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Literatura

Ernesto Sabato y una imprecisa fecha de nacimiento, 110 años atrás

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Por Carlos Aletto (*)

A 110 años del nacimiento de Ernesto Sabato, que se conmemora este 24 de junio, la fecha de este suceso tiene ciertas “incertezas” que “fastidiaban” al escritor, porque eran imprecisiones que surgieron a partir de la fantasmal presencia de su hermano homónimo, quien en realidad nació un 23 de junio y murió durante la gestación del autor de “Sobre héroes y tumbas”, cuyo nacimiento fue registrado el 3 julio de 1911, un presunto error que durante años trastornó al escritor, casi tanto como el recuerdo de ese hermano muerto tempranamente al que ha retornado en algunos de sus libros.

En el libro “Antes del fin”, publicado en 1998, Sabato escribe: “Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que, aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito” y en el siguiente párrafo asegura: “Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre”.

A pesar de precisar la fecha de nacimiento en su autobiografía, en su tercera novela, “Abaddon el exterminador”, publicada en 1974, Sabato no tenía tanta seguridad en estos datos: “Nunca supe con exactitud si mi nacimiento se había producido el 23 o el 24 de junio” y agrega que un día en el que él acosaba a su madre para conocer con exactitud su fecha de nacimiento ella le “confesó que era el atardecer y que se estaban encendiendo las fogatas de San Juan“. El escritor, al conocer este dato, le dijo que entonces no había duda: “Fue el 24, el día de San Juan” y su mamá meneando la cabeza reinstaló la duda: “En algunas partes también se encienden fogatas en la víspera”.

En ese mismo pasaje de la novela, el autor de “El túnel” confiesa que más de una vez volvió a interrogarla, porque tenía la sospecha de que le ocultaba algo. En el libro se pregunta: “¿Cómo era posible que una madre no recuerde el día del nacimiento de su hijo?”. Sin dudas, había razones más oscuras para olvidar.

Los padres del escritor, los calabreses Francisco Sabato y Juana Ferrari, al llegar de Cosenza se instalaron en la calle Serrano 256 de la ciudad de Buenos Aires, donde vivieron un tiempo para luego trasladarse al paraje Echeverría (hoy Rafael Obligado) en la provincia de Buenos Aires. Terminaron este derrotero estableciéndose definitivamente en la calle Muñoz 371 de la ciudad de Rojas, a 25 kilómetros del anterior domicilio. Allí nacería en 1911 el escritor Ernesto Roque Sabato, pero este hecho sucedería dos años después del nacimiento de su hermano, Ernesto José.

Juana Ferrari había tenido hasta el nacimiento de Ernestito, en total, nueve hijos, todos varones, de los cuales dos habían muerto: Lorenzo José (nacido el 11 de diciembre de 1896 y fallecido antes del 3 de diciembre de 1897) y Umberto (nacido el 27 de mayo de 1903 y muerto antes de 1907). Por lo tanto Ernesto José iba a ser el séptimo. Los seis que quedaban vivos eran Vicente Esteban, Lorenzo, Francisco, José, Juan y Umberto, algunos de los cuales repetían el nombre de sus hermanos ya muertos.

En el libro de bautismos de la Parroquia de San Francisco de Asís de la ciudad de Rojas figura que el 7 de agosto de 1909 es bautizado, por el cura Pedro Silván, Ernesto José Sabato, nacido el 23 de junio, “hijo legítimo de Francisco Sabato de 40 años y de Juana Ferrari de 34″ . Se consta que el padrino es el entonces presidente de la Nación, José Figueroa Alcorta, representado para la ocasión por el médico uruguayo Ernesto Helguera y su esposa, Teresa Bethular.

Para entender por qué el presidente de la Nación fue el padrino de Ernestito hay que recordar que dos años antes Enrique Brost y Apolonia Holmann, un matrimonio ruso que se había instalado en la ciudad bonaerense de Coronel Pringles, al nacer su séptimo hijo varón, José Brost, habían solicitado que lo apadrinara el presidente Alcorta. El padrinazgo para las creencias rusas era una “protección mágica” para que el séptimo hijo varón no se convirtiera en hombre lobo ni la séptima hija mujer en bruja. No era costumbre en la Argentina, aunque en la primera mitad del siglo XIX el gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas había apadrinado a los séptimos hijos de los peones rurales. A partir de la solicitud del matrimonio ruso se establece esta costumbre que se constituye en ley en 1974 para los varones y en 2009 para las mujeres.

Los Sabato conocían esta tradición que otorga al ahijado una beca económica escolar y alimentaria y por eso le solicitan al presidente que sea el padrino de Ernesto José. Durante la celebración religiosa en la parroquia de San Francisco de Asís llevada a cabo por Pedro Silván -quien estaba a cargo de la parroquia desde el 3 de mayo de 1898- el presidente argentino fue representado por el médico de la familia, Ernesto Helguera, quien quince meses después (el 22 de noviembre de 1910) firmaría el acta de defunción del niño bautizado.

Cuando muere Ernestito, su madre Juana estaba cursando las primeras seis semanas de su décimo embarazo. A este nuevo niño -como había sucedido con Lorenzo y con Umberto– le pondrían el mismo nombre del hijo que acababa de morir.

En el acta 332 de nacimiento del Registro Civil de Rojas, el jefe Julio Olivencia Fernández especifica que Ernesto Roque Sabato nació el lunes 3 de julio de 1911 a las 7 de la mañana. En el documento también consta que su papá Francisco fue a anotarlo acompañado por los testigos Bautista Santoro y Juan Lanzillotta, ambos también nacidos en Cosenza.

En “Abaddon el exterminador” hay una explicación para justificar esta fecha inexacta: “Mi madre estaba enferma cuando nací, y recién me inscribieron un 3 de julio, como si no se decidieran”. Sin embargo, esta excusa no es válida, porque la asistencia al registro civil la hacían por lo general el padre acompañado por testigos, justamente teniendo en cuenta la salud de la madre y del recién nacido. Tal como sucedió en este caso.

La fecha convalidada en el registro oficial fue la que figuró siempre en su documento de identidad y es la misma que suscribió el sacerdote párroco Pedro Silván cuando, el 6 de abril de 1912, bautizó al niño ante sus padrinos, Rosa María Acerbo y su esposo Pedro Jorge Ramello, “un caracterizado vecino” de Rojas, cuyo nombre lleva hoy una escuela de la ciudad.

En el reciente libro del 2021, “Sabato: el escritor metafísico”, editado por Marea, sus autores, Pablo Morosi y Sandra Di Luca se refieren a este episodio y al motivo de haber impuesto como segundo nombre Roque al recién nacido durante la presidencia de Roque Sáenz Peña: “En la familia hay quienes porfían que el nuevo Ernesto también fue ahijado presidencial, aunque no se conozca hasta el momento constancia que lo certifique”, sostienen.

Sabato en “Abaddon el exterminador” pormenoriza las dudas sobre su nacimiento y la relación con su hermano Ernestito. El escritor “escrutaba en los ojos” a su madre y ella solo “se limitaba a contestar de modo dubitativo”. Sabato cree encontrar una explicación acorde al clima de su novela: “Pasaron algunos años después de su muerte cuando leyendo uno de esos libros de ocultismo supe que el 24 de junio era un día infausto, porque es uno de los días del año en que se reúnen las brujas. Consciente o inconscientemente mi madre trataba de negar esa fecha, aunque no podía negar lo del crepúsculo: hora temible”, escribe.

Y más adelante, en la misma novela, se refiere con más precisiones al lugar que debió ocupar luego de la muerte de su hermano: “Durante toda la vida me obsesionó la muerte de ese chico que se llamaba como yo y que para colmo se recordaba con sagrado respeto, porque según mi madre y doña Eulogia Carranza, amiga de mi madre y allegada a don Pancho Sierra, “ese chico no podía vivir”. ¿Por qué? Siempre se me respondió con vaguedades, se me hablaba de su mirada, de su portentosa inteligencia. Al parecer, venía marcado con un signo aciago. Estaba bien, pero por qué entonces habían cometido la estupidez de ponerme el mismo nombre? Como si no hubiese bastado con el apellido, derivado de Saturno, Ángel de la soledad en la cábala, Espíritu del Mal para ciertos ocultistas, el Sabath de los hechiceros”, remata la explicación el escritor.

No hay ningún motivo para anotar a un hijo, y más con la experiencia de haber inscripto nueve niños anteriormente, con una fecha imprecisa. Anotarlo con posterioridad no significa no decir con claridad el día y la hora en la que ocurrió el parto. Hay una fecha y una hora en el acta: el 3 de julio de 1911, a las 7 de la mañana. ¿Por qué dudaría la madre? ¿Por qué decía que su hermano venía marcado por un “signo aciago”? ¿Por qué si Sabato nació el 23 o 24 de junio ella le ocultaba que su hermano mayor también había nacido el mismo día? Es muy probable que en un acto de dolor su madre, Juana, pensara que la vida de Ernestito, marcado por la maldición del séptimo hijo, debiera ser vivida por Ernesto Roque.

Ernesto Sabato cumplió con holgura el mandato familiar de sobrevivir a su hermano: el escritor murió en Santo Lugares el 30 de abril de 2011, próximo a cumplir los cien años. Sin embargo, Ernestito solo pudo festejar un par de cumpleaños y murió por violentos ataques de “eclampsia”, como hiciera constar en su acta de defunción el médico que le diera el nombre a ambos: Ernesto Helguera.

(*) Agencia de noticias Telam

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Literatura

Se celebra en la Argentina el Día del Escritor

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Este 13 de junio, como sucede cada años, se celebra en la Argentina el Día del Escritor. La conmemoración es en honor al nacimiento de Leopoldo Lugones (1874-1938), un artista que a través de sus variadas obras lideró la vanguardia literaria del modernismo de finales del siglo XIX.

Lugones nació en la localidad cordobesa de Villa María del Río Seco, se suicidó el 18 de febrero de 1938 en un hotel del Tigre y fue la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), la que estableció la fecha de su nacimiento para esta conmemoración.

Poeta, narrador, bibliotecario, pedagogo y ensayista, en su obra forjó de hecho una vanguardia literaria que rompió con la herencia hispanista y sentó así las bases de una literatura moderna, siempre en la búsqueda de una lengua propia para nuestro país.

Fue autor de una treintena de libros, entre ellos, “Los crepúsculos del jardín”, “Las fuerzas extrañas”, “Las horas doradas” y “La guerra gaucha”, que fue llevada al cine en 1942 por Lucas Demare.

Para Lugones el rol del escritor estaba unido al destino de su país y, por lo tanto, debía ser parte de su acción política. Admirador de las bibliotecas populares, dirigió hasta su muerte la Biblioteca Nacional de Maestros y contribuyó a diseñar una reforma para la educación secundaria argentina.

Al mismo tiempo, algunos de sus ensayos se constituyeron en hitos de la cultura argentina. Las conferencias que brindó en el teatro Odeón sobre el “Martín Fierro”, en las que comparaba al guacho con la épica homérica, tienen mucho que ver en su constitución como “libro nacional”.

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Textos para escuchar

Amigos por el viento – Liliana Bodoc

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Julieta Díaz
lee el cuento Amigos por el viento, de Liliana Bodoc.

A veces, la vida se comporta como un viento: desordena y arrasa. Algo susurra pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta lo que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojo con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve mas rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresara la calma.

Así ocurrió el día que papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Yo recuerdo la puerta que se cerró detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio.

– Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
– Me parece bien – mentí.

Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:

– No me lo estás deciendo muy convencida…
– Yo no tengo que estar convencida.
– ¿Y eso que significa? – preguntó la mujer que más preguntas me hizo en mi vida.

Me vi obligada a levantar los ojos del libro:

– Significa que es tu cumpleaños, y no el mío – respondí.

La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.

– Se van a entender bien – dijo mamá -. Juanjo tiene tu edad.

La gata, único ser que entendía mi desolación, saltó sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas como estalactitas en el congelador, disfrazadas de pedacitos de cristal. “Se me acaba de romper una copa”, inventaba mamá, que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrozas hechicerías.

Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, aparecía un tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Después pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir.

– Me voy a arreglar un poco – dijo mamá mirándose las manos. – Lo único que falta es que lleguen y me encuentren hecha un desastre.
– ¿Qué te vas a poner? – le pregunté en un supremo esfuerzo de amor.
– El vestido azul.

Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo que me esperaba.
Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con tal de desmerecer a mi gata.
Pude verlo por mi casa transitando con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, aún más que ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones.

– ¡Mamá! – grité pegada a la puerta del baño.
– ¿Qué pasa? – me respondió desde la ducha.
– ¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos?

El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo esperaba.

– ¿Palabras que parecen ruidos? – repitió.
– Sí. – Y aclaré -: Plum, Plaf, Ugg…

¡Ring!

– Por favor – dijo mamá -, están llamando.

No tuve más remedio que abrir la puerta.

– ¡Hola! – dijeron las rosas que traía Ricardo.
– ¡Hola! – dijo Ricardo asomado detrás de las rosas.

Yo mira a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta una remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto.
Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul les quedaba muy bien a sus cejas espesas.

– Podrían ir a escuchar música a tu habitación – sugirió la mujer que cumplía años, desesperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados.

Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas:

– ¿Cuánto hace que se murió tu mamá?

Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.

– Cuatro años – contestó.

Pero mi rabia no se conformó con eso:

– ¿Y cómo fue? – volví a preguntar.

Esta vez, entrecerró los ojos.
Yo esperaba oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.

– Fue… fue como un viento – dijo.

Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?

– ¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? – pregunté.
– Sí, es ese.
– ¿Y también susurra…?
– Mi viento susurraba – dijo Juanjo -. Pero no entendí lo que decía.
– Yo tampoco entendí. – Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza.

Pasó un silencio.

– Un viento tan fuerte que movió los edificios – dijo él -. Y éso que los edificios tienen raíces…

Pasó una respiración.

– A mí se me ensuciaron los ojos – dije.

Pasaron dos.

– A mí también.
– ¿Tu papá cerró las ventanas? – pregunté.
– Sí.
– Mi mamá también.
– ¿Por qué lo habrán hecho? – Juanjo parecía asustado.
– Debe de haber sido para que algo quedara en su sitio.

A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.

– Si querés vamos a comer cocadas – le dije.

Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quizá ya era tiempo de abrir las ventanas.

(Audio extraído del programa Calibroscopio del Canal Pakapaka)

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Historias Reflejadas

“Más allá de la luna”

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Más allá de la Luna

Alguien se había robado la luna. O una parte de ella. Justo ahora que la otra Luna se había ido sin avisar. En eso estaba el niño, que más tarde sería un grande, cuando pudo escuchar lo que los animales comentaban.

No importa lo que dijo la rana, ni el gato, ni los otros gatos del tejado. Ni siquiera es importante lo que susurró la paloma. Lo verdaderamente terrible es que, fuera por el motivo que fuera, la luna había desaparecido. ¿Cuántas lunas había? ¡Qué confusión!

Tal vez, pensaba el niño, a la luna le gustaba cambiar y como era muy coqueta había días en los que no se dejaba ver. En esas noches oscuras, cuando ella estaba sin estar, muchos artistas la pintaban en cielos dibujados para que nadie dejara de admirarla. “¿Y mi Luna?” se preguntaba.

Había que buscar las tres caras de la luna. ¡Además de la suya! ¿Sólo por coquetería a veces se escondía?  Era necesario bucear en las noches, mirar un poco más allá para que la luna valiera la pena.

En medio de tanto enredo, el niño, que después fue un grande, hizo un descubrimiento que le permitió mirar el lado oculto de las cosas, las cercanas y las lejanas.

Cierta tarde, cuando sus preguntas se habían enmarañado en una tristeza inexplicable, una lágrima se convirtió en respuesta. Primero fue una idea y muy pronto su imaginación se puso en marcha. Fue justamente por eso que a partir de entonces la vida del niño se transformó. Había nacido un genio, de esos que inventan cosas para que las verdades se revelen.

Un tiempo después, aquel pequeño inventor miraba por la ventana con un gran catalejo todo lo que había más allá de la luna. A su lado otra Luna, que había estado jugando a las escondidas, movía la cola.

 Andrea Viveca Sanz

Se reflejan en esta historia: “Galileo y el cataestrellas”, con textos de Carlos Pinto e ilustraciones de Leo Bolzicco; “Una luna junto a la laguna”, de Adela Basch con ilustraciones de Alberto Pez; “La mejor luna”, de Liliana Bodoc; y “El hombre que creía en la luna”, de Esteban Valentino.

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Propietario: Contarte Cultura
Domicilio:La Plata, Provincia de Buenos Aires
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