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Literatura

Los 100 mejores libros del siglo XXI según The New York Times

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El periódico The New York Times reunió a 503 novelistas, escritores de no ficción, poetas, críticos y amantes de los libros, quienes votaron para presentar una lista con los 100 mejores y más influyentes títulos literarios de estos 25 años del siglo actual. Entre los diez primeros solo aparece un autor latinoamericano.

Fortuna, de Hernán Díaz, en el puesto 50, es el único libro de un autor argentino en el ranking.

Por medio de una encuesta que se le envió a los seleccionados para hacer parte de proyecto de “The New York Times Book Review”, se escogieron los mejores libros publicados desde el 1° de enero de 2000 hasta la fecha.

Si bien los votos fueron anónimos, el medio se comunicó con algunas de las personas para preguntarles si revelarían sus elecciones, lo cual aceptaron. Entre ellos se destacan Stephen King, James Patterson, Sarah Jessica Parker, Karl Ove Knausgaard, Elin Hilderbrand, Thomas Chatterton Williams, Sarah MacLean, Min Jin Lee, Jonathan Lethem y Jenna Bush Hager, entre otros.

“Esperamos que descubras un libro que siempre hayas querido leer o que te encuentres con un libro que te encantaría leer de nuevo. Por encima de todo, esperamos que te sientas tan inspirado y deslumbrado como nosotros por la variedad de temas, voces, opiniones, experiencias e imaginación representados aquí”, señalan desde The New York Times al momento de presentar su lista.

Estos son los diez mejores libros según la encuesta:

  1. Gilead (2004), Marilynne Robinson
    Sinopsis: Gilead es un pequeño pueblo de Iowa, un puñado de casas dispuestas a lo largo de unas pocas calles, tiendas, un elevador de grano, una torre del agua y la vieja estación del tren. Las generaciones se suceden en una vida en apariencia apacible que se organiza alrededor de las comunidades religiosas. Mediante una extensa carta que el reverendo John Ames escribe a su hijo de siete años para que éste la lea una vez él haya muerto.

“Si este libro es una celebración de la tranquila decencia de la vida en un pueblo pequeño (y del protestantismo tradicional) en la década de 1950, es igualmente una crítica implacable de cómo el fervor moral y la visión religiosa del movimiento abolicionista cuajó, un siglo después, en complacencia”, resaltó la publicación.

  1. Nunca me dejes ir (2005), Kazuo Ishiguro
    Sinopsis: A primera vista, los jóvenes que estudian en el internado de Hailsham son como cualquier otro grupo de adolescentes. Practican deportes, o tienen clases de arte donde sus profesoras se dedican a estimular su creatividad. Es un mundo hermético, donde los pupilos no tienen otro contacto con el mundo exterior que Madame, como llaman a la mujer que viene a llevarse las obras más interesantes de los adolescentes, quizá para una galería de arte, o un museo. Kathy, Ruth y Tommy fueron pupilos en Hailsham y también fueron un triángulo amoroso. Y ahora, Kathy K. se permite recordar cómo ella y sus amigos, sus amantes, descubrieron poco a poco la verdad.

“¿Ishiguro está comentando sobre biotecnología, ciencia reproductiva, la disonancia cognitiva necesaria para la vida en el capitalismo tardío? Nunca sería tan didáctico como para decírtelo. Lo que yace en el corazón de este hermoso libro no es la sátira social, sino la compasión profunda”, reseñó el periódico.

  1. Austerlitz (2001), WG Sebald
    Sinopsis: A través de los encuentros entre el narrador y el misterioso Jacques Austerlitz, al que conoce accidentalmente en la estación de Amberes, se va desplegando un recorrido espectral por la civilización europea del siglo XX, un mundo de fortalezas, estaciones de tren, campos de concentración, librerías, que es, sobre todo, una búsqueda de la pro­pia identidad.

The New York reseñó que “al igual que la estación de tren parisina homónima de su protagonista, el libro es una maravilla de elegante construcción, embrujada por la memoria y el movimiento”.

  1. El ferrocarril subterráneo (2016), Colson Whitehead
    Sinopsis
    : Cora es una joven esclava de una plantación de algodón en Georgia. Abandonada por su madre, vive sometida a la crueldad de sus amos. Cuando César, un joven de Virginia, le habla del ferrocarril subterráneo, ambos deciden iniciar una arriesgada huida hacia el Norte para conseguir la libertad. El ferrocarril subterráneo convierte en realidad una fábula de la época e imagina una verdadera red de estaciones clandestinas unidas por raíles subterráneos que cruzan el país. En su huida, Cora recorrerá los diferentes estados, y en cada parada se encontrará un mundo completamente diferente, mientras acumula decepciones en el transcurso de una bajada a los infiernos de la condición humana… Aun así, también habrá destellos de humanidad que le harán mantener la esperanza.

“El ferrocarril subterráneo destila verdad de una manera que pocos estudios sobre la esclavitud pueden, tanto en ficción como en no ficción. Las descripciones que Whitehead hace de la motivación, la interacción y el alcance emocional humanos sorprenden por su complejidad”, destacó la escritora e historiadora estadounidense Tiya Miles.

  1. 2666 (2008), Roberto Bolaño
    Sinopsis
    : La ciudad mexicana de Santa Teresa -trasunto de Ciudad Juárez- atrae como un imán a los protagonistas. Cuatro críticos literarios europeos viajan hasta Sonora tras las huellas del escritor desaparecido Benno von Archimboldi, cuya vida se refiere en la parte final de la novela. Allí conocerán a Amalfitano, el profesor universitario chileno que, junto con su hija, se establece en la ciudad, a la que también llegará el periodista estadounidense Oscar Fate para retransmitir un combate de boxeo. Pero el corazón del relato se encuentra en «La parte de los crímenes» donde, con la precisión de un bisturí, Bolaño narra los asesinatos de mujeres cometidos en Santa Teresa y las infructuosas investigaciones de la policía. En el epicentro del Mal, nada puede parar el horror.

En la publicación se menciona que “en la impecable traducción de Natasha Wimmer, la novela de Bolaño es profunda, misteriosa, abundante y vertiginosa: al leerla, uno pasa de sentirse como un observador de un tornado a sentirse arrastrado por el vórtice y, finalmente, sospechar que uno mismo podría ser el tornado”.

  1. Las correcciones (2001), Jonathan Franzen
    Sinopsis
    : De este meticuloso retrato de los Lambert emergen de forma brillante las angustias y contradicciones de toda una sociedad y de una época, la última década del siglo XX. Alfred Lambert es un ingeniero de ferrocarril jubilado cuya percepción de la realidad empieza a resquebrajarse a causa de la enfermedad de Parkinson. Su esposa Enid, tras cincuenta años de matrimonio y la marcha de sus hijos, sigue obsesionada con mantener el orden en su enorme casa de un próspero barrio residencial. Entretanto, la realidad económica corrige las expectativas sobrevaloradas del mercado bursátil, mientras los medicamentos más avanzados corrigen los trastornos del ánimo. Pero, en el ámbito de la familia, ¿pueden los hijos corregir los errores de sus padres? Y en un orden de cosas más concreto, ¿logrará Enid reunir a todos sus hijos para pasar una última Navidad juntos?

De acuerdo con la lista publicada: “La novela salta hábilmente de un personaje a otro, y las simpatías del lector saltan con ella; en una novela tan atenta a los fallos humanos como lo es esta, es un mérito perdurable de Franzen que su afecto genuino por todos los personajes brille”:

  1. El mundo conocido (2003), Edward P. Jones
    Sinopsis
    : A Henry Townsend, granjero, zapatero y antiguo esclavo negro, le gusta El paraíso perdido y tiene un mentor poco común, William Robbins, el hombre más poderoso del condado de Manchester, en Virginia, antes de la guerra civil. Bajo su tutela, se convierte en propietario de su plantación y de sus esclavos. Al morir, su viuda, Caldonia, sucumbe a un profundo dolor y todo se desmorona en su plantación. Más allá de la hacienda Townsend, el mundo se hace añicos: patrulleros blancos hacen guardia mientras especuladores de esclavos venden a negros liberados como esclavos, y los rumores sobre rebeliones de esclavos enfrentan a familias con ellos que han estado a su servicio.

Jones es un narrador seguro de sí mismo, y en “El mundo conocido” esa confianza lanza un hechizo. Esta es una novela larga que avanza con agilidad y permanece con el lector durante mucho tiempo”, señaló The New York Times.

  1. En la corte del lobo (2009), Hilary Mantel
    Sinopsis
    : Inglaterra, en 1520, está a un paso del desas El rey Enrique VIII no consigue engendrar un heredero varón y quiere divorciarse de su mujer, Catalina de Aragón, para casarse con Ana Bolena, pero el cardenal Wolsey, su principal asesor, no obtiene más que negativas del papa. En este clima de desconfianza y necesidad llega a la corte Thomas Cromwell, al principio como segundo de Wolsey y más tarde como su sucesor.

“En la Corte del lobo, tomó a un personaje histórico rígido, Thomas Cromwell, y vio al ser humano vívido, implacable, ciego, atormentado por los recuerdos y grandiosamente vivo que debió haber sido. Luego lo utilizó como lente para mostrarnos la época en la que vivió, la vasta e intrincada telaraña de poder, dinero, amor y necesidad, hasta el momento en que la araña lo atrapó”, sostuvo Lev Grossman, autor de La espada brillante.

  1. El calor de otros soles (2010), Isabel Wilkerson
    Sinopsis
    : La autora narra una de las grandes historias no contadas de la historia estadounidense: la migración que duró décadas de ciudadanos negros que huyeron del sur hacia ciudades del norte y el oeste, en busca de una vida mejor.

El libro se escogió porque “Wilkerson combina las historias de hombres y mujeres individuales con una comprensión magistral del panorama general y una gran dosis de delicadeza literaria. “El calor de otros soles” se lee como una novela. Se abalanza sobre el lector como una locomotora”, aseguran.

  1. La amiga estupenda (2012), Elena Ferrante
    Sinopsis
    : A través de la infancia, la adolescencia y la madurez de Elena (Lenù) y Lila, y de su evolución física y psicológica, asistimos a la vida de un vecindario humilde de Nápoles, su transformación desde los años cincuenta hasta hoy y el violento cambio de una sociedad que, de manera inevitable, influirá en la relación entre las dos amigas.

“El primer volumen de lo que se convertiría en la fascinante serie de cuatro libros de novelas napolitanas de Ferrante presentó a los lectores a dos niñas que crecen en un barrio pobre y violento de Nápoles, Italia: la diligente y obediente Elena y su carismática y salvaje amiga Lila, quien a pesar de su feroz inteligencia parece estar limitada por los escasos medios de su familia. A partir de allí, el libro (como la serie en su conjunto) se expande tan propulsivamente como el universo inicial, abarcando ideas sobre arte y política, clase y género, filosofía y destino”, reseñó The New Yor Times.

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Textos para escuchar

Borges y yo – Jorge Luis Borges

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Jorge Luis Borges recita “Borges y yo“, su minicuento.

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, las etimologías, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mi podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar.

Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.

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Historias Reflejadas

“Tiempo de cosecha”

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Tiempo de cosecha

El tiempo se había detenido en una de sus innumerables vueltas. En aquella selva de pasiones y olvidos, la naturaleza contaba en ciclos las historias de cada especie. Unos a otros se acompañaban en una melodía perfecta en la que las noches se adherían a los días y las estaciones se hermanaban armoniosas una y otra vez, anunciando la vida y convocando a la muerte.

La niña sabía que tan solo una cortina apenas visible los separaba del mundo de los que habían partido. Es que en realidad para ella nunca lo habían hecho, porque sus ojos sabios aún los reconocían a través de la densa niebla que se empeñaba en separar lo evidente. El armonioso decir de cada uno de los seres que habitaban aquel espacio sin horas, resguardado de malicias, le llegaba justo para comunicar lo importante y para advertir acerca de los peligros. Y era la misma muerte la que ahora hablaba a través de ese árbol de ramas retorcidas y raíces firmes la que enredaba a todos con sus palabras vivas.

La niña pudo verla y escucharla. La mujer que habitaba más allá de las ramas, y que por momentos se desvanecía entre las raíces, tenía un claro mensaje para darles. Les tocaba a ellos resguardar cada uno de los tesoros que los rodeaban. Hubo un tiempo en el que la imprudencia y la codicia de los hombres devastaron esas tierras. También existió otro en el que las semillas volvieron a germinar y se abrieron paso atravesando la tristeza de cada partícula de tierra intentando un futuro. Hoy eran árboles capaces de recrear la vida y esos seres, recortados en un tiempo nuevo, estaban allí para protegerlos. La mujer que habitaba detrás de la vida se sumó al destino, alargó sus manos nudosas, afirmó sus pies enraizados con su árbol y dispersó sobre ellos nuevos brotes que multiplicarían la esencia de aquel pueblo detenido en alguna de las vueltas del tiempo, en la eternidad.

Andrea Viveca Sanz

Se reflejaron en este cuento “La mujer habitada” de Gioconda Belli, “Donde el corazón te lleve” de Susanna Tamaro, “Los días de la sombra” de Liliana Bodoc, “La ciudad de las Bestias” de Isabel Allende.

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Textos para escuchar

Casa tomada – Julio Cortazar

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Julio Cartazar lee su cuento Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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