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Juan Vila: “Hay que dejar que las canciones vayan creciendo y pidiendo cosas, ellas saben lo que necesitan”

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini /
PH: Eduardo Emmi -foto principal-, Jenny Giraldo, Kiki Herrera //

Brotan sonidos, ascienden desde el fondo de la tierra, un murmullo de agua en las raíces, música en el pico de un pájaro solitario, muta, es un canto antiguo, primitivo, con aroma a madera y a viento; se transforma, emerge. Se abre la boca de una guitarra, los dedos pronuncian palabras, como una respiración, como una metamorfosis del paisaje.

El músico Juan Vila es un artista que se pliega en los pliegues de la realidad y del paisaje, bebe sus formas, se alimenta de la escucha, toma prestadas las voces y las palabras para transformarlas.

En diálogo con Contarte Cultura,el compositor e intérprete nos sumerge en sus creaciones e invita a recorrer la música de su último disco: “Axolote”.

—Comencemos esta charla volviendo la mirada hacia el animal que simboliza el espíritu de tu último disco: el axolote, un anfibio que conserva en su cuerpo rasgos primarios, como si estuviera a mitad de camino de su proceso evolutivo y, sin embargo, tan preparado para el cambio y la transformación. Para entrar en tu universo de música y creatividad y a modo de presentación, si pudieras elegir alguna de sus características que te represente como artista, ya sea desde lo corporal o desde lo simbólico, ¿cuál sería y por qué?

—Sin duda esa naturaleza metamórfica, el hecho de que el axolote (o axolotl como lo llamaban los nahuas) no asume una forma definitiva. Pero, y esto es lo más curioso, sólo vive en la cuenca de México. Es decir, se transforma pero al mismo tiempo está siempre en el mismo hábitat. Para mi esa es una metáfora biológica de lo que hago como músico: busco transformar constantemente los géneros que exploro, pero conservando el arraigo al lugar, a los territorios donde esas músicas fueron germinadas. Al mismo tiempo, yo me siento un axolote acá en la Ciudad de Buenos Aires, entre las paredes de mi casa. Entonces busco decir lo que pueda decir desde el lugar que habito. No voy a hablar de los cerros y el mar; voy a hablar del asfalto y del desmonte, ¿no?

—Y hablando de ese mundo propio donde la melodía es un puente que te conecta con todo lo que te rodea, ¿recordás de qué manera surgió tu primera conexión con la música?

—Mi madre tiene cierta teoría de que está en los genes, porque mi bisabuelo era violinista y pianista, también autodidacta. En mi vida, lo primero que recuerdo tener entre las manos para “hacer canciones” fue un pequeño teclado. Hacía canciones y las practicaba en mi habitación, para después mostrarlas a toda mi familia (¡paciencia no les faltaba!). Ya a mis 9 años estudiaba percusión con Santiago Vázquez, que era un vecino del barrio. Así que mi infancia musical fue con las percusiones, que nunca me abandonaron.

—En tus temas es posible percibir un verdadero diálogo entre varios instrumentos, ¿cómo vivís el proceso de ensamblar esas “palabras” hechas de sonidos con las letras de tus canciones?

—En mi proceso creativo, por lo general viene primero la música, y aun cuando tengo una letra, lo principal es, como decís, su musicalidad, su dimensión melismática. Después viene el esfuerzo de hacer que las palabras digan algo. A veces vienen solas, como en la Chacarera del Desmonte, que salió derechita. En otros casos, como en la Zamba sin nombre, tardé literalmente meses. Puentes donde hay muros, por ejemplo, tuvo letra un tiempo, hasta que me di cuenta que no la necesitaba… ¡y se volvió instrumental! Hay que dejar que las canciones vayan creciendo y pidiendo cosas, ellas saben lo que necesitan antes que uno mismo. Esto de componer “diferentes voces en diálogo” es algo característico de mi manera de hacerlo, quizás de escuchar tanto Inti-Illimani, que juega mucho con el contrapunto. Ahora que lo decís, mi primer disco, Pura Semilla, también tiene esta característica de un dúo de cuerdas conversando entre sí. Cuando orquesto las canciones con el ensamble, me gusta mucho que cada instrumento ocupe un espacio sonoro y se desarrolle en él.

—Seguramente también hay algún ritual a la hora de dar vida a cada una de esas letras, ¿cómo se manifiesta una canción en tu interior? ¿Qué cosas de la vida cotidiana suelen volverse música en tu cuerpo?

—Las cosas más insignificantes suelen ser las que disparan gérmenes de creación, semillas que germinan lentamente bajo la piel. Por ejemplo, un día agarré un libro para chicos, sobre la historia de Buenos Aires, que al principio hablaba sobre los querandíes que habitaban esta tierra cuando llegaron los españoles. Y una cosa que decía el libro era que ellos “habían aprendido a vivir en el pantano”. ¡Claro! ¡Buenos Aires es un pantano! No nos damos cuenta porque le pusimos 4 toneladas de asfalto encima, tapamos los arroyos y le dimos la espalda al río. Pero siempre nos quejamos de la humedad. Y esa sola idea me llevó a escribir Juncal, que habla de una persona que vive en un pantanal y está buscando un río sin poderlo hallar. El huaynito Cascabel, que es un diálogo entre mi guitarra y un piano, pasó por miles de palabras y no dejaba entrar ninguna. Empezaba una letra y la canción la rechazaba, simplemente no funcionaba. Hasta que un día se escapó de mi casa un gatito que habíamos adoptado de la calle y cuando se fue le canté esta canción, y la letra salió en un día. Son procesos misteriosos.

—Hay en tus creaciones un compromiso con la naturaleza y con la sociedad, como si intentaras tomar sus propias palabras y transformarlas, ¿cuáles son las temáticas ambientales o sociales que te gustaría convertir o que ya convertiste en canción, como es el caso de la “Chacarera del desmonte” y de “Zamba sin nombre”?

—Curiosamente, soy docente en un espacio de Aves Argentinas, la Escuela de Naturalistas, donde doy una materia que se llama “Naturaleza y Sociedad”. El tema ambiental existe en mi vida desde que tengo memoria. Era socio de Greenpeace y Vida Silvestre a los siete años, y mi madre me acompañaba a las charlas y reuniones. Siempre tuve un fuerte interés en la cuestión ambiental, y hoy que es “el” tema, “el” problema de nuestra civilización, siento que no se puede cantar sobre otra cosa. No digo que todo tiene que ser sobre la catástrofe ambiental, pero el mundo se está secando, ¿vamos a hablar del descapotable que tengo? ¿Qué queremos decir cuando hacemos canciones? Porque el arte produce sentido social: somos nosotros los que elegimos ayudar a ampliar la conciencia o empobrecerla.

—¿Cómo definirías en una palabra la esencia de tu primer disco “Pura semilla”, grabado con la cantante chilena Catalina Jordán?

—Diálogo. Ella mujer, yo varón. Ella tocando el cuatro, yo la guitarra; o yo el charango y ella la guitarra. Ella cantando la voz aguda, yo, la grave, o viceversa. Ella chilena, yo argentino. Todo el disco tiene esta idea de dualidad, la complementariedad de opuestos, que es un elemento fundamental de la cultura andina. De hecho, la última música de ese disco es una sikuriada. En las sikuriadas, la melodía es construida en el diálogo entre dos instrumentos: el arka y el ira, cada una con sus notas. Es decir que en la música ancestral del sikus se necesitan al menos dos personas para hacer una sola melodía. Nadie hace nada solo. Pura Semilla tiene ese sello en la mayor parte del trabajo.

—Por estos días estás presentando “Axolote”, tu segunda obra y un disco que habla de transformación. ¿Cómo fue el proceso compositivo y de producción de cada uno de los temas?

—Diría que cada tema se presentó como un desafío muy particular, pero en todos pasó lo mismo: una vez terminados, a los pocos días los volvía a cantar y comenzaban ya a transformarse. Las versiones que quedaron en el disco tienen, la mayoría, cosas que les fui cambiando hasta el último día, a veces menores, a veces importantes. Es parte de una filosofía de la creación musical que tengo: como el axolote, no dejar que las canciones tengan una forma definitiva. Posiblemente al hacerlas en vivo vaya cambiándolas. El disco es sólo una fotografía de un proceso creativo que es dinámico, constante. Hay canciones que me demandaron muchísimo, como la Zamba sin nombre que tardé literalmente un año y medio en hacerla. Luché mucho con su estructura y su armonía. Después con la letra. Pero hay un momento en que las energías se acomodan y la cosa fluye. Hay que ir probando una y otra vez hasta encontrar la combinación de la caja (risas). Otras canciones, como la Chacarera del desmonte, Puede la Copla o Gira Gira Girasol, salieron rápidamente, quizás porque las ideas que le dieron origen ya tenían en sí mismas todos los elementos que se necesitaban. Los Morochos, por ejemplo, es una morenada que compuse en 2018, y cuando llegamos a grabarla le había agregado una cuarta voz, sikus, y el sonido del piano, que antes estaba reservado a una flauta. Por eso digo que el disco es una fotografía: los temas tienen vida propia, antes y después de la grabación.

—¿Quiénes te acompañaron en ese camino, tanto desde la música como desde la producción?

—Desde el primer momento que vi que se venía un disco, que había material para pensarlo y hacerlo, tuve en mente a Emiliano Khayat. Él fue pianista y productor artístico de mi primer disco y desde ese momento somos muy buenos amigos. Emiliano tiene una forma de trabajar que admiro. Es muy profesional, muy estricto con la organización, y al mismo tiempo se involucra emocional y creativamente con el trabajo. Eso es fundamental. Ni hablar que hay vibra, entendimiento de ese que ni se habla. Es como un hermano musical. Este disco lo produjimos juntos, pero también participó como músico tocando acordeón, teclados y piano. A Nige Achy ya la conocía de mis años de programador musical en Vuela el Pez (donde también conocí a Emiliano) y desde ese entonces la tenía en la mira porque es una percusionista de otro planeta. Fue un placer convocarla. Ale Demogli, que participó en La Vanidosa, es un monstruo musical. Es profesor de guitarra de jazz en Berkeley, tocó con Quique Sinesi, con Pat Martino, John Scofield… estoy hablando de titanes del jazz. Pero también viajó a la India a estudiar otros ritmos, escalas, otras músicas. Ale es docente en la misma carrera de música que yo, en la UNTREF, y tenerlo en el disco fue un honor y una alegría. Sebastián David tocó el bajo eléctrico en varias canciones. Es el más antiguo amigo de ese grupo y tuve con él una banda de rock a los 20 años. Ahora está terminando su carrera de Folklore y Jazz en la EMPA, y es un bajista tremendo. Después participaron Fátima y Mayra de la banda de sikuris El Ombligo. Son viejas amigas que ya me habían honrado con su participación en mi primer disco. Después están los chicos del grupo que llamé Ensamble Axolote (lo formé un poco para poder tocar el disco en vivo y otro poco para darle vida propia al bicho, con otras canciones). Ellas y ellos son estudiantes de la carrera de música americana de la UNTREF en donde soy docente. Son músicos muy buenos y con una predisposición para el juego que me encanta. Con ellos montamos canciones muy complicadas, como Puentes donde hay muros que tiene muchas polirritmias, y la grabamos, contra todo pronóstico, sin usar ningún metrónomo. Además de grandes músicos, son un grupo humano hermoso. Aunque no sea música, mi compañera Jenny Giraldo es inseparable del proyecto, porque sin su ayuda (es gestora cultural) nunca hubiese conseguido los fondos para empezar a planificar el disco.

—¿Quién o quiénes estuvieron a cargo del arte de tapa que resume la idea simbólica de “Axolote”?

—Se trata de Chris “Kiki” Herrera, un tremendo artista. Él es un artista plástico colombiano que se dedica fundamentalmente al muralismo, pero también pinta, colorea, tatúa, construye, etc. Es realmente un artista con mucho genio y, en el momento en que lo convoqué para que haga el arte del disco, ambos estallamos en lágrimas y abrazos. Tenemos una amistad basada en una mutua admiración artística. Es un vínculo muy hermoso el que tengo con él, y un privilegio enorme que haya accedido a regalarme su arte para el disco. 

—Para terminar, ¿dónde se puede escuchar tu música y cuáles son los próximos pasos musicales de Juan Vila?

—Se me puede escuchar en Spotify, y también en mi perfil musical de Instagram como @juanvilamusica. Asimismo, también tengo mi canal de Youtube. El próximo paso ya está siendo dado: viajaré a Chile a grabar el segundo disco con Catalina Jordán González, financiados por el Ministerio de Cultura chileno, y junto al Ensamble Siglo XX, un grupo maravilloso de música de cámara (quinteto de cuerdas, piano, clarinete, flauta y percusión). Así que ya estoy componiendo arreglos de muchas de mis canciones de ambos discos y algunas otras. El álbum se llamará Antü: los dos tiempos, y será también un diálogo, un puente, entre la música académica contemporánea y el folclore latinoamericano. Lo grabaremos en Valparaíso en el mes de octubre. Sin dudas, un año movido.

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Cynthia Edul repasa “El punto de costura”, una obra donde lo familiar y lo laboral disparan y sostienen la historia

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

Es un hilo más otro hilo. Y otro. Manos urdiendo la trama, el lenguaje de los dedos, un sonido que teje. 

Es una palabra encima del hilo, las voces cosidas, el acento en la aguja, un hilván que sostiene.

Es la tela y el hilo en la tela, la tijera y el silencio, texturas superpuestas, voces asomándose entre los puntos, una costura del verbo.

Es antes y después, todos los hilos y todas las palabras, la sintaxis de la trama.

“El punto de costura” es una obra que se introduce en el universo textil, una trama tejida con hilos personales que se expande más allá del escenario.

En diálogo con ContArte Cultura, Cynthia Edul, autora de los textos, directora y responsable de la lectura en la obra, tira de un hilo y de otros, indaga, cose y corta con su voz, con los sonidos que despiertan, texturas y nombres, en el punto de sus propias costuras.

—Sin dudas a lo largo de nuestras vidas existen hilos de historias que nos cosen por dentro, palabras en las telas de los cuerpos, costuras que nos definen. Para comenzar y a modo de presentación, si pudieras elegir la imagen de una “costura” que te represente, ¿cómo sería? ¿Qué hilos formarían parte de esa trama?

—Creo que la imagen textil que me representa es el Boro. En Japón es un tipo de costura como el patchwork que se hace con retazos y esas prendas se heredan de generación en generación. Cada generación sigue usando ese traje y las memorias de toda la familia se conservan en ese texto.

—Y porque hay hilos que permanecen a lo largo del tiempo, nos gustaría llegar a los orígenes, a tu propio primer punto de costura. ¿Qué vivencias personales te acercaron al mundo textil?

—En mi caso, mi familia paterna se dedicó a lo textil. Desde que llegaron de Siria se iniciaron en ese rubro, así que la tradición del trabajo familiar era ese. Y también el mandato de ese negocio pesaba mucho en mi familia. Yo me dediqué a la literatura, pero siempre estuve involucrada en el negocio familiar y en la pandemia me tuve que hacer cargo… no tuve opción. Entonces empecé a escribir sobre qué sentidos puede tener regresar a los oficios familiares, a la historia del trabajo familiar y recuperar mis experiencia con todo ese mundo.

—¿Cuáles fueron los disparadores para empezar a poner en palabras esas vivencias hasta llegar a dar vida a tu obra “El punto de costura”?

—El primer disparador, como comentaba antes, fue el regreso a los oficios familiares textiles en primera persona. A partir de ahí comencé a construir esa primera línea, que tenía que ver directamente con el motivo del regreso. Después empecé a tirar hilos que se relacionaban con la historia familiar: la historia del algodón, las historias de las hilanderas. Y a sumar otras como las historias de opresión y de resistencia a través del textil. Recuperando eso fui reencontrando las vivencias personales, a la luz de otras vivencias, históricas y sociales.

—Toda la escenografía da cuenta de ese universo donde una trama se superpone a la otra, la palabra y la imagen, el sonido y las texturas, ¿quiénes colaboraron en el proceso creativo del mundo textil sobre el escenario?

—La escenografía fue algo que fuimos construyendo con María Venancio y Nicolás Zuñiga, en un principio, y luego con Sebastián Francia. La idea era hilar texto, imagen y sonoridad, construyendo de alguna manera las mesas de costura. En una trabaja Guillermina Etkin y en otra yo, con un espacio que es la alfombra, el espacio textil tan sagrado para muchas religiones también. Y así, simplificando pero dándole sentido específico a cada función, fuimos construyendo ese espacio, que tiene en el centro al telar y la máquina de coser. Dos elementos que se vuelven centrales en el relato.

—También hay un trabajo muy interesante con la música, un paisaje sonoro que se une a la voz y al piano para crear texturas nuevas. ¿Cómo fue el trabajo con Guillermina para lograr esa fusión de sonidos que ayudan a narrar?

—Con Guillermina leíamos el texto y a partir de eso ella empezaba a componer sonoridades, canciones, tonos, que expresaran el sentido profundo que le provocaba lo que leía. Así que fuimos buscando parte por parte, investigando la sonoridad en cada momento. Además, teníamos una premisa que era usar los textiles como elementos sonoros: de ahí el telar, la máquina de coser, las telas, el costurero y la amplificación de esos sonidos que, como decía John Cage, “actúan”.

—Para concluir, detengámonos entonces en esos sonidos. Si pudieras elegir el que represente el espíritu de la obra, ¿cuál sería y por qué?

—Difícil pregunta, pero si tengo que elegir uno: la máquina de coser. Ese sonido mecánico y al mismo tiempo familiar, ese objeto con el que trabajaron nuestras abuelas, nuestras madres, nuestras tías. Hay está el espíritu de las mujeres costureras. Creo que ese representa muy bien el espíritu de la obra.

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Gabriela Margall: “Necesitaba una vuelta a mis raíces y ahí estaban los libros esperando”

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

El fuego arrasa, incendia los nombres. Es la guerra sobre el amor, que resiste y se deja abrazar por las llamas. Hay una revolución en los cuerpos, una intuición de libertad, como si adentro y afuera se encontraran en una misma batalla.

Y es que los combates se dan primero en los cuerpos, en las ideas capaces de encender otras chispas y alimentar otras llamas.

Tres mujeres, tres historias atravesadas por el fuego y por la guerra. Tres deseos de libertad encerrados en aquello que no puede nombrarse, pero igual crece.

La trilogía de Gabriela Margall, que incluye sus novelas “Si encuentro tu nombre en el fuego”, “Con solo nombrarte” y “La viajera del sur” y fue publicada por Del Fondo Editorial, recorre los tiempos de las invasiones inglesas y de las guerras napoleónicas para sumergir a los lectores en tres historias de amor capaces de resistir cualquier batalla.

ContArte Cultura charló con la autora e historiadora para acercarnos al proceso de escritura de esta saga, cuyas protagonistas seguramente serán capaces de trascender las páginas que las contienen a través de cada lectura.

—La guerra y la libertad son dos temas que atraviesan tu trilogía. Entre las páginas se desatan revoluciones históricas pero también las personales. Vamos a detenernos ahí. Para comenzar esta charla y a modo de presentación, hagamos foco en esos movimientos personales que te llevaron a escribir a las protagonistas femeninas de estas novelas. Si pudieras elegir dos cosas de esas mujeres en las que te veas reflejada, ¿cuáles serían?

—No siempre construyo personajes porque me reflejo en ellos. Si hago una historia de las protagonistas, probablemente no haya muchas características similares. De hecho, me gusta trabajar con personajes y elementos que no tienen que ver conmigo, porque lo que me interesa es la reconstrucción de un período histórico y qué ocurría con los seres humanos dentro de ese tiempo. 

—Como todo tiene un comienzo y un final que suelen tocarse, nos gustaría llegar a ese punto de contacto: ¿Qué fue lo que te movilizó para escribir aquella primera novela “Si encuentro tu nombre en el fuego” y luego de tantos años llegar a la escritura de “La viajera del sur” para cerrar la historia de la familia Torres?

—Como decía antes, lo que me gusta es la reconstrucción de un período histórico. El fin del Virreinato del Río de la Plato, las Invasiones Inglesas, la Revolución de Mayo y la guerra por la independencia de España, son períodos que están muy estudiados en la historia argentina. Tenemos mucha información, incluso sobre la actuación de las mujeres y otros sectores subalternos. Escribir esa historia, incluso desde la ficción, es una de mis cosas favoritas.

—En ese lapso de tiempo entre una y otra obra escribiste “Con solo nombrarte”, una novela ambientada en los escenarios de la segunda invasión inglesa a Buenos Aires. ¿Cómo fue el proceso de reconstruir aquellos días y de darle continuidad a tu primera historia?

Si encuentro tu nombre en el fuego y Con solo nombrarte fueron concebidas juntas. Las dos salieron para los bicentenarios de la primera y segunda invasión inglesa y por eso nunca existió la urgencia de continuar la historia. Y tampoco hubo urgencia después, sino que fue un proceso de cambio y continuidad que se dio con los años. Necesitaba una vuelta a mis raíces y ahí estaban los libros esperando.

—Si hay un punto en común en esta trilogía es la presencia de mujeres fuertes, que se atreven a todo, algo que no era común en esos tiempos, ¿de qué manera trabajaste para darle vida a cada una de tus protagonistas?

—En las tres protagonistas lo que busqué fue “ir un poco más allá”. Las tres, Paula, Jimena, Julieta, tienen una base histórica, podemos establecer que sí, que algunas mujeres hicieron lo que hacen ellas (con algunos límites). Lo que busqué en las novelas fue que eso que hacían (el acceso a libros y organización de reuniones, la participación en batallas y el comercio y actuación como espías) quedase bien definido y con algunas licencias. Pero todo tiene un anclaje en la realidad.

—Más allá de los vínculos de sangre que las unen, qué  te parece que podría representar a tus tres protagonistas: Paula, Jimena y Julieta.

—Están en el mismo punto de vista político, las tres son parte de ese grupo que va a liderar el proceso de revolución e independencia de España. A veces se considera que solo son hombres los que tenían ideas políticas, pero basta leer las cartas de Guadalupe Cuenca a Mariano Moreno para saber que ella tenía un conocimiento claro de la realidad política del momento.

—Y hablando de Julieta, ella es la que va a cruzar el océano para hacerse parte de otra guerra, ¿qué fue lo que más disfrutaste o padeciste al momento de “viajar” con ella hacia los tiempos napoleónicos.

—Mucho antes de que supiera qué historia iba a contar con Julieta, sabía que iba a ser una novela de viajes. Así que fue un proceso tranquilo.

—¿Cuál fue la batalla que más te costó escribir y por qué?

—La batalla por la Reconquista de Buenos Aires en Con solo nombrarte. Conocía bien la ciudad y las calles, pero las tropas de ambos bandos avanzaban y retrocedían, entraban en casas, había túneles, arroyos en la ciudad, no fue sencillo tener todo eso en la cabeza y traducirlo en una novela.

—Más allá de las guerras, cerca de ellas siempre late el amor, ¿de qué manera surgieron en vos las historias de amor de tus protagonistas?

—Siempre pienso en los protagonistas como una pareja, nacen así, y considero con atención qué es lo que los separa, porque es el centro de la novela, y cómo se va a resolver, si es que se resuelve.

—Con la trilogía completa, ¿qué sigue ahora en el universo Margall?

—Veremos. Hay varias cosas que tengo en mente y no me alcanza el tiempo para todas. La historia siempre está presente, aunque me gustaría probar con la épica fantástica.

—Para terminar, te invitamos a elegir tres telas o vestimentas que representen respectivamente a cada una de tus novelas.

Si encuentro tu nombre en el fuego: una mantilla de encaje.
Con solo nombrarte: un abanico.
La viajera del sur: un vestido verde oscuro.

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Verónica Sordelli: “Escribir fue la manera de leer mi vida”

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Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //

Las huellas de sus pies desaparecen, se hunden en la arena como si nada hubiera existido, después de los deseos. Son partículas de tiempo disolviéndose, nada. Cada paso los acerca y los aleja. Son un espejismo de sus propias palabras. No basta con pronunciar sus nombres, el viento se los lleva, los arrastra al vacío, donde alguna vez existieron castillos de arena.

“Castillos de arena”, la última novela de Verónica Sordelli, cuenta una historia que se pierde en las arenas del desierto, en un escenario que muta para dejar en los lectores un viento de preguntas que, poco a poco, van revelando los otros desiertos, los que habitan en el interior de sus protagonistas.

En diálogo con ContArte Cultura, la autora cuenta acerca de su propia ruta en el camino de la escritura, especialmente de su última obra, donde invita al lector a viajar a través de sus palabras.

—La arena, su liviandad, esa convergencia de partículas en movimiento y la textura al pisarla suelen llevarnos a distintos escenarios donde nuestros pies han dejado sus marcas. En tu novela el desierto es un gran protagonista, es por eso que para comenzar nos gustaría detenernos en las sensaciones que la arena haya despertado en vos, en sus huellas, que de alguna manera puedan ayudar a presentarte.

—Soy de Necochea, la arena me acompaña desde mi infancia. Siempre fue la misma, soy yo la que con el paso de los años la fui viendo distinta, porque en cada etapa de mi vida despertó sensaciones diversas: una infancia construida de la misma manera que con la pala y los rastrillos se construyen los pozos esperando que desde su interior surja el mar. El asombro de no entender por qué sucedía y la alegría de que así fuera. Una adolescencia donde la arena representó los fogones con amigos, el primer beso de amor y tal vez la primera lágrima de desamor. Una adultez donde comencé a caminarla, y se la presenté a mis hijos y los ayudé a construir sus castillos y los escuché gritar de alegría y tuve que consolarlos cuando el mar, en cuestión de segundos, los desmoronaba. Miré muchas veces para atrás, no estaban solamente mis huellas, y lloré mucho despidiendo algunas que se fueron y agradecí recibiendo a aquellas que se sumaron. ¡Y si! ¡Así es la vida! Y como aquella niña siento el asombro de no saber porque sucede y la alegría de que así sea.

—Y en ese desplazamiento que significa viajar, vayamos a tus comienzos como escritora. ¿Recordás en qué momento de tu vida se despertó tu deseo de contar historias?

—Mi primera novela surgió de la necesidad de contar la historia de las playas de Quequén, una historia llena de naufragios, con uno de los hoteles más imponentes de Sudamérica. El momento exacto fue cuando una de las tantas mañanas que salí a trotar por la costa, sentí el privilegio de vivir en este maravilloso lugar. 

—Mirando hacia atrás, ¿qué hilos temáticos atraviesan todas tus obras?

—Escribir fue la manera de leer mi vida. En mis libros estoy. Entonces diría que el hilo rojo que une a mis novelas es la mujer. En algunos momentos de la historia, o de la cultura en la que vivió, no tuvo demasiado o ningún poder de decisión, en otros pudo hacerlo. Pero siempre luchó para ser fiel a sus pensamientos.

—Tu novela “Castillos de arena”, publicada por Del Fondo Editorial, es una historia de amor y de fusión de culturas, ¿cuál fue el disparador para su escritura?

—La importancia que tiene la religión en la cultura árabe y la maravillosa diferencia con el occidente me llevó a preguntarme: ¿Qué tenemos en común? Por encima de toda diferencia tenemos en común el amor. A partir de ahí comenzó la historia.

—¿Cómo viviste el proceso de cruzar el desierto para acercarte a una cultura tan diferente de la nuestra?

—Agradezco haber podido viajar en tres oportunidades a encontrarme con la cultura árabe. En cada una de ellas mi premisa fue no cuestionarla y respetarla. Fue lo que me ayudó a entender la importancia de los mandatos sociales y religiosos en sus vidas y como viven para cumplirlos. Fue también entender que somos distintos, ni mejores ni peores, solo distintos. Toda cultura se merece ser respetada, pero creo que para lograrlo hay que estudiarla, no desde los extremismos porque gente mala y buena hay en todas, sino desde la esencia del ser humano.

—¿Qué o quiénes te ayudaron a darle vida a Jayif, el protagonista de “Castillos de arena”?

—Jayif fue creado a partir del lugar que ocupaba en su cultura y con los mandatos que ella le imponía.

—Y si tuvieras que definir a Elena, tu otra protagonista, en una sola palabra, ¿cuál sería?

—Superación

—Al avanzar en la historia aparecen situaciones límite donde el dolor y la muerte envuelven a tus personajes, ¿qué fue lo que más te costó al momento de escribir esas escenas?

—Investigué y leí muchísimos testimonios. Lo más difícil fue aceptar que se trataba de situaciones reales.

—Un deseo sin spoilear… ¿hay vida después de la muerte?

—No lo sé, sólo puedo afirmar que la muerte es la no presencia física, pero siempre estaremos vivos en el recuerdo de aquellos que nos aman. Dicen que la vida es corta, pero también dicen que las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan.

—Para terminar, ¿qué aroma creés que representaría a tus “Castillos de arena” y por qué?

—Mi preferido: el perfume que siento cuando abrazo a una persona que amo. Porque el amor sana y salva.

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Propietaria/Directora: Andrea Viveca Sanz
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