Literatura
Un encuentro para reflexionar y fortalecer el sector editorial en la Feria del Libro Infantil y Juvenil
¿Cómo acercar las librerías a los lectores? ¿De qué modo se vinculan los promotores de las editoriales con los referentes docentes? ¿Cómo optimizar la planificación editorial? ¿Cómo se determina el costo de cada libro? ¿Cuáles son los beneficios de imprimir en la Argentina? ¿Cómo es el oficio del editor en estos tiempos complejos? Estos son solo algunos interrogantes sobre los que se conversó y se pensó en la nueva edición de Jornadas Profesionales realizada en el marco de la 32° Feria del Libro Infantil y Juvenil.
Con inscripción sin cargo, las Jornadas se llevaron a cabo en el Salón de Honor en el segundo piso del centro cultural ubicado n el edificio del ex Correo Central.
¿Cómo acercar las librerías a los lectores?, en esta pregunta se centró la primera mesa moderada por Cecilia Repetti de Bambalí, la editorial mendocina de literatura infantil y juvenil.
“El desafío del mediador en tiempos de enjambre digital”, así bautizó su presentación Marcela Busconi, asesora comercial de Norma. Acompañada con ilustraciones de Poly Bernatene, Busconi expuso sobre la promoción en la industria editorial.
“Hay dos pilares fundamentales del acto promocional: la escucha y el conocimiento. Conocer mis productos, conocer sobre pedagogía y conocer la escuela. El libro va a una comunidad y entonces tengo que aprender a construir comunidad lectora”, planteó la asesora.
Por su parte, Fernanda Argüello compartió su experiencia con su editorial de literatura infantil inclusiva llamada Bianca Ediciones y con su librería virtual Té para tres. “El libro en papel en las infancias, particularmente, es irreemplazable”, afirmó la editora.
“¿Cómo llevar las prácticas en la librería? Siempre con amor, con imaginación, corriendo límites…”, aconsejó María Eugenia Pons, propietaria de la librería Ponsatti libros, ubicada en la ciudad de Funes en la provincia de Santa Fe. “Cuando editen libros para chicos piensan en el niño que llevan dentro, eso lleva a acercar la literatura a los niños”, afirmó la librera.
“Un pueblo que lee, como un pueblo que canta, siempre tendrá futuro”, concluyó, parafraseando la canción “Sube, sube, sube” interpretada por Mercedes Sosa y escrita por Víctor Heredia.
¿Cómo optimizar la planificación editorial, dónde y cuáles son los desafíos a la hora de imprimir? Este fue el tema de la segunda mesa, moderada por Florencia Tomac de Sigmar. “Quiero destacar la importancia de estas jornadas, este espacio de conversación tiene un papel muy importante”, dijo Gustavo Canevaro, quien cuenta con más de 40 años de experiencia en el mundo editorial. Actualmente vicepresidente de la Editorial Albatros, Canevaro compartió toda su experiencia y brindó consejos sobre cómo optimizar la planificación editorial.
Sobre las diferencias entre imprimir libros en Argentina e imprimir en China se enfocó la presentación de Stella Maris Rozas, de Grupo Claridad. “La impresión local es la más fácil y la más usada”, aseguró Rozas, quien compartió su conocimiento y un detallado paso a paso de todas las consideraciones que uno debe tener antes de contratar una obra y antes de elegir el lugar para la impresión.
Por último, fue el turno de Vanesa Gómez, despachante de Aduana de GM Cargo. Así, brindó una clase detallada sobre los pasos más importantes a seguir para que una importación sea exitosa.
Como cierre de la mañana, las Jornadas tuvieron el lujo de contar con la presencia de dos editoriales multipremiadas como Pequeño Editor y Limonero. Galardonadas con el premio BOP, de la Feria del libro de Bolonia, entre otras distinciones, Raquel Franco y Lulú Kirschenbaum contaron sobre su oficio en estos tiempos complejos. “Limonero es una editorial de libro ilustrado que se autosostiene económicamente y publicamos lo que nos gusta: literatura que no sirve para nada más que para conectar con el placer de la lectura”, dijo Kirschenbaum, fundadora, junto con Manuel Rud, de Limonero. “Nos abruma lo lindo de todo lo que vemos y es muy difícil distinguir en esa belleza un buen producto editorial”, dijo por su parte Raquel Franco de Pequeño Editor.
Ante la pregunta de la moderadora Gabriela Pérez sobre cómo encaran el contexto actual, Franco respondió: “¡Con insomnio!”, y despertó las risas del público. Más allá de esta descripción, la editora compartió algunos de sus aprendizajes: “Nos llevó muchos años aprender la importancia de los análisis financieros. No hay proyecto que se pueda sostener sin esto”.
“Cada libro tiene que tener su estrategia comercial pensada”, enfatizó la editora, quien también destacó la importancia de la capacitación y la comunicación.
Durante la tarde, organizada por la Dirección General de Desarrollo Cultural y Creativo del Ministerio de Cultura GCBA, hubo una mesa redonda titulada “Más allá del libro. Formatos alternativos para la literatura infantil y juvenil”. Allí, Florencia Carrizo, coordinadora General del área Infantil y Juvenil en Catapulta, compartió la experiencia de la editorial vinculándose y trabajando con otros medios como el cine y el streaming y mencionó ejemplos de co-branding.
Alejandra Tricoli, coordinadora de licencias, señaló las alianzas de la industria editorial con otros sectores. “Soy plena defensora de la industria del libro y creo que no se va a terminar nunca. Pero hoy por hoy el libro, además de ser una obra independiente, es un producto en sí mismo y forma parte del merchandising y no es menor esto porque representa un ingreso importante”.
Sabrina Denice, responsable Editorial en Smilehood, contó el recorrido del proyecto “Plim Plim”, donde a partir de una serie audiovisual infantil surgieron obras de teatro, juguetes y, también, libros.
Mónica Herrero, consultora editorial con Magíster en propiedad intelectual, se enfocó en los derechos, el armado del contrato y los diferentes formatos en los que se puede presentar un libro. “En la industria editorial tenemos una gran capacidad y flexibilidad para aprender y perder el miedo a otras industrias”, afirmó Herrero.
En el cierre se realizó una Jornada de vinculación federal del Mercado de Industrias Culturales Argentinas (MICA), un programa que busca potenciar la producción, visibilizar y fortalecer las industrias culturales, generar empleos de calidad y promover la comercialización en Argentina y en el mundo.
(Fuente: Presa Fundación El Libro)
Textos para escuchar
Borges y yo – Jorge Luis Borges
Jorge Luis Borges recita “Borges y yo“, su minicuento.
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, las etimologías, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mi podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar.
Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
Historias Reflejadas
“Tiempo de cosecha”
Tiempo de cosecha
El tiempo se había detenido en una de sus innumerables vueltas. En aquella selva de pasiones y olvidos, la naturaleza contaba en ciclos las historias de cada especie. Unos a otros se acompañaban en una melodía perfecta en la que las noches se adherían a los días y las estaciones se hermanaban armoniosas una y otra vez, anunciando la vida y convocando a la muerte.
La niña sabía que tan solo una cortina apenas visible los separaba del mundo de los que habían partido. Es que en realidad para ella nunca lo habían hecho, porque sus ojos sabios aún los reconocían a través de la densa niebla que se empeñaba en separar lo evidente. El armonioso decir de cada uno de los seres que habitaban aquel espacio sin horas, resguardado de malicias, le llegaba justo para comunicar lo importante y para advertir acerca de los peligros. Y era la misma muerte la que ahora hablaba a través de ese árbol de ramas retorcidas y raíces firmes la que enredaba a todos con sus palabras vivas.
La niña pudo verla y escucharla. La mujer que habitaba más allá de las ramas, y que por momentos se desvanecía entre las raíces, tenía un claro mensaje para darles. Les tocaba a ellos resguardar cada uno de los tesoros que los rodeaban. Hubo un tiempo en el que la imprudencia y la codicia de los hombres devastaron esas tierras. También existió otro en el que las semillas volvieron a germinar y se abrieron paso atravesando la tristeza de cada partícula de tierra intentando un futuro. Hoy eran árboles capaces de recrear la vida y esos seres, recortados en un tiempo nuevo, estaban allí para protegerlos. La mujer que habitaba detrás de la vida se sumó al destino, alargó sus manos nudosas, afirmó sus pies enraizados con su árbol y dispersó sobre ellos nuevos brotes que multiplicarían la esencia de aquel pueblo detenido en alguna de las vueltas del tiempo, en la eternidad.
Andrea Viveca Sanz
Se reflejaron en este cuento “La mujer habitada” de Gioconda Belli, “Donde el corazón te lleve” de Susanna Tamaro, “Los días de la sombra” de Liliana Bodoc, “La ciudad de las Bestias” de Isabel Allende.
Textos para escuchar
Casa tomada – Julio Cortazar
Julio Cartazar lee su cuento Casa tomada
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
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