar sin morir, se ha dado maña para cumplir esa hazaña, y ahora que está a salvo de su saña, extraña a la araña.

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Campesino en el tren – Ana María Bovo

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Ana María Bovo
 narra el cuento popular Campesino en el tren

Viajaba en un tren un campesino solo en su asiento, nadie adelante. Llevaba una bolsa de papas para vender en un pueblo próximo. Se dejaba acunar por loa música de la máquina de vapor: cinco pesos poca plata, cinco pesos poca plata. Miraba por la ventanilla y, para entretenerse, contaba árboles: álamo, paraiso, ceprés, plátano, ciprés… ciprés, ciprés, ciprés. “Seguro que viene un cementerio”, pensó.
En una estación, subió y se sentó delante de él un señor de traje azul cruzado con rayitas blancas finitas. Camisa blanca con rayas azules gruesas. Corbata bordó con rayas diagonal azul marino. Pañuelo bordó liso que sobresalía del bolsillo. No le convinaban los zoquetes que eran rojos con un rombo verde sobre el tobillo.
Arrancó el tren.
Álamo, álamo, paraiso, ciprés. Contaba y contaba árboles el campesino; se aburría el inspector. Un inspector de escuelas que venía de visitar escuelas rurales de la zona. Esa mañana había firmado dos nombramientos. estaba agotado. Para distraerse, le dijo al campesino:
—Perdón… ¿si jugamos a algo?
—Diga.
—Es un juego de preguntas y respuestas. Por ejemplo, yo le hago una pregunta a usted. Si usted no la sabe, me paga diez pesos a mí. Yo no la sé… en el supuesto de que no la supiera, le pagaría diez pesos a usted.
El campesino miró el portafolios entreabierto del inspector. Vio unas planillas escritas a máquina, un par de libros…
—Mejor no, le agradezco.
Álamo, álamo, paraíso, ciprés… Se entretenía el campesino; se aburría el inspector.
—La misma propuesta de hace un momento —irrumpió en inspector—, pero con una variante: yo le hago una pregunta a usted; usted no la sabe, me paga diez pesos a mí; usted me hace una pregunta a mí; yo no la sé… yo le pago cien pesos a usted.
—Bueno, dele.
—Empiezo yo… Dígame cuál es la estructura del átomo.
—La estructura del átomo… —repitió en voz baja.
Inmediatamente buscó diez pesos en su bolsillo y se los entregó.
—Ahora pregunte usted —dijo el inspector.
—… Bueno, dígame cuál es el animalito que sube al cerro en seis patas, y lo baja en tres.
—… ¿Cuál es el animal que asciende el cerro en seis extremidades y desciende en tres?
El tren corría y corría. Pensaba y pensaba el inspector. hasta que dijo:
—¿Es un vertebrado?
—No puedo ayudarlo.
Álamo, álamo, paraiso, ciprés…
—Disculpe —dijo de pronto el campesino—, me bajo en la próxima estación. ¿Si arreglamos…? Como no me contestó…
Cuando el tren se detuvo, el inspector preguntó:
—¿Cuánto era?
—Cien.
Se los pagó.
Cuando lo vio pasar por el anden debajo de su ventanilla, no resistió la curiosidad. Levantó el vidrio, asomó la cabeza y le preguntó:
—¿Se puede saber cuál es el animal que asciende en cerro en seis patas y lo baja en tres?
El campesino lo moró sorprendido. Después sacó diez pesos del bolsillo y se los entregó por la ventanilla.

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