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Literatura

“Putamadre”, la primera novela de Carolina Fernández contada por su autora

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“¿Qué haría una buena madre?”, se pregunta Carolina Fernández con las manos en el volante y los ojos fijos en la ruta. Esa ruta que le permitió huir de esa “jaula oxidada” que era su pueblo, Carmen de Patagones, ahora, a los 26 años, la ve volver con su hijo pequeño, Lucio, buscando ofrecerle una vida mejor. O eso creía.

A veces, la ruta desemboca en la tragedia menos esperada. Y las jaulas siempre pueden ser peores.

Carolina era conocida como “la atorranta que volvió al pueblo”. ¿Qué sucedió con su hijo? Lejos de las ilusiones que masticaba en la ruta, Lucio fue marginado y comenzó a consumir cocaína a los 14 años y más adelante, crack. “¿Esto es normal? ¿La culpa la tengo yo?”, se preguntaba Carolina, mientras el número de la Policía se convertía en el más frecuente en su teléfono debido a las veces que su hijo se lastimaba, rompía objetos en casa o escapaba. Luego vinieron una internación y un allanamiento, que transformaron esa “jaula oxidada” en otra real: una condena a prisión de 4 años y 8 meses para su hijo.

Así, Carolina, con su hija más pequeña, decide subirse al auto una vez más. Con las manos firmes en el volante, toma la ruta para huir de un infierno que antes era su hogar. “No quiero ser más tu madre”, le había dicho muchas veces a su hijo. Y ahora, una vez más, emprende el camino.

Esto es lo que narra Fernández en su primera novela de autoficción, “Putamadre” (Sudestada), que parte de su experiencia personal para construir una maternidad compleja y desesperada en una sociedad que impone ideales de perfección, en un sistema que falla en integrar a quienes padecen problemáticas como las de su hijo.

En diálogo con la agencia Noticias Argentinas, Carolina Fernández conversa desde su auto, en viaje a su casa, sobre su debut literario en el que exorciza los dolores, las “mochilas” que pesan. ¿Cuáles? El de no responder al mandato de ser una buena madre, de querer dejar de ser madre para cumplir sus sueños actorales, el no querer ocuparse, no saber qué hacer con ese hijo que la llama “puta”, como todo el pueblo.

Carolina Fernández es actriz, productora y conductora en Radio Splendid, y vive en Buenos Aires con su hija. Estudió Cine en la ENERC, fue recepcionista de Ski Ranch, un famoso local de los años 90 y trabajó con Adolfo Castelo en un programa televisivo. Tras algunos años en México, volvió y creó su propio medio de comunicación en Carmen de Patagones, comenzó a militar en Actrices Argentinas y Periodistas Argentinas. “Hice todo mal con amor”, dice y recuerda que muchas veces quiso dejar de ser madre, matarlo, morir. “No quiero ser más tu mamá, ¿puedo dejar de serlo?”.

Escrita a dos voces y dividida en tres partes, la novela tiene una pluma visceral y poética, que sorprende. Según cuenta a Noticias Argentinas, la novela empezó con una escritura esporádica, pero sin los planes de convertirse en un libro, hasta que “le bajó” y no salió de la habitación por varios días.

Fernández define a “Putamadre” como “una interpelación a las maternidades, un tiro derecho a su romantización. También es una posibilidad de salvarse aún habiendo sido una madre muy distinta a la que soñamos”. Y agrega: “Es un abrazo a las maternidades rotas y también es un abrazo muy importante a los hijos”.

El libro, dice Fernández, llega “tarde para los tajos que una sociedad machista y prejuiciosa le habían hecho a ese hijo, al linchamiento simbólico. Ese hijo se rompe porque fue la primera línea de fuego, fue la trinchera defendiendo a su madre desde muy chiquito. Yo fui testigo del derrumbe”.

Carolina cuenta que le leyó la novela a su hijo por videollamada, que se tomaron algunas partes con humor, como si la ruta hubiese pavimentado el dolor. “Tiene unos ojos tan lindos”, lo describe. Ahora, Fernández trabaja para convertir “Putamadre” en una película.

La novela “Putamadre” tiene muchas frases que calan profundo y problematizan la maternidad. Pero hay una que es muy fuerte: “No quiero ser más tu madre”. ¿Qué sucede hoy con las madres que se corren de la línea de la maternidad políticamente aceptada?

—Estamos empezando, de a poquito, a animarnos a decir que no somos perfectas y a no justificar un montón de cosas. Recuerdo que mentía a mi mamá para ir a verme con un tipo  porque sentía que si una madre tiene una vida sexual activa, no es buena madre. Una mujer deseante y una madre no era compatible. Cuando me separé del padre de mi hijo yo era muy joven y él tenía un año. Era re pendeja, con muchas ganas de vivir, de coger, de bailar, de generar, de divertirme, de ser yo.

Recién mencionabas a tu mamá, que coincide con una cuestión importante en el libro: la mirada de los otros respecto a la maternidad

—En la novela está esa madre que mira, pero esa mirada es la mirada de todos y es la mirada de una misma diciendo “la estoy cagando”. Entonces, está siempre el pensamiento hasta dónde la vida de una madre impacta directamente en el derrotero de desgracias en un hijo. Nos falta mucho todavía para aceptarnos como somos y también de corrernos de juzgar a la otra. Tenemos los mandatos y la mirada de los otros internalizados. Y vivimos en un sistema que, en vez de indagar acerca de lo que le pasaba a ese pibe para cuidarlo y brindarle herramientas, miró a la madre, que no se adaptaba al modelo de buena madre

¿Cómo definirías la maternidad en la novela?

—La maternidad en esta novela es la locura, lo desquiciante, la incertidumbre y el miedo. Es la vida y es la muerte. La maternidad es la es intensidad, mucha intensidad. Se trata del vínculo de esta madre con este hijo, donde siempre se camina por el borde del erotismo y de lo erotizante, ese amor que al pibe se le confunde todo el tiempo. Es un tema que abro en la novela. Creo que todo lo que se tapa se pudre, Todo lo que queda abajo de la alfombra se pudre.

En el libro está la idea de la protagonista de que es mala madre. Luego, habría prácticas y hábitos que definen a una buena madre ¿Por qué pensar esta contraposición a través de la novela?

—Si nosotros hacemos un circulito, y adentro del circulito ponemos todo lo que significa ser una buena madre, y afuera ponemos todo lo que para el mundo significa ser mala madre, yo tengo más palabritas afuera que adentro. Nos criaron y nos enseñaron a romantizar la maternidad, a tener que concentrarnos únicamente en ser buenas madres porque nos quieren concentradas en parir, cuidar y no generar todo lo que nos gusta. Nos prefieren tristes y  grises, ocupadísimas, cansadas. No les servimos rotas y rebeldes y transgresoras y valientes, les servimos agotadas.

—¿Qué rol ocupa la literatura y el arte para repensar estos mandatos?

—Es un rol primordial para mí. Es imprescindible ponernos a pensar en la cultura. De la única manera que nos animamos a entrarle a los temas que nos generan tanta contradicción, dolor y que nos interpelan todo el tiempo, es a través de la ficción, de la autoficción, en mi caso. O una serie que estamos mirando y algo nos resuena, te quedás pensando y las charlas con la familia, amigos, hijos es en relación con algo que vimos o leímos, son los primeros pasos de una huella que solo lo hace posible el arte. Si nosotros no nos conmovemos, nos damos la posibilidad de repensarnos.

¿Tenés miedo de que te cancelen por el personaje de la madre que construís en Putamadre?

—No, no tengo miedo que me cancelen para nada. Yo creo que es abrir a una temática que en Argentina no está tan desarrollada:  la posibilidad de desfamiliarización de los vínculos. No quiero el peso de una maternidad rota. La novela trata de mostrar que hay algo en la institución de la familia que no va, que no está bien. Nos hicieron creer en el ideal y por querer llegar ahí nos casamos con gente de mierda. Construimos una familia pensando que deseamos eso y dejamos de trabajar para cuidar y a la al año estamos tan ahogados que necesitamos hacer cosas y conectar con el deseo. El amor pasa por otros lados.

—¿Cómo se narran los consumos problemáticos?

—Tengo una mirada muy desprejuiciada con respecto al sexo y a los consumos que después se problematizan. Mi mirada es tan, tan liviana con eso que lo escribí desde ahí, desde no juzgar. Narrar el consumo y esa ponencia, el dolor y el ser testigo del derrumbe de lo que más amas, que es tu hijo, duele. Pero es muy necesario también ponerlo en palabras, aunque las palabras le bajen el precio a ese dolor tan fuerte. En Putamadre no se juzga nada. Esa madre hace lo que quiere,  lo que puede, lo que desea. Y a ese pibe lo atrapa la droga y un espiral desde muy chiquitito. ¿Por qué? Porque hay una persona de mierda que le regala una bolsa de merca a los 14 años. Entonces, el problema sigue siendo la humanidad.

La amistad y las redes con otras mujeres en esta novela tiene un rol muy importante: la amiga y la hija más chica. Entonces, ¿son las mujeres las que salvan en la novela y en la vida real?

—Totalmente.

Hay una palabra que aparece con frecuencia en Putamadre, que es la palabra jaula. ¿De qué es esa metáfora?

—La jaula es encierro, la jaula es ahogo la jaula. La jaula es el borde, es el límite. Soy una persona que tiene los bordes muy borrados. El padrino de mi hijo, que es de mi pueblo, un día me dijo que cuando está  llegando siente que se está  metiendo en una jaula, y yo tengo la misma sensación.

(Fuente: Agencia Noticias Argentinas)

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Textos para escuchar

Borges y yo – Jorge Luis Borges

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Jorge Luis Borges recita “Borges y yo“, su minicuento.

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, las etimologías, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mi podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar.

Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.

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Historias Reflejadas

“Tiempo de cosecha”

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Tiempo de cosecha

El tiempo se había detenido en una de sus innumerables vueltas. En aquella selva de pasiones y olvidos, la naturaleza contaba en ciclos las historias de cada especie. Unos a otros se acompañaban en una melodía perfecta en la que las noches se adherían a los días y las estaciones se hermanaban armoniosas una y otra vez, anunciando la vida y convocando a la muerte.

La niña sabía que tan solo una cortina apenas visible los separaba del mundo de los que habían partido. Es que en realidad para ella nunca lo habían hecho, porque sus ojos sabios aún los reconocían a través de la densa niebla que se empeñaba en separar lo evidente. El armonioso decir de cada uno de los seres que habitaban aquel espacio sin horas, resguardado de malicias, le llegaba justo para comunicar lo importante y para advertir acerca de los peligros. Y era la misma muerte la que ahora hablaba a través de ese árbol de ramas retorcidas y raíces firmes la que enredaba a todos con sus palabras vivas.

La niña pudo verla y escucharla. La mujer que habitaba más allá de las ramas, y que por momentos se desvanecía entre las raíces, tenía un claro mensaje para darles. Les tocaba a ellos resguardar cada uno de los tesoros que los rodeaban. Hubo un tiempo en el que la imprudencia y la codicia de los hombres devastaron esas tierras. También existió otro en el que las semillas volvieron a germinar y se abrieron paso atravesando la tristeza de cada partícula de tierra intentando un futuro. Hoy eran árboles capaces de recrear la vida y esos seres, recortados en un tiempo nuevo, estaban allí para protegerlos. La mujer que habitaba detrás de la vida se sumó al destino, alargó sus manos nudosas, afirmó sus pies enraizados con su árbol y dispersó sobre ellos nuevos brotes que multiplicarían la esencia de aquel pueblo detenido en alguna de las vueltas del tiempo, en la eternidad.

Andrea Viveca Sanz

Se reflejaron en este cuento “La mujer habitada” de Gioconda Belli, “Donde el corazón te lleve” de Susanna Tamaro, “Los días de la sombra” de Liliana Bodoc, “La ciudad de las Bestias” de Isabel Allende.

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Textos para escuchar

Casa tomada – Julio Cortazar

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Julio Cartazar lee su cuento Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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