

Entrevistas
Juan Vila: “Hay que dejar que las canciones vayan creciendo y pidiendo cosas, ellas saben lo que necesitan”
Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini /
PH: Eduardo Emmi -foto principal-, Jenny Giraldo, Kiki Herrera //
Brotan sonidos, ascienden desde el fondo de la tierra, un murmullo de agua en las raíces, música en el pico de un pájaro solitario, muta, es un canto antiguo, primitivo, con aroma a madera y a viento; se transforma, emerge. Se abre la boca de una guitarra, los dedos pronuncian palabras, como una respiración, como una metamorfosis del paisaje.
El músico Juan Vila es un artista que se pliega en los pliegues de la realidad y del paisaje, bebe sus formas, se alimenta de la escucha, toma prestadas las voces y las palabras para transformarlas.
En diálogo con Contarte Cultura,el compositor e intérprete nos sumerge en sus creaciones e invita a recorrer la música de su último disco: “Axolote”.



—Comencemos esta charla volviendo la mirada hacia el animal que simboliza el espíritu de tu último disco: el axolote, un anfibio que conserva en su cuerpo rasgos primarios, como si estuviera a mitad de camino de su proceso evolutivo y, sin embargo, tan preparado para el cambio y la transformación. Para entrar en tu universo de música y creatividad y a modo de presentación, si pudieras elegir alguna de sus características que te represente como artista, ya sea desde lo corporal o desde lo simbólico, ¿cuál sería y por qué?
—Sin duda esa naturaleza metamórfica, el hecho de que el axolote (o axolotl como lo llamaban los nahuas) no asume una forma definitiva. Pero, y esto es lo más curioso, sólo vive en la cuenca de México. Es decir, se transforma pero al mismo tiempo está siempre en el mismo hábitat. Para mi esa es una metáfora biológica de lo que hago como músico: busco transformar constantemente los géneros que exploro, pero conservando el arraigo al lugar, a los territorios donde esas músicas fueron germinadas. Al mismo tiempo, yo me siento un axolote acá en la Ciudad de Buenos Aires, entre las paredes de mi casa. Entonces busco decir lo que pueda decir desde el lugar que habito. No voy a hablar de los cerros y el mar; voy a hablar del asfalto y del desmonte, ¿no?
—Y hablando de ese mundo propio donde la melodía es un puente que te conecta con todo lo que te rodea, ¿recordás de qué manera surgió tu primera conexión con la música?
—Mi madre tiene cierta teoría de que está en los genes, porque mi bisabuelo era violinista y pianista, también autodidacta. En mi vida, lo primero que recuerdo tener entre las manos para “hacer canciones” fue un pequeño teclado. Hacía canciones y las practicaba en mi habitación, para después mostrarlas a toda mi familia (¡paciencia no les faltaba!). Ya a mis 9 años estudiaba percusión con Santiago Vázquez, que era un vecino del barrio. Así que mi infancia musical fue con las percusiones, que nunca me abandonaron.









—En tus temas es posible percibir un verdadero diálogo entre varios instrumentos, ¿cómo vivís el proceso de ensamblar esas “palabras” hechas de sonidos con las letras de tus canciones?
—En mi proceso creativo, por lo general viene primero la música, y aun cuando tengo una letra, lo principal es, como decís, su musicalidad, su dimensión melismática. Después viene el esfuerzo de hacer que las palabras digan algo. A veces vienen solas, como en la Chacarera del Desmonte, que salió derechita. En otros casos, como en la Zamba sin nombre, tardé literalmente meses. Puentes donde hay muros, por ejemplo, tuvo letra un tiempo, hasta que me di cuenta que no la necesitaba… ¡y se volvió instrumental! Hay que dejar que las canciones vayan creciendo y pidiendo cosas, ellas saben lo que necesitan antes que uno mismo. Esto de componer “diferentes voces en diálogo” es algo característico de mi manera de hacerlo, quizás de escuchar tanto Inti-Illimani, que juega mucho con el contrapunto. Ahora que lo decís, mi primer disco, Pura Semilla, también tiene esta característica de un dúo de cuerdas conversando entre sí. Cuando orquesto las canciones con el ensamble, me gusta mucho que cada instrumento ocupe un espacio sonoro y se desarrolle en él.
—Seguramente también hay algún ritual a la hora de dar vida a cada una de esas letras, ¿cómo se manifiesta una canción en tu interior? ¿Qué cosas de la vida cotidiana suelen volverse música en tu cuerpo?
—Las cosas más insignificantes suelen ser las que disparan gérmenes de creación, semillas que germinan lentamente bajo la piel. Por ejemplo, un día agarré un libro para chicos, sobre la historia de Buenos Aires, que al principio hablaba sobre los querandíes que habitaban esta tierra cuando llegaron los españoles. Y una cosa que decía el libro era que ellos “habían aprendido a vivir en el pantano”. ¡Claro! ¡Buenos Aires es un pantano! No nos damos cuenta porque le pusimos 4 toneladas de asfalto encima, tapamos los arroyos y le dimos la espalda al río. Pero siempre nos quejamos de la humedad. Y esa sola idea me llevó a escribir Juncal, que habla de una persona que vive en un pantanal y está buscando un río sin poderlo hallar. El huaynito Cascabel, que es un diálogo entre mi guitarra y un piano, pasó por miles de palabras y no dejaba entrar ninguna. Empezaba una letra y la canción la rechazaba, simplemente no funcionaba. Hasta que un día se escapó de mi casa un gatito que habíamos adoptado de la calle y cuando se fue le canté esta canción, y la letra salió en un día. Son procesos misteriosos.









—Hay en tus creaciones un compromiso con la naturaleza y con la sociedad, como si intentaras tomar sus propias palabras y transformarlas, ¿cuáles son las temáticas ambientales o sociales que te gustaría convertir o que ya convertiste en canción, como es el caso de la “Chacarera del desmonte” y de “Zamba sin nombre”?
—Curiosamente, soy docente en un espacio de Aves Argentinas, la Escuela de Naturalistas, donde doy una materia que se llama “Naturaleza y Sociedad”. El tema ambiental existe en mi vida desde que tengo memoria. Era socio de Greenpeace y Vida Silvestre a los siete años, y mi madre me acompañaba a las charlas y reuniones. Siempre tuve un fuerte interés en la cuestión ambiental, y hoy que es “el” tema, “el” problema de nuestra civilización, siento que no se puede cantar sobre otra cosa. No digo que todo tiene que ser sobre la catástrofe ambiental, pero el mundo se está secando, ¿vamos a hablar del descapotable que tengo? ¿Qué queremos decir cuando hacemos canciones? Porque el arte produce sentido social: somos nosotros los que elegimos ayudar a ampliar la conciencia o empobrecerla.
—¿Cómo definirías en una palabra la esencia de tu primer disco “Pura semilla”, grabado con la cantante chilena Catalina Jordán?
—Diálogo. Ella mujer, yo varón. Ella tocando el cuatro, yo la guitarra; o yo el charango y ella la guitarra. Ella cantando la voz aguda, yo, la grave, o viceversa. Ella chilena, yo argentino. Todo el disco tiene esta idea de dualidad, la complementariedad de opuestos, que es un elemento fundamental de la cultura andina. De hecho, la última música de ese disco es una sikuriada. En las sikuriadas, la melodía es construida en el diálogo entre dos instrumentos: el arka y el ira, cada una con sus notas. Es decir que en la música ancestral del sikus se necesitan al menos dos personas para hacer una sola melodía. Nadie hace nada solo. Pura Semilla tiene ese sello en la mayor parte del trabajo.
—Por estos días estás presentando “Axolote”, tu segunda obra y un disco que habla de transformación. ¿Cómo fue el proceso compositivo y de producción de cada uno de los temas?



—Diría que cada tema se presentó como un desafío muy particular, pero en todos pasó lo mismo: una vez terminados, a los pocos días los volvía a cantar y comenzaban ya a transformarse. Las versiones que quedaron en el disco tienen, la mayoría, cosas que les fui cambiando hasta el último día, a veces menores, a veces importantes. Es parte de una filosofía de la creación musical que tengo: como el axolote, no dejar que las canciones tengan una forma definitiva. Posiblemente al hacerlas en vivo vaya cambiándolas. El disco es sólo una fotografía de un proceso creativo que es dinámico, constante. Hay canciones que me demandaron muchísimo, como la Zamba sin nombre que tardé literalmente un año y medio en hacerla. Luché mucho con su estructura y su armonía. Después con la letra. Pero hay un momento en que las energías se acomodan y la cosa fluye. Hay que ir probando una y otra vez hasta encontrar la combinación de la caja (risas). Otras canciones, como la Chacarera del desmonte, Puede la Copla o Gira Gira Girasol, salieron rápidamente, quizás porque las ideas que le dieron origen ya tenían en sí mismas todos los elementos que se necesitaban. Los Morochos, por ejemplo, es una morenada que compuse en 2018, y cuando llegamos a grabarla le había agregado una cuarta voz, sikus, y el sonido del piano, que antes estaba reservado a una flauta. Por eso digo que el disco es una fotografía: los temas tienen vida propia, antes y después de la grabación.
—¿Quiénes te acompañaron en ese camino, tanto desde la música como desde la producción?
—Desde el primer momento que vi que se venía un disco, que había material para pensarlo y hacerlo, tuve en mente a Emiliano Khayat. Él fue pianista y productor artístico de mi primer disco y desde ese momento somos muy buenos amigos. Emiliano tiene una forma de trabajar que admiro. Es muy profesional, muy estricto con la organización, y al mismo tiempo se involucra emocional y creativamente con el trabajo. Eso es fundamental. Ni hablar que hay vibra, entendimiento de ese que ni se habla. Es como un hermano musical. Este disco lo produjimos juntos, pero también participó como músico tocando acordeón, teclados y piano. A Nige Achy ya la conocía de mis años de programador musical en Vuela el Pez (donde también conocí a Emiliano) y desde ese entonces la tenía en la mira porque es una percusionista de otro planeta. Fue un placer convocarla. Ale Demogli, que participó en La Vanidosa, es un monstruo musical. Es profesor de guitarra de jazz en Berkeley, tocó con Quique Sinesi, con Pat Martino, John Scofield… estoy hablando de titanes del jazz. Pero también viajó a la India a estudiar otros ritmos, escalas, otras músicas. Ale es docente en la misma carrera de música que yo, en la UNTREF, y tenerlo en el disco fue un honor y una alegría. Sebastián David tocó el bajo eléctrico en varias canciones. Es el más antiguo amigo de ese grupo y tuve con él una banda de rock a los 20 años. Ahora está terminando su carrera de Folklore y Jazz en la EMPA, y es un bajista tremendo. Después participaron Fátima y Mayra de la banda de sikuris El Ombligo. Son viejas amigas que ya me habían honrado con su participación en mi primer disco. Después están los chicos del grupo que llamé Ensamble Axolote (lo formé un poco para poder tocar el disco en vivo y otro poco para darle vida propia al bicho, con otras canciones). Ellas y ellos son estudiantes de la carrera de música americana de la UNTREF en donde soy docente. Son músicos muy buenos y con una predisposición para el juego que me encanta. Con ellos montamos canciones muy complicadas, como Puentes donde hay muros que tiene muchas polirritmias, y la grabamos, contra todo pronóstico, sin usar ningún metrónomo. Además de grandes músicos, son un grupo humano hermoso. Aunque no sea música, mi compañera Jenny Giraldo es inseparable del proyecto, porque sin su ayuda (es gestora cultural) nunca hubiese conseguido los fondos para empezar a planificar el disco.






—¿Quién o quiénes estuvieron a cargo del arte de tapa que resume la idea simbólica de “Axolote”?
—Se trata de Chris “Kiki” Herrera, un tremendo artista. Él es un artista plástico colombiano que se dedica fundamentalmente al muralismo, pero también pinta, colorea, tatúa, construye, etc. Es realmente un artista con mucho genio y, en el momento en que lo convoqué para que haga el arte del disco, ambos estallamos en lágrimas y abrazos. Tenemos una amistad basada en una mutua admiración artística. Es un vínculo muy hermoso el que tengo con él, y un privilegio enorme que haya accedido a regalarme su arte para el disco.
—Para terminar, ¿dónde se puede escuchar tu música y cuáles son los próximos pasos musicales de Juan Vila?
—Se me puede escuchar en Spotify, y también en mi perfil musical de Instagram como @juanvilamusica. Asimismo, también tengo mi canal de Youtube. El próximo paso ya está siendo dado: viajaré a Chile a grabar el segundo disco con Catalina Jordán González, financiados por el Ministerio de Cultura chileno, y junto al Ensamble Siglo XX, un grupo maravilloso de música de cámara (quinteto de cuerdas, piano, clarinete, flauta y percusión). Así que ya estoy componiendo arreglos de muchas de mis canciones de ambos discos y algunas otras. El álbum se llamará Antü: los dos tiempos, y será también un diálogo, un puente, entre la música académica contemporánea y el folclore latinoamericano. Lo grabaremos en Valparaíso en el mes de octubre. Sin dudas, un año movido.


Entrevistas
Martina Tolosa cuenta ‘Viracocha’: “No siento más que gratitud y locura por esta historia, nunca me la voy a olvidar”

Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //
Toca las tumbas. Recorre con sus dedos los restos de una vida. Y de otra. Y otra más. Toca la muerte, la sombra que vigila. Cuelga de los pájaros que anuncian, sobrevuelan la desgracia, planean sobre la sangre derramada. Después.
“Viracocha”, la primera novela de Martina Tolosa, es una historia fuerte y oscura. A lo largo de las páginas una sombra va cubriendo la vida de sus personajes, que avanzan sin avanzar, como si estuvieran en el mismo sitio y las espinas se clavaran en sus mentes enfermas.
Con escenarios que acompañan el desarrollo del argumento, los protagonistas atraviesan temáticas reales fusionadas con elementos fantásticos que, sin dudas, potencian el relato.
En diálogo con Contarte Cultura, la escritora cuenta acerca de sus comienzos y del proceso creativo de su obra.
—Vamos a comenzar esta charla con un juego de presentación. Recorriendo las distintas escenas de tu novela, ¿podrías sumergirte en una de ellas, hacerte parte de ese decorado y traernos desde allí algún objeto o imagen que nos pueda contar algo de vos?
—El cementerio de Cachi, como sujeto ambiente, tiene una gran importancia en la historia. La obsesión de Julieta por el cementerio es también mi obsesión; cada vez que tengo la suerte de conocer algún lugar nuevo, chequeo si tendrá algún cementerio que se destaque. Pienso mucho en la muerte, en las tradiciones de las diferentes culturas ante ella, en los que se van y los que se quedan. Hace poco viajé a Nueva York y, la primera noche que estuve ahí, al volver de cenar, una mujer se había tirado al vacío en el hotel vecino al mío. Estuve días enteros pensando en ella, mirando sus redes sociales, las de sus familiares, las cosas que le escribían. Me parece un tema fascinante y misterioso que quizá, pienso, se exacerbó en los últimos años por la muerte de mi viejo, pero siempre fue un asunto que me llamó mucho la atención.



—Y a partir de esa primera pincelada que nos da alguna información sobre vos, nos gustaría ir más allá, ¿recordás cuándo nació tu interés por la escritura?
—Desde siempre estuve súper interesada por la escritura y la lectura, que me parece que siempre van de la mano. Mis viejos hicieron muchísimo hincapié en la lectura desde mi infancia, y creo que la escritura vino con eso. Además de que me compraban muchos libros, siempre se generaron espacios para imaginar, para crear. Un detalle: cuando mi mamá me llevaba a la escuela a la mañana, para que no me quedara dormida en el auto, empezaba a gritar en el camino: “¡No lo puedo creer! ¡Mirá esa jirafa! ¿La ves?”. Y yo no, obviamente no la veía, porque no estaba, pero a medida que iba nombrando todos los animales que imaginaba en el camino, yo también los veía. Era nuestro juego y me encantaba. Así con todo. Mamá toda la vida alentó las cosas que tuvieran que ver con la creatividad. Y mi papá también, pero más específicamente con la lectura.
—Vayamos a “Viracocha”, tu primera novela, ¿cuál fue su punto de partida?
—La idea de partida fue una escena que aparece en uno de los primeros capítulos: una mujer que, por un motivo x, decide no volver a besar a su marido. La idea siguiente fue una pareja que tiene que viajar al interior del país por un familiar enfermo. Empecé a escribirla en plena cuarentena y pensé en esa posibilidad, que era muy terrible porque para viajar en esa época tenías que presentar todos esos permisos y papeles. El resto de la historia vino después. Como soy de Puerto Madryn, yo quería escribir algo que tuviera lugar en el interior del país. Abrí el Google Maps y encontré Cachi. No conocía el pueblo ni nada. Después tuve la suerte de poder conocer el lugar y creo que eso le hizo muy bien a la historia, le dio otras imágenes más vinculadas a los paisajes y costumbres del norte de las que yo no tenía idea.
—Sin dudas se trata de un texto incómodo, cargado de imágenes que impactan contra las emociones del lector. ¿Cómo viviste ese proceso de ir encastrando cada pieza para hacer avanzar una historia que duele desde la primera página?
—Había veces que tenía que escribir escenas que me resultaban muy difíciles y pateaba el momento, pensaba que primero mejor limpiar, comer algo, tomar un café, leer un libro. Me engañaba a mí misma asegurándome de que seguro después de eso escribiría mejor esa escena difícil. Luis Mey -escritor amigo y tutor de obra- me “cagaba a pedos” por las inseguridades y miedos. De todos modos, disfruté un montón el proceso. Cuando escribo pienso en lo que a mí me gustaría leer y no hay cosa más satisfactoria que estar en la casa, tomando un café o un vinito, dejándose llevar por la historia. Llegó un momento, en la primera escritura, en donde los personajes ya tenían ciertos rasgos, actitudes, personalidades, y yo no podía luchar contra eso. A veces escribía algo, después lo releía y pensaba: “No, Julieta jamás hubiera dicho eso”. Esas cosas de la escritura, esa vida propia que toman los personajes y las historias me fascinan.
—¿De qué manera llega el dios Viracocha y sus sombras a tu texto?
—Cuando pude conocer Salta se gestó todo el tema de Viracocha. También lo de las momias. Yo no conocía el Museo de Arqueología de Alta Montaña, por ejemplo. Cuando me enteré le dije a mi marido que teníamos que ir sí o sí, porque sabía que eso iba a ser un elemento súper valioso para la historia. Al igual que las momias, todas las cosas más espirituales llegaron cuando pude ir a conocer: el día de las almas, el cementerio, las apachetas. Yo sentí que Cachi era el escenario perfecto para mi novela, pero toda Salta tiene una cosa mística muy fuerte y muy tremenda. Serán los paisajes, la gente, la historia, no sé.
—Julieta, la protagonista, está atravesada por un deseo que la lleva más allá de lo esperable. Si pudieras elegir la escena que más te dolió escribir, ¿cuál sería y por qué?
—Todo lo de Julieta me costó mucho en general. Las escenas violentas fueron difíciles, pero lo que más me dolió fue todo lo referente a su maternidad, porque las cosas que le suceden son cosas a las que yo les tengo mucho miedo en mi fuero íntimo.
—Javier es un personaje que fuiste mostrando a través de sus acciones. ¿Qué cosas te ayudaron a darle vida y personalidad?
—Intenté hacer que Javier fuera lo más desagradable posible. Una vez que escribí algunas escenas, lo mencioné anteriormente, él fue tomando vida propia. También me interesaba esto de que no fuera un monstruo completo todo el tiempo; hay situaciones en donde muestra cierta sensibilidad o incluso ternura, y creo que eso era importante para hacerlo verosímil. Me parece que lo peor de la violencia es que, de a ratos, se puede disfrazar de ternura.
—La vida y la muerte avanzan juntas a lo largo del libro, como si una y otra fueran la misma cosa, ¿cómo trabajaste para que “La muerte” sea un personaje más en esta historia?
—Creo que, no sólo en la ficción, la vida y la muerte van siempre de la mano, ambas igual de fascinantes e indescifrables. Cuando se mueren nuestros seres queridos queremos saber todo: en qué pensaron antes, a dónde van a ir si es que van a algún lado, qué hubiera sido del resto de sus vidas si seguían vivos, todo eso. En ese sentido me parece que esta historia tenía que estar sí o sí atravesada por la muerte y todo lo que la rodea, y las obsesiones de la protagonista son las que creo cualquiera de nosotros tendría al vivir las cosas que a ella le pasan. Todo esto sumado al festejo que en Salta hacen el 2 de noviembre, Día de las Almas, a los sacrificios que realizaba el imperio Inca… todo está ultra vinculado con la muerte. Si no le daba el lugar que se merecía, estaría perdiendo una parte importantísima de la historia.



—Si algo representa perfectamente como una síntesis el espíritu de la novela, esa convergencia de la vida y la muerte, es la imagen de tapa. ¿Quién o quiénes trabajaron con vos para lograr esa fusión?
—Mi editora Francisca Mauas y el diseñador Pablo Scavino fueron los responsables. Yo había pensado en la posibilidad de que la tapa contuviera, de alguna manera, un primer plano de las espinas de los cardones, ícono del norte argentino. Francisca fue más allá y sugirió, muy acertadamente, que agregáramos una panza de embarazo. Pablo le dio forma y logró esa imagen impresionante.
—Para terminar, ¿qué palabra lograría abarcar la emoción que provocó en Martina Tolosa la escritura de esta historia?
—Excitación. Todo en esta novela significó una alegría inmensa, un trabajo que por un lado, debido al amor por el oficio, no costaba trabajo y que a la vez implicaba un laburo inmenso. Una obsesión que duró un año entero, locas ganas de retirarme de la vida para ir a meter de lleno la trompa en la historia y sus personajes, de caminar Cachí, de conocerlo todo. No siento más que gratitud y locura por esta historia, nunca me la voy a olvidar.
Entrevistas
“El teatro se convirtió en la mejor ventana del mundo, para crear, comprender, transformar los aspectos más difíciles”

Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //
Hay un regreso, una vuelta hacia atrás, pasos en el mundo de la infancia. Memorias, adentro y afuera, conectadas por una palabra insonora, encuentran el lenguaje más allá del lenguaje. Y una ventana que se abre, como si nunca hubiera estado cerrada: los ojos escuchan el sonido de las manos.
Decile que soy francesa es una obra que habla del mundo de los sordos, de aquello que los ojos son capaces de escuchar, de otros lenguajes como vías de comunicación con el mundo de afuera.
Escrita y actuada por Gabriela Bianco y codirigida por Daniel Cinelli, la obra cuenta una historia de vida surgida de las vivencias de la actriz.
En diálogo con ContArte Cultura, la autora cuenta la experiencia de narrar y actuar su propia vida.



—Comencemos esta charla poniendo la mirada en las “ventanas de nuestros cuerpos”: los órganos de los sentidos. Por distintos motivos puede ocurrir que una de esas ventanas se encuentre cerrada. Y si esto sucediera, seguramente se interrumpiría una de las vías de comunicación con el mundo de afuera. Pero el cuerpo siempre encuentra nuevas maneras de percibir ese afuera, otros lenguajes para comunicarse. A modo de presentación y a partir de tus propias vivencias, ¿cómo se logra atravesar las “ventanas cerradas”?
—En verdad no hubo ventanas cerradas para mí. Probablemente esas ventanas del oír que mis padres no abrieron nunca se transformaron en doble mundo para mí, porque en casa los ventanales estaban en los ojos: oír por todos y ver para hablar y crear imágenes a partir del movimiento. Me gusta trabajar con el concepto de ideograma físico cuando pienso en la poética de la lengua de señas, esa lengua herencia que ha nutrido mi vida y mi trabajo en la escena.
—Justamente a partir de esas experiencias, de lo que viviste, fuiste haciendo distintos recorridos con el lenguaje, ¿de qué manera surge tu vínculo con el teatro?
—Ya a los 16 años me acerqué a un taller que había en el Centro Cultural San Martín. Luego a otro y a otro. Creo que se trababa más bien de encontrar un canal para transformar mi propia realidad. El teatro como rito, como tiempo fuera del tiempo, un cierto espíritu religioso que me acompaña desde toda la vida me instaló ahí, para siempre. Si bien no fue lo único que hice, el teatro se convirtió en la mejor ventana del mundo, siguiendo tu metáfora, para comprender, crear, transformar los aspectos más difíciles, tanto personales como colectivos.
—¿Qué aportes de la antropología teatral te ayudan a construir las escenas de tus obras?
—La antropología teatral me ayudó a confiar en que la lengua de señas contiene potencialmente un lenguaje artístico singular, una forma no cotidiana que se acerca a la energía de la acción escénica. La aplicación de sus principios, el contacto a través de mi participación en la ISTA (Internacional School of Theatrical Antropologhy) en el año 2000 con formas de teatro codificadas tanto de Oriente como de Occidente, terminaron de dar impulso y forma a la experimentación teatral. Ya en 1999 realicé un espectáculo sobre Isadora Duncan totalmente codificado, y en un lenguaje cercano al teatro danza.
—Hablemos de “Decile que soy francesa”, una obra que codirigís con el actor y productor Daniel Cinelli, ¿cómo y cuándo surge el germen de este proyecto?
—Hace años que le doy vuelta a la posibilidad de realizar un espectáculo inspirado en las vivencias de las y los hijos de personas sordas. Estuve un buen tiempo para concretar un primer texto. No me cerraba, un poco por descreer que pudiera ser una historia interesante para el público en general y otro poco por pudor. Trabajar elementos biográficos en un giro de ficción no es sencillo (aunque ahora se haya puesto un poco de moda todo esto de las biopic, el biodrama, el teatro documental). Quería construir una historia inspirada en experiencias personales que prescindiera de mí. Es decir, sí trabajar sobre mi propio mito para construir una ficción. La asistencia a un taller de dramaturgia ayudó mucho. Marco Antonio de la Parra, en el contexto del CELCIT, me dio confianza en que la historia y el texto valían la pena. Me dio el “toque Zen” de comprensión en el sentido profundo de esta creación. Y también supe que tenía que ponerle el cuerpo a ese personaje, así que pedí a Daniel, con quién nos conocemos hace más de 30 años, una codirección y busqué armar un grupo de trabajo que conoce bastante bien de qué va toda historia de ser CODA (por sus siglas en inglés, Child of deaf parents). Finalmente, ocurre que la historia desborda lo anecdótico para volverse una reflexión práctica sobre infancias singulares, arrojadas precozmente a la vida adulta. Todo con mucho humor y las dos lenguas que me albergan.
—Y ya instalados en el universo de esa historia, si pudieras elegir un rincón o algún objeto de la escenografía que represente el espíritu de la obra, contanos cuál sería y por qué.
—Gastón Joubert creó un espacio hermoso para esta obra. Cada uno de los objetos, casi todas miniaturas, hacen parte. Pero si tuviera que elegir un rincón, sin dudas es el centro desde donde la presencia de un tocadiscos mueve el recuerdo y hace girar el tiempo de esta historia.
—Vayamos a las protagonistas: Ella niña y adulta. ¿Cómo trabajaron para lograr entrelazar esos dos personajes en los que hay una fusión de lenguajes?
—El texto está escrito en una sola voz. En el trabajo de ensayos fuimos viendo que esa voz, el lenguaje del texto, tenía dos presencias claras: la de aquella niña que transita sus vivencias sin ningún juicio de valor y la de la adulta que recuerda y se detiene en algunas circunstancias de su sentir ahora, muchos años después. Finalmente, queríamos que la obra tuviera una versión que fuera accesible también a las personas sordas, en mi “lengua herencia”, la lengua de señas, así que primero pensamos en eso, en tener el unipersonal y la versión accesible con la incorporación de Daniela Fortunato Lynch como actriz señante. Entonces, en esta nueva dramaturgia que llamo de Escena Visual Accesible, surgió una nueva puesta en escena. Nos pareció que esa era realmente la naturaleza escénica que pide este texto. Nos dimos cuenta de que esta historia en el cuerpo de dos actrices potencia la escena, crea una poética singular que contempla la accesibilidad en sí misma.
—¿Qué es lo que más te gustaría destacar del vestuario de tus protagonistas?
—El vestuario destaca la diferencia entre la adulta y la niña y a la vez sitúa a la adulta en el espacio del recuerdo; cierta atemporalidad la sitúa en el lenguaje específicamente de la ficción teatral.
—¿De qué manera colaboran la música y la iluminación en el desarrollo dramático de la historia?
—El diseño sonoro está al servicio de las distintas anécdotas. Hay una voz en off que marca cierta presencia de aspectos de “lo auditivo”, a cargo de Patricio Barton, y una canción central que compuso Ale Dolina (h). El diseño de luces, a cargo de Verónica Alcoba, viaja entre presente y pasado y sitúa cada escena en un tono emocional distinto, tanto en los momentos de mayor humor como en las instancias más dramáticas del relato.
—¿Cuándo y dónde se podrá disfrutar de “Decile que soy francesa”?
—A partir del 2 de junio, los viernes a las 20 en la sala Galpón de Area 623, de Pasco 623 de CABA.
—Para terminar, ¿podrías elegir una palabra que sintetice la emoción predominante en el escenario?
—Ternura, humor, amor…no me alcanza una sola.
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Helado Infinito: “Nuestros discos están atravesados por un amor a la existencia, a la libertad, a la amistad, a las canciones”

Por Andrea Viveca Sanz (@andreaviveca) /
Edición: Walter Omar Buffarini //
Hay una repetición, un desplazamiento vertical, voces que giran, itinerantes, viajan. De aquí para allá, rutas compartidas, un mundo que siempre está empezando, que busca el principio en un punto imaginario, donde confluyen las palabras. En el territorio de una canción, algo crece.
Helado Infinito es un dúo de trip pop compuesto por Loreta Neira Ocampo (Chile) y Victor Borgert, nacido en la ciudad de La Plata. El proyecto se destaca por su carácter itinerante, de viajes, de encuentros y desencuentros sobre la tierra propicia, fértil, donde siembran las semillas de sus canciones.
Desde Chile, los músicos charlaron con Contarte Cultura y hablaron de su historia como dúo y el movimiento que los llevó a dar vida a su último disco “Cancún Tokyo”.



—Hay en el nombre que los reúne como dúo algo que tiene que ver con la repetición, con probar una y otra vez aquello que nos gusta o nos apasiona, la imagen del infinito junto a la del helado podría ser el punto de partida de esta charla, ¿podrían elegir al menos tres cosas que los definan y que tengan que ver con la repetición de gestos cotidianos?
—Víctor: Diría que la búsqueda del disfrute constante es gran parte de nuestra filosofía de vida. Buscamos disfrutar de todos los procesos de la vida: del trabajo, de los cambios, de proyectar y soñar, de los comienzos y las despedidas, de todas las cosas que suceden en el cotidiano. Tres actos cotidianos que reflejan eso pueden ser cocinar, charlar o pasear sin rumbo. Creo que lo que nos define es que intentamos hacer cualquier cosa con todo el cariño y dedicación posible.
—Y porque queremos saber más, vayamos al principio, ¿cómo y por qué eligieron ese nombre para este dúo? ¿Cuáles fueron sus comienzos?
—Loreta: Víctor es de La Plata, y ahí, a la vuelta de su casa, hay una heladería que se llama Kukú y que nos encanta. Un día estábamos tomando helado, sintiendo esa alegría, esa contención que da el helado, y dijimos “si algún día tenemos una banda, pongámosle Helado Infinito”. Y así fue. Empezamos a grabar canciones en marzo del 2016, ahí en esa casa en La Plata, y no paramos más. Como solemos movernos mucho, siempre grabamos en distintos lugares, distintos contextos, y eso genera algo bien diferente en cada canción. Ninguna tiene un sonido muy igual al otro, y en términos de géneros musicales también podemos decir que tenemos un repertorio bien ecléctico, impulsado siempre por la libertad de cada momento.
—¿De qué manera trabajan habitualmente para dar vida a sus temas?



—Loreta: En general yo compongo la letra y la música de las canciones, y lo hago con el cuatro venezolano o con la guitarra. Después -o durante el proceso- se las muestro a Víctor y empezamos a trabajar juntos la producción, los arreglos, todo eso. Él se maneja muy bien con todo lo digital, y además tiene muchas y hermosas ideas musicales, así que las canciones suelen crecer mucho. Para este nuevo disco también trabajamos con Alexander Mamaev, un gran amigo que conocimos en Eslovaquia en 2017 y con el que hemos compartido mucha vida desde entonces. Con él nos encerramos unos días en una casa en medio del campo en Eslovaquia y grabamos gran parte de Cancún Tokyo. Fue una experiencia muy especial.
—Precisamente por estos días están presentando “Cancún Tokyo”, un disco atravesado por los desplazamientos, la música viajera, ¿en qué punto del mapa se gestó la idea de este viaje musical?
—Víctor: La idea de este disco se gestó cuando vivíamos en el caribe mexicano, en 2019, y un sello japonés nos contactó para distribuir nuestros discos y editó también nuestra canción Encontrar en vinilo. Eso disparó en nosotros la idea de que quizás había interés por nosotros en Japón, y empezamos a buscar constantemente precios de pasajes con la ruta Cancún-Tokyo. Finalmente ese viaje no se concretó, pero en el medio vivimos varios años de aventuras en Europa, girando por muchísimas ciudades y países (República Checa, Hungría, Ucrania, Kosovo, Lithuania, Bosnia, por mecionar algunos). Los puntos claves fueron definitivamente Cozumel y Puerto Morelos en México, y Bratislava en Eslovaquia, viviendo y tocando con Sasha (Alexander Mamaev).
—¿Cuáles fueron las rutas que siguieron para ir produciendo los distintos temas y dónde y cómo fue la grabación final?
—Loreta: Las canciones salen de manera muy natural, en cualquier lugar, en cualquier momento. Básicamente cuando ellas quieren, ¿no? Lo siento así. A veces cuando yo quiero, a veces cuando ellas quieren. Este disco tiene canciones compuestas entre el 2019 y el 2022. Hay una canción, Todxs juntxs en la plaza, que fue compuesta en octubre de 2019, cuando desde Bratislava (Eslovaquia) éramos espectadores del estallido social chileno. Hay otra, ¿Cuándo tiene sentido?, que salió en abril de 2020, en plena pandemia. Ambas tienen el sello, la emoción de esos particulares momentos. Las escucho y vuelvo a eso. Lo que quiero decir con esto es que no hay ruta a seguir para componer, por lo menos no en este caso, no en nuestro caso. O que la ruta es más bien la vida misma. La grabación es otra cosa, eso ya es más cerebral y más planeado. Las grabaciones las hicimos, la mayoría, entre enero de 2021 y agosto de 2022. Hay elementos grabados en nuestro departamento en Santiago de Chile, otros en Bratislava y otros en esta casa en el campo que mencioné antes, en Hradište (Eslovaquia). Todas las instancias son siempre muy distendidas, porque siempre grabamos con nuestros propios medios. Nunca hemos ido a un estudio a grabar, porque nos sentimos más cómodos, más libres, haciéndolo nosotros mismos. De paso aprendemos mucho.
—¿Qué instrumentos fueron parte de esa convergencia de voces y música en las diferentes canciones? ¿Hay alguno que quisieran destacar?



—Víctor: En el disco tocamos todo lo que pudimos y participaron varios amigos. Lore tocó el clarinete, la flauta traversa, teclados, órgano, guitarra, cuatro venezolano y también todas las voces. Yo grabé trompetas, guitarras, sintetizadores y algunas percusiones. Fue fundamental la participación de Sasha Mamaev, que grabó muchos teclados, órgano, voces, percusiones, guitarras y saxofones, pero su aporte con el bajo eléctrico le dio al disco una profundidad armónica y rítmica muy bonita. También la participación de Juan Martínez en percusiones le dio al disco la energía del mundo afro que buscábamos. Michal Bacigal y Ozancan Şimşek, grandes amigos de Bratislava, aportaron con la batería y saz (instrumento tradicional turco) respectivamente, abriendo el disco a un sonido más global y libre con el que jugábamos mucho en las sesiones de improvisación que teníamos con ellos los sábados por la noche en Bratislava.
—¿Quiénes colaboraron en la producción y en el proceso creativo del disco?
—Víctor: La producción la llevamos entre Loreta, Sasha y yo. Siento que cada uno aportó una perspectiva muy diferente y eso ayudó a que el proceso se mantuviera fresco y en movimiento constante. Loreta logra mantener siempre una escucha muy fresca, muy enfocada en el mensaje y en cómo se siente la canción. Esto hace que no se pierda el norte en ningún momento. Sasha le aportó mucho juego al proceso, trajo muchas influencias y sonidos que jamás se nos habrían ocurrido. El proceso creativo fue muy lindo, como una gran pijamada llena de instrumentos.
—Si pudieran elegir una palabra que sea la síntesis de todos sus trabajos como dúo, ¿Cuál elegirían y por qué?
—Loreta: Creo que diría “amor”. Siento que el proyecto nació impulsado por el amor y se ha ido desarrollando desde y por eso también. Nunca incluimos gente en nuestros discos porque sí, sino que siempre son amigos, amigas, y hay un amor ahí que queremos hacer crecer, estimular, y qué mejor que hacerlo a través de la colaboración, de jugar, de crear. Nuestros tres discos están atravesados por ese sentimiento, y hablo desde un lugar alejado de lo romántico. Hablo de un amor a la existencia, a la libertad, a la amistad, a las canciones.
—¿Quién realizó el arte de tapa de “Cancún Tokyo” y de qué manera trabajaron para lograr esa imagen que representa el espíritu del disco?
—Víctor: La tapa del disco es obra de Ignacio Pello, un gran amigo que nos conoce muy bien y ha sido parte de Helado Infinito desde el principio. Le mostramos el disco, le contamos nuestra idea e inspiración y nos envió todo un mundo de imágenes muy hermosas que nos enamoraron desde el primer momento.
—Para terminar, ¿cuáles son los próximos movimientos musicales de “Helado Infinito
—Loreta: Estamos felices porque nos adjudicamos un fondo del Ministerio de las Artes, Cultura y el Patrimonio, acá en Chile, para ir a presentar el disco en Argentina. Estaremos el 4 de junio en Adrogué, el 8 en La Plata y el 10 del mismo mes en CABA. Los conciertos van a ser con amigas y amigos, y estamos muy emocionados por eso. Toda la información la pueden encontrar en nuestras redes sociales. En Instagram somos @heladoinfinitopop y en Facebook Helado Infinito.